En su homilía correspondiente a la Solemnidad de Corpus Christi del día 25 de junio de 2011, Mons Aguer expresó los siguientes conceptos: "Como duda, tentación o rechazo, aquella objeción reaparece en el relativismo y en el confuso pluralismo religioso que se extiende en la cultura contemporánea. Muchos, en efecto, consideran que todas las religiones son igualmente válidas y no aceptan a Jesús como único salvador. La Iglesia, y nosotros con ella, creemos firmemente que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto (Declar. Dominus Iesus, 14 s.). Esta verdad de nuestra fe resplandece en la gloria velada y humilde de la Eucaristía. La Eucaristía es el corazón de la Iglesia y del mundo."
Homilía de la Solemnidad de Corpus Christi. Iglesia Catedral, 25 de junio de 2011.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
Corpus Christi es una de las fiestas más bellas del calendario católico. Nuestra ubicación sureña nos impide muchas veces gozar del clima adecuado para la expansión al aire libre; la procesión puede verse amenazada por el frío y la lluvia. En el hemisferio norte, en cambio, es fácil asociar la solemnidad con el florecimiento de la vida, con la madurez de la creación que culmina en Cristo resucitado, presente para siempre entre nosotros. Según el ordenamiento litúrgico, la fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor sigue a la cincuentena pascual cumplida en Pentecostés y a la conmemoración de la Trinidad; en esta secuencia de celebraciones se encierra un profundo significado. El sacramento del sacrificio y de la presencia eucarística de Jesús es el memorial de su muerte y resurrección, hecho posible para la Iglesia por la efusión del Espíritu Santo; es el testimonio perenne del amor de Dios, que nos comunica la vida de la Trinidad y nos introduce en su inefable trato. Es una fiesta de alegría, como toda fiesta, pero más que muchas otras: sit laus plena, sit sonora, sit iucunda, sit decora mentis iubilatio; así nos invita la Iglesia, con palabras de Santo Tomás de Aquino, al júbilo del alma, a una intensa alegría espiritual que inspire nuestra alabanza.
Hemos escuchado en el Evangelio la declaración de Jesús que constituye el argumento mismo de la celebración de hoy: Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn. 6, 51). En esta sentencia hay una alusión al maná, la misteriosa comida que alimentó a los israelitas durante su marcha hacia la tierra prometida. Los judíos acababan de reclamarle a Jesús un signo que lo acreditase como Mesías y habían mencionado precisamente el episodio ocurrido en la travesía del desierto; según una creencia muy difundida, el maná sería el alimento de la era mesiánica. Para satisfacer la exigencia de quienes se negaban a reconocerlo, Jesús tendría que renovar el milagro del pan del cielo, atribuido a la intervención de Moisés. Probaría de ese modo que era en verdad el Mesías. La primera lectura, en consonancia con la proclamación evangélica, nos ha presentado el recuerdo que recoge el Deuteronomio (8, 2-3) de la protección providencial ejercida por Dios sobre su pueblo y concretada en el don de ese pan que procede de la palabra divina. Según la descripción bíblica el maná caía como lluvia, con la apariencia de granos finos y blandos, con gusto a miel; se lo llama pan de ángeles, trigo celestial, pan enviado desde lo alto, capaz de brindar todas las delicias.
En el Evangelio de San Juan, la vida de Jesús parece insertada en el marco del éxodo de Israel y es presentada como cumplimiento del mismo. Él es el Verbo que al hacerse carne planta su carpa entre nosotros y así se manifiesta como la Morada, Dios mismo habitando en medio de su pueblo; es luego la serpiente de bronce elevada para curar a quienes la contemplan; es el maná verdadero dado por el Padre para nutrir a sus fieles, la fuente del agua viva que brota de la roca y quita toda sed, la columna de luz que señala el camino, el cordero pascual cuya sangre lava y santifica. Aquellas realidades de la antigua alianza eran figuras proféticas, imágenes umbrátiles de Cristo y de las realidades definitivas de la alianza nueva y eterna. Por eso, lo que en la Biblia se dice del maná, la tradición cristiana lo aplica a la Eucaristía.
