En el año 320, en Sebaste, Armenia, cuarenta soldados condenados al martirio por no abjurar de la Fe en Jesucristo, dejaron sus últimas voluntades en un testamento.
El testamento no es el relato de una “Pasión”, sino la última carta en la cual los cuarenta mártires envían a las iglesias sus últimas voluntades. Muestran en su escrito la altivez de morir por Cristo y la seguridad de que al verter su sangre, se vuelven orgullo y honra de la Iglesia. Suponían los mártires que serían quemados vivos en una hoguera. Finalmente, los cuarenta prisioneros fueron expuestos a los rigores del invierno en un lago helado, y perecieron en ese suplicio por amor a Dios.
Transcribimos el testamento de los mártires, y luego detallaremos los sucesos que los condujeron al martirio:
EL TESTAMENTO
Meletius, Actius, Eutychius, prisioneros de Cristo, a los santos obispos, sacerdotes, diáconos y confesores, y a todos los demás miembros de la Iglesia, en esta ciudad y en todo el país, saludo en Cristo.
Cuando por la gracia de Dios y las comunes oraciones de todos los fieles, hayamos librado el combate que nos espera y hayamos recibido la recompensa ofrecida por el llamado de arriba, considerad este documento como nuestra última voluntad.
Deseamos que nuestros restos sean recogidos por los cuidados del sacerdote Proidos, nuestro padre, y por nuestros hermanos Crispido y gordio y el pueblo fervoroso, por Cirilo, Marcos y Sapricio, hijo de Amonio y sean depositados en Sarín, junto a Zela. Todos somos oriundos de diferentes comarcas, es cierto; mas hemos preferido tener un solo y mismo lugar de descanso. Ya que hemos librado juntos el mismo combate, hemos decidido descansar juntos en la región que os señalamos. Estas disposiciones nos agradan y el Espíritu Santo se sirvió acogerlas.
Por eso, nosotros que estamos en compañía de Actuis, de Eutiquio y de los demás hermanos en Cristo, exhortamos a nuestros parientes y a nuestros hermanos a que se abstengan de todo dolor y de toda inquietud. Les pedimos respeten la decisión de nuestra fraternal comunidad. Dignaos responder con todo corazón a nuestro pedido, a fin de que obtengáis de nuestro Padre común la amplia recompensa de vuestra deferencia y de vuestra compasión.
A todos dirigimos aun este ruego: Cuando hayan sacado nuestros restos de la hoguera, nadie guarde cosa alguna de ellos para sí solo, sino piense en reunirlos y en entregarlos a los que hemos nombrado más arriba. Muestre cada uno un diligente celo y la sinceridad de sus nobles sentimientos, y sea recompensado de esas fatigas debidas a la compasión. De este modo María, por haber seguido estando valientemente junto a la tumba de Cristo, ha visto al Señor antes que todos los demás y ha recibido la primera la gracia de la alegría y de la bendición.
Mas si alguno procede en contra de nuestro deseo, ¡sea excluído de las recompensas divinas, y sea responsable de su desatención! Pues habrá faltado a la justicia para seguir un vano capricho, y habrá tratado, tanto como podía, de separarnos los unos de los otros, a nosotros a quienes nuestro Salvador ha reunido en la Fe, por su Gracia y por su Providencia especiales.
El joven Eunoicos pide tener su lugar en nuestra última morada, si, por voluntad de Dios que ama tanto a los hombres, llegara junto con nosotros al fin del combate. Mas si, por Gracia de Cristo, saliera sano y salvo de la cárcel, le recomendamos viva sin esclavitud, en la escuela de nuestro martirio, y le exhortamos a observar los preceptos de Cristo. Obtendrá de ese modo en el gran día de la Resurrección, la misma bienaventuranza que nosotros, ya que habrá soportado las mismas tribulaciones. El que se sacrifica por su hermano tiene la mirada puesta en la justicia de Dios. El que es desatento con los suyos odia el mandamiento de Dios. Efectivamente escrito está: “El que ama la injusticia, odia a su alma”.
