Por Mario
Meneghini
Decidimos participar en la cuestión disputada iniciada en el número
89 de la revista Gladius, por
tratarse de un tema sobre el que hemos reflexionado desde hace un cuarto de
siglo[1]. En este breve comentario,
procuramos resumir conceptos doctrinales de una selección de diversos
documentos y de varios pontífices, que
hicimos recientemente[2], pues la Doctrina Social
de la Iglesia debe orientar la conducta
de las personas[3],
iluminando la conciencia de los fieles, sobre
todo de los que están comprometidos en la vida política[4].
El Dr. Héctor Hernández
efectuó una recensión del libro del profesor Antonio Caponnetto, “La perversión
democrática”; obra que incluye un análisis crítico de nuestra posición, en 98
páginas del capítulo 3 de la misma. La polémica se centra en tres cuestiones;
la licitud moral: del voto, del sufragio universal y de los partidos políticos.
Este dilema se agrava, en el plano de la
política contemporánea, ya de por sí compleja, pues muchos católicos no actúan
siguiendo los principios y criterios fijados por el Magisterio; algunos, por
desconocimiento, y otros por discrepar con aquél, sosteniendo que los
documentos pontificios no son obligatorios en algunos puntos, en que, según
alegan, difieren de la tradición de la Iglesia. Hay según el Papa Francisco, un
grupo de cristianos alternativos, los
que tienen siempre sus propias ideas, “que no quieren que sean como las
de la Iglesia, tienen una alternativa” (Radio Vaticano, 5-6-14).
Iremos analizando sucesivamente los principales
tópicos involucrados.
Sociedad
1. La persona humana necesita la vida social.
Esta no constituye para ella algo sobreañadido sino una exigencia de su
naturaleza.[5]
Una sociedad es un conjunto de personas
ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de
ellas.[6] En verdad, se debe afirmar que cada uno tiene deberes para con las
comunidades de que forma parte y está obligado a respetar a las autoridades
encargadas del bien común de las mismas. [7]
2.
El bien común de orden temporal, consiste
en una paz y seguridad de las cuales las familias y cada uno de los individuos
puedan disfrutar en el ejercicio de sus derechos, y al mismo tiempo en la mayor
abundancia de bienes espirituales y temporales que sea posible en esta vida
mortal mediante la concorde colaboración activa de todos los ciudadanos.[8]
3. Toda comunidad humana necesita una autoridad
que la rija. Esta tiene su fundamento en la naturaleza humana. Es necesaria
para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en cuanto sea
posible el bien común de la sociedad. Se llama "autoridad" la
cualidad en virtud de la cual personas o instituciones dan leyes y órdenes a
los hombres y esperan la correspondiente obediencia. [9]
4. La autoridad exigida por el orden moral
emana de Dios: "Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no
hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido
constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el
orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación"
(Rm 13,1-2; cf 1 P 2,13-17). [10]
5. La autoridad sólo se ejerce legítimamente
si busca el bien común del grupo considerado y si, para alcanzarlo, emplea
medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclamasen leyes injustas o
tomasen medidas contrarias al orden moral, estas disposiciones no pueden
obligar en conciencia. [11]
6. Si toda comunidad humana posee un bien
común que la configura en cuanto tal, la realización más completa de este bien
común se verifica en la comunidad política. Corresponde al Estado defender y
promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las
instituciones intermedias. [12]
Régimen político
7. Si la autoridad responde a un orden fijado
por Dios, la determinación del régimen y la designación de los gobernantes han
de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos. La diversidad de los
regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien
legítimo de la comunidad que los adopta. [13] La
Iglesia, defensora de sus derechos y respetuosa de los derechos ajenos, juzga
que no es competencia suya la declaración de la mejor forma de gobierno ni el
establecimiento de las instituciones rectoras de la vida política de los
pueblos cristianos. [14]
8. Situándonos en el terreno de los principios
abstractos, podemos llegar tal vez a determinar cuál de estas formas de
gobierno, en sí mismas consideradas, es la mejor. En este orden especulativo de
ideas, los católicos, como cualquier otro ciudadano, disfrutan de plena
libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente porque
ninguna de ellas se opone por sí misma a las exigencias de la sana razón o a
los dogmas de la doctrina católica. [15]
9. Pero, al encarnarse en los hechos, los
principios revisten un carácter de contingencia variable, determinado por el
medio concreto en que se verifica su aplicación.[16] Considerado a
fondo en su propia naturaleza, el poder ha sido establecido y se impone para
facilitar el bien común, razón suprema y origen de la humana sociedad. Lo
diremos en otras palabras: en toda hipótesis, el poder político, considerado
como tal, procede de Dios, y siempre y en todas partes procede exclusivamente
de Dios. No hay autoridad sino por Dios (Rom. 13, 1). [17]
10. Por consiguiente, cuando de hecho quedan
constituidos nuevos regímenes políticos, representantes de este poder
inmutable, su aceptación no solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con
obligación impuesta por la necesidad del bien común, que les da vida y los
mantiene. [18]
Democracia
11. La democracia, entendida en sentido amplio,
admite distintas formas y puede tener su realización tanto en las monarquías
como en las repúblicas.[19] El Estado
democrático, sea monárquico o republicano, debe, como toda otra forma de
gobierno, estar investido del poder de mandar con autoridad verdadera y eficaz.
Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural
y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción
que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites, y que
hace también del régimen democrático, a pesar de las contrarias pero vanas
apariencias, un puro y simple sistema de absolutismo. [20]
12. La Iglesia aprecia el sistema de la
democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en
las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y
controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de
manera pacífica. Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de
derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere
que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas
concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así
como de la “subjetividad” de la sociedad mediante la creación de estructuras de
participación y de corresponsabilidad. [21]
Soberanía
13. La soberanía
es una cualidad del poder político cuyo titular es un Estado independiente. El
pueblo no es soberano, sino que lo es el Estado. [22] Por lo tanto, el principio
de soberanía del pueblo citado en la Constitución Nacional (Arts. 33 y 37)
responde a un criterio ideológico, y no tiene sustento científico. El
Magisterio siempre lo ha rechazado:
Es importante advertir en este punto que los que han de
gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por
la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o
contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no
se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato,
sino que se establece la persona que lo ha de ejercer. [23]
De la Reforma nacieron en
el siglo XIX una filosofía falsa, el llamado derecho nuevo, la soberanía
popular y una descontrolada licencia, que muchos consideran como la única
libertad. [24] La Iglesia ha condenado una democracia que
llega al grado de perversidad que consiste en atribuir en la sociedad la
soberanía al pueblo. [25]
Participación ciudadana
14. La participación es el compromiso
voluntario y generoso de la persona en los intercambios sociales. Es necesario
que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel que
desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de
la persona humana. [26] Los ciudadanos deben cuanto sea posible tomar parte activa en la vida
pública.[27]
15. Para animar cristianamente el orden
temporal los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en
la política. Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y
corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del
parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la
difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral,
no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos
en relación con la cosa pública. [28]
16. Puede muy bien suceder que en alguna parte,
por causas muy graves y muy justas, no convenga en modo alguno intervenir en el
gobierno de un Estado ni ocupar en él puestos políticos. Pero en general, como
hemos dicho, no querer tomar parte alguna en la vida pública sería tan
reprensible como no querer prestar ayuda alguna al bien común. De lo contrario,
si se abstienen políticamente, los asuntos públicos caerán en manos de personas
cuya manera de pensar puede ofrecer escasas esperanzas de salvación para el
Estado. [29]
17. Queda, por tanto, bien claro que los
católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política de los
pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que
actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del
Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo
posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, procurando infundir
en todas las venas del Estado, como savia y sangre vigorosas, la eficaz
influencia de la religión católica. Así se procedía en los primeros siglos de
la Iglesia. Las costumbres paganas distaban inmensamente de la moral
evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo, los cristianos, siempre
incorruptos y consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente
dondequiera que podían. [30]
18. Los católicos, preparados en los asuntos
públicos y fortalecidos, como es su deber, en la fe y en la doctrina cristiana,
no rehúsen desempeñar cargos políticos, ya que con ellos, dignamente ejercidos,
pueden servir al bien común y preparar al mismo tiempo los caminos del
Evangelio. [31]
Licitud moral del voto y obligación de ejercerlo
19. La sumisión a la autoridad y la
corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los impuestos,
el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país. [32] Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al mismo tiempo
el deber que tienen de votar con libertad para promover el bien común. [33]
20. Algunos autores han considerado que la
obligación de votar que fija el párrafo 2240 del Catecismo no debe ser interpretada simpliciter –de modo
directo o simplista-, y correspondería hacerlo secundum quid –matizado
según las circunstancias. Sin embargo, al aprobar el texto del Catecismo, Juan
Pablo II manifestó: “Lo reconozco como un instrumento válido y autorizado al
servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la
fe”[34]. Si su contenido quedara
librado al criterio de cada persona, no sería una norma segura pues no sería
posible una interpretación unívoca. En conclusión, consideramos que debe ser
interpretado simpliciter.
