Por Domingo Schiavoni
Los ferrocarriles argentinos fueron arterias vitales para el desarrollo del país, para unir pueblos y ciudades, para que las gentes y las mercancías pudieran desplazarse de manera efectiva y costes razonables. Pero en las últimas décadas, gobiernos dictatoriales y gobiernos constitucionales han coincidido en aportar con su pasividad o con su acción deliberadamente destructora a su progresivo desmantelamiento. Levantamiento de ramales, reducción de servicios, “muerte” de estaciones y apeaderos, cesantía de trabajadores, cierre de talleres, fueron las medidas que poco a poco fueron “achicando” la capacidad ferroviaria argentina.
La presunta “modernidad” fue una estocada mortal para pueblos y regiones, y un debilitamiento de nuestra capacidad de transporte, fundamental para un país con una enorme extensión geográfica. Las privatizaciones de recursos y servicios estratégicos fueron parte de un plan re-colonizador al que se prestaron los inescrupulosos capataces de las transnacionales.
Resulta imprescindible deshacer todas las tramas de la entrega, recuperar los ferrocarriles para dotarlos de los medios modernos que actualicen su función social y económica como el bien común que fue y que debe ser. Y para ello también deben desbaratarse las mafias de los aprovechados que se convirtieron en explotadores de sus propios compañeros. Pero todo eso, como escribía Don Raúl Scalabrini Ortiz, no será producto de la meditación ni de la esperanza, será producto de la acción y de la lucha.
Refiriéndose justamente “al tren que nos quitaron” y a los próximos, nuestro querido colega Oscar Taffetani, de la agencia de noticias Pelota de Trapo, inicia su reflexión recordando un bellísimo poema de Don Manuel J. Castilla, que evoca el tiempo en que los trenes surcaban todos los caminos de la patria, y en una memoración autobiográfica recuerda cuando su padre fue trasladado a la lejana estación de Alemanía (sí, con acento en la i), una población cumbreña de Salta, situada mucho más arriba de Cachi y de Molinos, en las propias estribaciones de la puna andina.
“Padre, ya viene el tren de Alemanía,
/ anúncialo tocando la campana /
ponte la gorra, cierra la ventana /
que ya no hay nadie en la boletería. /
Madre, ya viene el tren con su alegría /
y el crisantemo de humo que desgrana./
No sé porqué te siento más lejana /
cuando lo mira tu melancolía. /
Oh padre, adiós perdido entre los trenes, /
nadie despide a nadie en los andenes /
donde no sé por qué yo siempre espero. /
Nadie despide a nadie hasta que un día, /
en un remoto tren de Alemanía /
adolescente, con ustedes, muero".
Es difícil, dice Oscar, escribir algo después de ver arder la brasa de un poema. Todo ya fue dicho. ¿Para qué más? Y sin embargo, periodistas, queremos que la belleza capturada en pocas palabras nos ayude a entender. Y así bajamos al dantesco infierno de la prosa a entreverarnos con el mundo, para ver que el tren puede ser también un castigo, un dolor, una pesadilla junto a la cual los niños crecen sin poesía y los grandes decrecemos. Y nos hacemos más chicos de espíritu. Y perdemos el único sueño que nos justifica.
“Ramal que para, ramal que cierra”, dijo algún lenguaraz de tiempos privatizadores. Y repitieron a coro los diarios del sistema (es decir, todos los diarios). La cleptocracia, de la mano de Menem, Duhalde, Dromi, Cavallo, Ordóñez y otros sátrapas bien pagos y bien dispuestos, le bajó el pulgar al tren. Y decidió que la empresa pública Ferrocarriles Argentinos dejara de ser pública. Dejara de ser empresa.