Por eso, os pido, hermano Crispín, …yo os recomiendo os alejéis de todos los goces y de los errores del mundo. La gloria de este mundo es engañosa y frágil. Florece por un tiempo, mas se marchita como la hierba y el instante de su caída llega más presto que la hora de su floración. Corred más bien al encuentro de Dios, nuestro amigo. Sea este vuestro deseo. Pues Dios da riquezas sin fin a los que corren hacia El, y concede a sus fieles una vida eterna.
He aquí el momento favorable para los que quieren salvarse. Es la hora de los precavidos, la hora del plazo para el arrepentimiento, la hora de las buenas obras, a la que no se escapa. Pues los cambios en la vida sobrevienen sin avisar. Mas cuando halláis alguno, manifestad la pureza de vuestra piedad. Aprovechadlo para transformar vuestra vida y para borrar toda huella de vuestras faltas pasadas. Pues os juzgo, dice el Señor en el estado en que os hallo. Tratad por lo tanto de que se os halle intachables en la práctica de los preceptos de Cristo. De este modo os libraréis del fuego eterno, que no se apaga. Pues desde hace mucho tiempo, la voz divina nos grita: “El tiempo es breve”.
Estimad por sobre todas las cosas la caridad: sólo ella respeta la justicia, sólo ella escucha la ley del amor fraternal y obedece a Dios. Pues a través del hermano que se ve, es al Dios invisible al que se honra. Y si llamamos hermanos a los que han nacido de la misma madre, todos los que aman a Cristo deben ser hermanos. ¿No lo dijo nuestro Santo Salvador y Dios? Los hermanos no lo son tanto aquellos que tienen la misma sangre, sino los que se consagran a vivir en forma excelente su fe y cumplen la voluntad de nuestro Padre del cielo.
Saludamos al señor sacerdote Felipe, a Procliano, a Diógenes y a la santa Iglesia. Saludamos al señor sacerdote Procliano que vive en Fidela, a la santa Iglesia y a los suyos. Saludamos a Máximo y a la Iglesia, a Magno y a la Iglesia. Saludamos a Damnus y a los suyos, a vuestro padre Iles, a Valens y a la Iglesia.
Yo, Melecio, saludo a mis parientes Luciano, Crispín, Gordius y a los suyos, a Elpidio y a los suyos, a Hiperchius y a los suyos.
Saludamos también a los fieles de Sarín, al sacerdote y a los suyos, a los diáconos y a los de ellos, a Máximo y a los suyos, a Esiquio y a los suyos, a Ciriaco y a los suyos. Saludamos a todos los que están en Kadonth, a cada uno en particular. Saludamos a los de Charisponé, a cada uno en particular.
Y yo, Actius, saludo a mis padres Marcos y Azulina, al sacerdote Claudio, a mis hermanos Marcos, Trifón, Gordio y Crispín, a mis hermanas, a mi esposa Domna y a mi hijo.
Y yo, Eutiquio saludo a los fieles de Zimara, a mi madre Julia, a mis hermanos Cirilo, Rufo y Riglo, a Cirila, a mi novia Basilia, y a los diáconos Claudio, Rufino y Proclo. Saludamos también a los siervos de Dios Sapricio, hijo de Amonio, Genesio, Osanna y a los de ellos.
Os saludamos pues a todos, señores, nosotros los cuarenta hermanos y compañeros de cautiverio, Melecio, Actius, Eutiquio, Cyrión, Cándido, Angias, Cayo, Chudion, Heraclio, Juan, Teófilo, Sisinio, Esmaragde, Filoctemón, Gorgonio, Cirilo, Severiano, Teódulo, Nicasio, Flavio, Xanthius, Valerio, Esiquio, Domiciano, Domno, Heliaco, Leoncio llamado también Théoctiste, Eunoicos, Valens, Acace, Alejandro, Vitratuis, llamado también Bibiano, Prisco, Sacerdón, Ecdicio, Atanasio, Lisímaco, Claudio, Iles y Melitón.
Nosotros, los cuarenta cautivos del Señor Jesucristo, firmamos de mano de uno de los nuestros, Melecio, y sancionamos todo cuanto ha sido escrito y lo aprobamos. Y oramos con toda nuestra alma y en el Espíritu divino, a fin de obtener todos nosotros los bienes eternos de Dios y su reino, ahora y por todos los siglos. Amén.