Sistema electoral
21. Nuestra
Constitución Nacional establece, en su Art. 37 que “el sufragio es universal,
igual, secreto y obligatorio”, características que existen en la casi totalidad
de los Estados contemporáneos, como manera de designar a los gobernantes. Que
el sufragio sea universal, significa que todo ciudadano posee este derecho, con
independencia de su raza, sexo, creencias o condición social. Pero, “a través
del sufragio el pueblo no gobierna ni ejerce una supuesta soberanía o un poder
político de los cuales sería titular, sino que participa políticamente en el
régimen, expresando su opinión política”. [35] Como la doctrina social de la Iglesia se nutre de las
ciencias humanas e “incorpora sus aportaciones” [36] es necesario tener en cuenta el significado correcto
y actual de los conceptos que utilizan el derecho y la ciencia política.
22. Suele
mencionarse una frase crítica del beato Pío IX: Sufragio universal es la mentira universal[37] expresada en una alocución, a mediados del siglo XIX,
como fundamento para justificar la abstención electoral permanente, mientras
rija dicho sistema. Sin embargo, este
Papa no incluyó en el Syllabus
(Catálogo de errores modernos) al
sufragio universal -ni a la democracia-, entre los errores condenados. Tampoco lo hizo ninguno de los 11 sucesivos
Pontífices.
23. Sufragio no es
sinónimo de sistema electoral, éste se ocupa de reglamentar el sufragio fijando
las condiciones de ejercicio del voto. En el sistema vigente en la Argentina,
existen aspectos defectuosos, que deberían ser corregidos para facilitar una
mejor representación política y seleccionar a los mejores postulantes. Esto no
exime a los católicos de participar en
la vida cívica. En los documentos del Magisterio citados (Catecismo, Gaudium et spes),
se menciona la obligatoriedad de votar, en el marco del sufragio universal, que
estaba plenamente vigente al momento de la publicación de dichos documentos.
24. Por lo tanto,
no hay duda posible sobre la doctrina auténtica: Todos pueden contribuir por medio del voto a la elección de los
legisladores y gobernantes y, a través de varios modos, a la formación de las
orientaciones políticas y las opciones legislativas que, según ellos, favorecen
mayormente el bien común. [38]
Partidos políticos
25. Es perfectamente conforme con la naturaleza
humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos
los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente,
posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de
los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa
pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las
diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes. El cristiano debe
reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe
respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defiendan lealmente su manera de
ver.[39]
26. La política partidista es el campo propio
de los laicos. Corresponde a su condición laical el constituir y organizar
partidos políticos, con ideología y estrategia adecuada para alcanzar sus
legítimos fines. [40] Es indudable
que también en materia política existe una lucha honrada: cuando, quedando a
salvo la verdad y la justicia, se lucha para que prevalezcan en la práctica las
opiniones que parecen más acomodadas al bien común. [41]
Doctrina del mal menor
27. La Iglesia se hace cargo maternalmente del
grave peso de las debilidades humanas. Por esta causa, aun concediendo derechos
sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud, no se opone la Iglesia, sin
embargo, a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas
situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o
para adquirir o conservar un mayor bien. Al ser la tolerancia del mal un
postulado propio de la prudencia política, debe quedar circunscrita a los
límites requeridos por la razón de esa tolerancia, esto es, el bien público. [42]
28. No está permitido hacer el mal para obtener
un bien. [43] En el
caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o
la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, ni participar en una campaña de
opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto. [44] Pero, cuando es
forzoso escoger entre dos cosas, que en cada una de ellas hay peligro, aquélla
se debe elegir de que menos mal se sigue. [45]
29. Aplicando
la doctrina del mal menor al tema eleccionario, el Prof. Palumbo explica que: “En el caso concreto de una