Jesús es el pan vivo bajado del cielo; es el Padre quien lo envía y nos lo da; pero resulta que Jesús mismo es el donante y el pan es su carne entregada para la vida del mundo. En estas expresiones se revela su muerte redentora. Carne designa al mismo Jesús en su condición mortal; ha descendido del cielo en su encarnación, se ha hecho carne para asimilarse a nosotros y por su muerte se convirtió en pan de vida para el mundo. En el don eucarístico se contiene el darse de Jesús, su entrega por la redención de todos los hombres. Para es una palabra clave en el cristianismo, que ilustra el sentido del misterio pascual de Cristo y la vocación del cristiano de unirse a la existencia entregada de su Señor en la cruz. El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo: este anuncio se ve cumplido en la Eucaristía, sacrificio en el que Jesús nos es dado y comunión por la que nos asume en el don. La objeción de los que escuchaban el discurso sobre el Pan de Vida en la sinagoga de Cafarnaún expresa una duda, una tentación, un rechazo que se ha verificado en toda época y que guarda una terrible actualidad. Al decir ¿cómo este hombre puede darnos a comer su carne? aquellos galileos no reaccionaban simplemente contra algo que les parecía absurdo. Más bien estaban negándose a aceptar que la muerte de Jesús sea fuente de vida para todos los hombres; no admitían que la salvación universal pueda provenir de la entrega que un hombre hace de sí. Como duda, tentación o rechazo, aquella objeción reaparece en el relativismo y en el confuso pluralismo religioso que se extiende en la cultura contemporánea. Muchos, en efecto, consideran que todas las religiones son igualmente válidas y no aceptan a Jesús como único salvador. La Iglesia, y nosotros con ella, creemos firmemente que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto (Declar. Dominus Iesus, 14 s.). Esta verdad de nuestra fe resplandece en la gloria velada y humilde de la Eucaristía. La Eucaristía es el corazón de la Iglesia y del mundo.
El Evangelio que hemos escuchado (Jn. 6, 51-58) contiene aún otras enseñanzas. La vida eterna es una realidad presente en aquel que se alimenta de la comida eucarística; es la vida divina que en la resurrección de Jesús triunfó de la muerte y por eso asegura a los comensales, como promesa y esperanza, la resurrección final. La carne del hombre está llamada a la salvación; la realidad de la resurrección del Señor, la realidad de su presencia en el sacramento de su pascua y la realidad de la resurrección de la carne son tres verdades inseparables e íntimamente vinculadas entre sí en las que se manifiesta la Vida de Dios. Además, la comunión eucarística, al hacernos vivir por Cristo y de él, nos introduce y ubica en una situación espiritual de mutua inmanencia con el Señor; permanecemos en él y él permanece en nosotros. El verbo permanecer, usado en este sentido, se encuentra en varios de los discursos de Jesús recogidos en el cuarto Evangelio. Expresa el fruto del don eucarístico y también una tarea impuesta al discípulo: el Señor nos exhorta a permanecer en él, a permanecer fieles a su palabra y a que sus palabras permanezcan en nosotros, a permanecer en su amor cumpliendo sus mandamientos. La figura, con su resonancia local y temporal originaria –quedarse en un lugar, demorarse allí– indica un sereno y gustoso arraigo, la plenitud y saciedad de quien ha llegado a la meta y ya no piensa, ni quiere, ni puede buscar otro polo, otro puerto, otra dicha. El permanecer tiene algo, mucho, de eternidad.
El breve pasaje de la primera Carta a los Corintios (10, 16-17) que también se ha leído contiene una advertencia para no interpretar en un sentido estrechamente individualista la gracia eucarística. Ya que hay un solo pan –nos dice el Apóstol– todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan. Sin duda, es un efecto propio de la Eucaristía la transformación del hombre en Dios, una riqueza íntimamente personal para cada uno; pero ese don se verifica como inserción en el todo eclesial, como perfeccionamiento de la agregación a la Iglesia otorgada por el bautismo. Santo Tomás, recogiendo el pensamiento de los Santos Padres, sostiene que mediante la Eucaristía es fabricada la Iglesia, que la res sacramenti de la Eucaristía, es decir, su gracia específica y final, es la unidad del Cuerpo místico. De la comunión de cada uno con Cristo resulta un único Cristo, el Cristo total que es la Iglesia. Los dos efectos, el personal y el social, comunitario, son inseparables porque la Eucaristía es el sacramento del amor y la argamasa con la que se edifica la Iglesia es la caridad. A la luz de esta verdad católica se comprende la relación que existe entre el sacramento eucarístico y la misión eclesial. Detengámonos un momento a contemplarla.