(Extraído del libro “La gesta de los Mártires”, de Pierre Hanozin, S.J., traducido por Jorge Enrique Portes, Librería Editorial Santa Catalina, Buenos Aires, 1942)
LOS SUCESOS
Licinio, ambicioso emperador “se quitó la máscara”, según frase de Eusebio (Vita Constantini 1.4 c.22), e inició una satánica persecución contra los cristianos sujetos a su mandato. Un edicto imperial mandaba que los oficiales del ejército que rehusaran sacrificar a los dioses fueran degradados y juzgados como traidores al Imperio. A los soldados se les amenazó con un lento martirio en caso de mostrarse contumaces. Debían ser muchos los cristianos enrolados en el ejército de Licinio, ya que la Iglesia tenía mucho interés en que hubiera gran número de ellos ejerciendo esta profesión, como lo prueba el canon tercero del concilio de Arles (314), al dictar sentencia de excomunión contra los que abandonaran la carrera militar en tiempos de paz. Pero mientras Constantino se apoyaba preferentemente sobre tropas cristianas, Licinio quiso eliminarlas de su ejército.
La defensa del Asia Menor estaba encomendada principalmente a las legiones romanas XII Fulminata y a la XV Apollinaris. La historia ha conservado la memoria de cuarenta soldados pertenecientes a la legión que tan famosa se hizo en tiempos de Marco Aurelio por la lluvia milagrosa y la victoria conseguida por sus oraciones a causa de haberse opuesto a las órdenes de Licinio, escogiendo el martirio antes de renegar de su fe cristiana. En una traducción latina antigua de las Actas de los mártires se ha conservado el nombre de los cuarenta atletas de Cristo.
Enterado el prefecto de que los soldados persistían en su actitud, intentó convencerles de la necesidad de acatar las órdenes del emperador como único medio de evitar un cruel martirio, precursor de una muerte lenta. Pero aquellos soldados, acostumbrados a la vida dura de la milicia, rechazaron decididamente aquella diabólica invitación, diciendo que si hasta entonces habían permanecido fieles al emperador romano y por él habían puesto en peligro sus vidas, ahora, en el trance de decidir entre servir a Cristo o al emperador, preferían oponerse a un soberano temporal antes de renegar de su Rey celestial. Esta postura varonil impresionó hondamente al prefecto, mayormente después de haber comprobado él cómo algunos otros cristianos habían apostatado cobardemente. Entonces, nos dice San Gregorio de Nisa, el prefecto trató de intimidarles, pero no sabía qué clase de martirio pudiera impresionar a aquellos atletas. "Si les amenazo con la espada —se decía—, no reaccionarán, por estar familiarizados con ella desde su infancia. Si los someto a otros suplicios, los sufrirán generosamente. Tampoco sus cuerpos curtidos por el sol y el aire temerán el martirio del fuego." Pensó entonces en otro suplicio más molesto y largo.
Era invierno, en cuya estación se deja sentir intensamente el frío en Armenia, mayormente cuando sopla el helado cierzo del norte. Aquel día en la ciudad de Sebaste reinaba un frío tan intenso que, según expresión de San Gregorio, se helaban aun los cabellos. Un riachuelo que desciende de las montañas del norte, el actual Murdan-su o Tavra-su, se había helado. El lago (San Efrén) o estanque (San Basilio), alrededor del cual se había construido la ciudad, era duro como una piedra, tanto que los animales y personas transitaban por él sin peligro alguno (San Gregorio). Aprovechando esta coyuntura mandó el prefecto que se despojara a los mártires de sus vestidos y fueran arrojados sobre el hielo del estanque. Lejos de intimidarse ante aquella cruel orden, "la alegre juventud", en medio de juegos y risas, corrió hacia el lugar del martirio. Los circunstantes que presenciaban aquel insólito hecho quedaron pasmados de ver cómo aquellos jóvenes atletas emprendían una veloz carrera para conseguir cuanto antes la palma del martirio.