elección, al votarse por un representante considerado mal menor, no se está
haciendo el mal menor, sino permitiendo el acceso de alguien que posiblemente,
según antecedentes, lo hará”. [46]
30. En cuanto al elector, debe votar por la
mejor lista o por la menos mala, es decir, por aquella que contiene la mayor
cantidad de candidatos buenos o, si no los hay, de los que sacrifiquen menos
elementos esenciales para la vida del país. Votar por un candidato menos malo,
no es cooperar a un mal, es procurar un bien. [47]
31. Para el caso de una doble vuelta en la
elección de Presidente, cabe la siguiente recomendación: Entre dos malos candidatos, no habrá que abstenerse, a no ser que ambos
sean detestables. Esta igualdad absoluta no se verifica nunca, pues sin hablar
de las diferentes aptitudes personales de los candidatos, la mayoría de las
veces, uno de entre ellos procurará obtener el apoyo de los hombres de bien, y
esa será la ocasión de sacar el mayor partido posible del concurso que nos
hemos visto obligados a prestarle. [48]
Obligación
de actuar en el orden temporal
32. La
Iglesia sabe bien que ninguna realización temporal se identifica con el reino
de Dios, pero que todas ellas no hacen más que reflejar y en cierto modo
anticipar la gloria de ese reino, que esperamos al final de la historia, cuando
el Señor vuelva. Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se puede y
debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un
momento dado de la historia, se habrá perdido ni habrá sido en vano. [49]
33. Por
tanto, no se justifican ni la desesperación ni el pesimismo ni la pasividad.
Aunque con tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo,
por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también –ante las
urgentes necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo- por
temor, indecisión y en el fondo por cobardía. [50] Sería peligroso no reconocerlo: la apelación
a la utopía es con frecuencia un cómodo pretexto para quien desea rehuir las
tareas concretas refugiándose en un mundo imaginario. Vivir en un futuro hipotético
es una coartada fácil para deponer responsabilidades inmediatas. [51]
Conclusión
Aunque coincidamos en el diagnóstico de la triste
realidad de nuestra nación, que nos
desagrada tanto como al profesor Caponnetto y a otros prestigiosos pensadores
argentinos, no podemos coincidir en que la única actitud válida sea negarnos a intervenir en la vida cívica, en
base a la legislación vigente[52], pues eso no es lo que
nos enseña la doctrina a la que adherimos. La participación en la política incluye varias
acciones, pero el modo más simple y general de participar en un sistema
republicano, es el ejercicio del voto, y ninguna causa justifica el
abstencionismo electoral permanente. No existe ningún documento del Magisterio
que considere ilícito moralmente votar, estando vigente el sistema de sufragio
universal, que tampoco ha sido condenado, ni que haya considerado reprochable
participar en un partido político.
Cuando
se pregunta Miguel Ayuso “si la solución moral del problema puede alcanzarse
sin la política y contra la política”, termina respondiendo “a males políticos
hay que oponer remedios políticos”[53].
Si, como afirma Aristóteles,
es imposible que esté bien ordenada una polis que no esté gobernada por los
mejores sino por los malos, resulta imprescindible la participación activa de
los ciudadanos para procurar seleccionar a los más aptos y honestos para el
desempeño de las funciones públicas. El enfoque realista en materia política ha
sido destacado por Joseph Ratzinger: “Ser sobrios y realizar lo que es posible
en vez de exigir con ardor lo imposible ha sido siempre cosa difícil… El grito
que reclama grandes hazañas tiene la vibración del moralismo; limitarse a lo
posible parece, en cambio, una renuncia a la pasión moral, tiene el aspecto del
pragmatismo de los mezquinos”[54].
(* Texto
enviado como colaboración a la revista Gladius, y enviado a Diario Pregón de La Plata por su autor, motivo por el cual es reproducido)
NOTAS:
[1]
Meneghini, Mario. “Actitud política de los católicos frente al sistema de
partidos”; Filosofar Cristiano, N°s. 25-28, 1989-1990, pgs. 87/95. “La
política, obligación moral del cristiano”; Córdoba, Ediciones Del Copista,
2008.
[3]
Juan Pablo II. Enc. Sollicitudo rei
socialis, 1987, p. 41.