Dejara de ser. La dirigencia de los gremios ferroviarios, traidora a la herencia de un siglo, negoció con ese poder privatizador algunas prebendas: “El Belgrano Cargas lo queremos para nosotros”; “El tren a Mar del Plata podría ser provincial, y así les damos trabajo a muchos compañeros”; “El paro se levanta, porque no vamos a poner palos en la rueda a la política del gobierno nacional…”. Muy pronto, los ramales “no rentables” fueron desactivados. Y los pueblos que vivían de esos trenes comenzaron a morir, entre ellos los santiagueños a los que sólo les quedó la esperanza del tren aguatero, que pasaba un día por semana. Las empresas concesionarias empezaron a explotar los tramos “rentables”, sin hacer una mínima inversión en mantenimiento de rieles y parque ferroviario. A la vez, las empresas “tercerizadas” (integradas por familiares y amigos de la dirigencia sindical) comenzaron a facturarle al Estado -viejo negociado- por servicios que nunca se prestaban. Y ambos, concesionarios y tercerizadas, empezaron a disfrutar de un subsidio que llegó a superar el presupuesto entero de los ferrocarriles cuando eran empresa pública. Hasta hoy.
Recuerda también Taffetani que las inagotables propiedades ferroviarias (al costado de las vías, alrededor de las estaciones, en los puertos, en las ciudades) comenzaron a ser administradas por la ONABE y otros organismos cuyos funcionarios se enriquecieron vendiendo o concediendo esos bienes que eran del pueblo argentino (aunque el pueblo no había sido debidamente informado). Por último, quedaron las orillas, los áridos terraplenes junto a las vías, los depósitos abandonados, las playas de maniobras desactivadas. Allí se establecieron los “sobrantes” de la sociedad, los expulsados, los NN del hambre y del crimen (y del crimen del hambre), en la rapiñada ex planta reperfiladora de rieles de Los Naranjos, en La Banda, muy cerca de la capital santiagueña. Y todavía están, en Retiro, en Agüero y en los siete puentes, en los vagones oxidados, allí donde la “ciudadanía” no llega. Allí donde la “asignación universal” se vuelve particular y esquiva. En todo eso, el secretario de la Unión Ferroviaria, José Pedraza, tiene mucho que ver. En la mañana del martes último, la Justicia lo mandó a buscar a su piso de Puerto Madero (un barrio residencial, lujoso) para que responda por el asesinato del militante obrero Mariano Ferreyra. Una minucia. Una mancha más para el leopardo.
Pero todavía nadie lo ha llamado a Pedraza para que responda por el asesinato del tren.
Raúl Scalabrini Ortiz (¡pongámonos de pie!) supo estudiar a fondo el negocio de los trenes y el transporte público en una época argentina.
Don Raúl alcanzó a ver la nacionalización y estatización de los ferrocarriles argentinos, en los ‘50. Pero, más importante, alcanzó a ver la constitución de una empresa pública donde los obreros, los empleaos, los ingenieros y directivos compartían la mística de un proyecto que nos contenía a todos, a los maquinistas, los señaleros, los boleteros y los pasajeros del tren. Ya no está don Raúl (y menos mal que no está, porque se ahorró este mal trago) para ver que en José León Suárez hay una villa miseria donde los chicos recogen las migas que caen de los trenes y los contenedores descarrilados. Ni para ver que la policía los mata a balazos, como una plaga o una especie silvestre de los campos, que amenaza la propiedad privada. Ya no está para ver que la empresa Ferrobaires -propiedad del estado provincial- desinvierte en vías, en coches y en locomotoras. Y anula los frenos de las formaciones para no tener que gastar en su mantenimiento. Y provoca choques como el de San Miguel, en febrero, con cuatro muertos y casi un centenar de heridos.
Menos mal que no está don Raúl para ver que en José C. Paz, muy cerca de San Miguel, el tren ya no es sólo una posibilidad regular, horaria, de suicidarse, sino que también sirve para matar a otro, arrojándolo a las vías. Y menos mal que no vive don Manuel, poeta inmenso, para ver que ya no vendrá ningún tren desde La Viña hasta Alemanía. Que no tendrá su padre que calzarse la gorra ni ponerse el chaleco; y no tendrá que tocar la campana.
Contó una vez Roberto Arlt -si la memoria no nos falla- que aquel “hombre que está solo y espera” de Scalabrini Ortiz, aquel hombre “de Corrientes y Esmeralda”, era el hombre que llegaba a una estación unos instantes después de que el último tren había partido. Ha pasado mucho tiempo. Y muchos trenes. El hombre solo de Scalabrini ha devenido un pueblo. Y ese pueblo merece una nueva historia. Y un nuevo tren. En él pensamos. Y para él escribimos.