La permanencia en aquel lugar de torturas se alargaba, pero mientras el hielo entumecía sus miembros y daba un color lívido a sus carnes, crecía el valor de su ánimo. Tiritaban sus cuerpos, sus miembros iban congelándose uno tras otro, la gangrena hacía su aparición. El prefecto atendía que el tormento doblegara la voluntad de los mártires, invitándoles a abandonar aquel lugar de torturas y entrar en un estanque próximo de aguas termales. Pero ellos se animaban mutuamente a permanecer fieles hasta la muerte con estas palabras que, en cuanto al sentido, nos ha conservado San Basilio: "Amargo es el invierno, dulce el paraíso; desagradable es la congelación del cuerpo, pero dichoso el descanso que nos espera. Suframos un poco y después seremos confortados en el seno de los patriarcas. A una noche de torturas seguirá toda una eternidad feliz. Por lo mismo, que todos sean valientes; que nadie dé oídos a las voces del demonio. Somos mortales y, por lo mismo, algún día tendremos que morir; aprovechemos ahora la ocasión cuando se nos presenta en perspectiva inmediata la gloria eterna." Unánime era la siguiente oración: "¡Señor!, cuarenta hemos bajado al estadio, haz que los cuarenta seamos coronados. Que no disminuya este número sagrado que Tú y tu profeta Elías santificasteis con el santo ayuno."
El desaliento se apoderó de uno de ellos, el cual, secundando los deseos del prefecto, salió del estanque helado y buscó refrigerio en el baño caliente, en donde murió al poco de entrar. No quiso Dios que se defraudara la oración de los mártires. El encargado de custodiarlos, favorecido por una visión y movido por la entereza de los mártires, se declaró públicamente cristiano y manifestó su deseo de compartir los tormentos con aquellos mártires, ocupando el lugar que había dejado el apóstata. Despojóse de sus vestiduras y se arrojó al estanque de hielo, muriendo poco después, juntamente con sus compañeros de suplicio. Era el 9 de marzo del año 320.
Según San Basilio, los cuerpos de los mártires fueron quemados y el que escapó del fuego fue precipitado en el río. Cuenta el mismo Santo Doctor que, al ir a recoger los emisarios del prefecto los cuerpos de los mártires para quemarlos, vieron que vivía todavía el más joven de ellos, de nombre Melitón. Creyendo que cambiaría de parecer, le dejaron en las riberas del estanque, mientras cargaban con los cadáveres de los otros. Al ver la madre del joven la conducta de aquéllos, se acercó a su hijo y le exhortó a perseverar fiel a su fe hasta morir. El joven así se lo prometió con una ligera señal de su mano moribunda. Entonces aquella valerosa mujer cargó con sus propias manos el cuerpo de su hijo en el carro en que iban amontonados los cadáveres de los otros, temiendo que su hijo no fuera partícipe de la corona que se reservaba a aquellos mártires en el cielo.
El martirio de los cuarenta soldados de la legión XII Fulminata fue muy celebrado en la antigüedad cristiana por la valentía de los mismos y su constancia en medio de los tormentos. Con su ejemplo demostraban a los jóvenes su desprendimiento al renunciar a una vida larga y a una situación de privilegio por mantener inhiesta la bandera de Cristo. En su vida supieron hermanar sus deberes religiosos con su condición de soldados, pero cuando el poder humano les exigió que renunciaran a sus creencias cristianas no vacilaron un momento en renunciar a todo lo humano con tal de permanecer fieles a Cristo, derramando su sangre por confesarle. Sus reliquias, según San Gaudencio, eran adquiridas a peso de oro.
Su gran panegirista, San Gregorio de Nisa, proclamaba desde el púlpito el gran poder de intercesión de los santos soldados mártires, diciendo que tenía él tanta confianza en ellos que colocaba sus reliquias junto a los cuerpos de sus padres, para que éstos, al resucitar en el último día, lo hicieran conjuntamente con sus valientes protectores. Su culto se propagó en Constantinopla. Hacia la mitad del siglo V Santa Melania la Joven hizo depositar sus reliquias en la iglesia del monasterio que ella había edificado en Palestina. En Roma, en el Transtevere, existe una iglesia dedicada a los santos mártires de Sebaste, que sirven los Padres Franciscanos de la provincia de San Gregorio, de Filipinas.
L. ARNALDICH, O. F. M.
Fuente: http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/03/03-10_40_MARTIRES_SEBASTE.htm