[4]
Congregación para la Doctrina de la Fe, “Nota Doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política”, 2002, p. 6.
[5]
Catecismo, 1879.
[6]
Catecismo, 1880 y 1882.
[7]
Catecismo, 1880.
[8]
Pío XI, Enc. Divini illus magistri,
1929, p. 36.
[9]
Catecismo, 1898.
[10]
Catecismo, 1899.
[11]
Catecismo, 1903.
[12]
Catecismo, 1910.
[13]
Catecismo, 1901.
[14]
León XIII. Enc. Sapientiae chistianae,
1890, p. 15.
[15]
León XIII. Enc. Au milieu des solicitudes,
1892, p. 15.
[16] Idem, p. 16.
[17] Idem, p. 22.
[18] Ídem, p. 23.
[19]
Pío XII. Radiomensaje Benignitas et
humanitas, 1944, p. 12.
[20] Benignitas et humanitas, p. 20 y 28.
[21]
Juan Pablo II. Enc. Centesimus annus,
1991, p. 46.
[22]
Badeni, Gregorio. “Reforma constitucional e instituciones políticas”; Buenos
Aires, Ad-Hoc, 1994, pg. 195.
[23]
León XIII. Enc. Diuturnum illud, 1881,
p. 4.
[24] Diuturnum illud, p. 17.
[25] San Pío X. Enc. Notre charge apostolique, 1910, p. 9.
[26] Catecismo,
1913.
[27] Catecismo,
1915.
[28]
Juan Pablo II. Exhortación Apostólica post-sinodal Christifideles laici, 1988, p. 42.
[29]
León XIII, Enc. Immortale Dei, 1985,
p. 22.
[30] Immortale Dei, p. 22.
[31]
Decreto Apostolicam actuositatem,
1965, p. 14.
[32] Catecismo,
2240.
[33]
Constitución Gaudium et spes, 1965,
p. 75.
[34]
Constitución Apostólica Fidei Depositum, 1992, p. 4.
[35]
Bidart Campos, Germán. “Lecciones elementales de política”; Buenos Aires,
EDIAR, 1973, p. 372.
[36] Centesimus annus, p. 59.
[37] Pío IX. Alocución Maxima quidem, 9-6-1862.
[38]
Nota Doctrinal, op. cit., p. 1.
[39] Gaudium et spes, p. 75.
[40]
III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Documento de Puebla,
1979, p. 524.
[41] Sapientiae christianae, p. 15.
[42]
León XIII, Enc. Libertas praestastissimum,
1888, p. 23.
[43]
Catecismo, p. 1756.
[44]
Juan Pablo II. Enc. Evangelium vitae,
1995, p. 73.
[45]
Santo Tomás. “Del gobierno de los príncipes”; Buenos Aires, Editorial Cultura,
1945, Volumen Primero, pg. 35.
[46] Palumbo, Carmelo. “Guía para un
estudio sistemático de la Doctrina Social de la Iglesia”; Buenos Aires, CIES,
2004, pg. 150.
[47]
Reglas para elegir entre los candidatos”. Aprobadas por la Asamblea de
Cardenales y Arzobispos de Francia, 1935: P. Lallement. “Principios de Acción
Cívica”; Buenos Aires, Ed. Santa Catalina, 1950, pgs. 218/221.
[48]
Reglas para elegir entre los candidatos”, op. cit.
[49]
Juan Pablo II. Enc. Sollicitudo rei socialis,
1987, p. 48.
[50] Sollicitudo rei socialis, p. 47.
[51] Pablo
VI, Carta apostólica Octogesima adveniens,
1971, p. 37.
[52]
Caponnetto, Antonio. “La perversión democrática”; Buenos Aires, Editorial
Santiago Apóstol, 2008, pg. 184: “Aunque nadie se atreva ya a decirlo, dentro y
fuera de la Iglesia, más allá o más acá de los lindes de Roma, la verdad es que
mientras rija el sistema del sufragio
universal –y muchísimo más mientras se lo consienta expresamente- no sólo no
existe la obligación moral de votar, sino que votar en tales condiciones es un
pecado…”.
[53]
Ayuso, Miguel. “La política, oficio del alma”; Buenos Aires, Nueva Hispanidad,
2007, pgs. 62 y 65.
[54]
“Cristianismo y política”, en Revista Internacional Communio, julio-agosto, 1995.