No hay que considerar a la Eucaristía una especie de instrumento para atraer y acercar a la gente; no es misionera o misional en ese sentido. Recordemos que en el orden dinámico de la evangelización la Eucaristía es un punto de llegada antes que un comienzo absoluto. Es el centro misterioso del Cristianismo en el que Dios sale de sí para unirse a nosotros, en el que se edifica la comunidad de los fieles que comparten la fe, la esperanza, el amor. Es el corazón de la Iglesia, en el que late la vida de Dios, en el que se gesta incesantemente el impulso de su crecimiento y expansión. Por otra parte, la misión no es propaganda, proselitismo; surge de lo profundo de la vida eclesial. No bastan los grandes proyectos misioneros, la cuidadosa organización y la abundancia de recursos; son éstos requisitos buenos, necesarios quizá, pero insuficientes. De la Eucaristía, de la fe y la vida eucarísticas de las comunidades cristianas procede la inspiración, el fervor, la fortaleza, el arrojo de la misión. Las dos realidades, vida eucarística y dinamismo misionero, se condicionan recíprocamente, de tal modo que podemos también cuestionarnos: Si en una diócesis, en una parroquia, en una institución o movimiento de Iglesia, en una escuela católica, no existe un vivo interés, una preocupación ardiente por la misión, una pasión misionera, ¿dónde está su vida eucarística?, ¿en qué grado de intensidad y cumplimiento se encuentra? Si no hay vida eucarística rebosante, no hay comunidad vigorosa, llena de Espíritu Santo y de mucha fe; no participará, por tanto, de la misión en la que está empeñada la Iglesia toda. En sus orígenes la Iglesia se expandió vertiginosamente porque todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones (Hech. 2, 42). Todos eran, al comienzo, muy pocos. A veces se esboza una disculpa que resulta más bien una pobre excusa: que la comunidad es numéricamente pequeña, que no hay misioneros bien preparados, que no hay respuesta de la gente, de la mayoría de los fieles, a las invitaciones a participar. Lo que importa es que esos pocos, que esa pequeña comunidad sea fervorosa en su amor eucarístico, en su espíritu de adoración, en la alabanza y la súplica; la calidez de su compromiso misionero, la fortaleza que le da su confianza, se impondrá a los obstáculos e irá derritiendo el hielo de los indiferentes y alejados; irá creciendo y contagiando su fervor.
Como en los años anteriores, nos disponemos en la arquidiócesis a cumplir otro paso de la misión permanente. Busquemos en la Eucaristía el fundamento y la inspiración que potencie con ardimiento nuestros esfuerzos: que haya más vida eucarística personal, comuniones mejor preparadas y prolongadas en la acción de gracias, visitas asiduas al Santísimo, más horas de adoración comunitaria en las parroquias; que los alumnos de nuestros colegios se inicien en la adoración y cobren gusto de ella. Que a partir de este Corpus Christi se renueve incesantemente nuestra fe en la presencia real del Señor en el sacramento. Hace dos años, en un día como hoy, decía Benedicto XVI: No hay que dar por descontada nuestra fe. Hoy existe el peligro de una secularización que se infiltra incluso dentro de la Iglesia y que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones sin la participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto de la liturgia. Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y apresurados, dejándose arrastrar por las actividades y por las preocupaciones terrenales. Recojamos con seriedad esta advertencia.
Que el Espíritu Santo, por la intercesión de la Virgen Santísima, recree en nosotros el asombro eucarístico y confirme nuestra decisión misionera.