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viernes, 9 de octubre de 2009

APOSTILLAS ACERCA DE LA CONCORDIA



Por Mario Caponnetto

I.

El pasado 5 de octubre se realizó en Buenos Aires un acto de homenaje a las víctimas del terrorismo subversivo. O, dicho con mayor precisión, a los caídos bajo la acción criminal de la guerrilla marxista que asoló a la Argentina durante casi 30 años (desde 1959 con las primeras incursiones cubanas en el Noroeste hasta 1989 en el asalto al Cuartel de La Tablada).

A igual que en años anteriores, el acto adoptó como lema central el de la concordia; sólo que esta vez el énfasis fue notoriamente mayor. Así quedó reflejado no solamente en la profusa propaganda de los organizadores sino, sobre todo, en uno de los momentos más singulares y tocantes de ese acto que, de hecho, acaparó con exclusividad la atención y el comentario de toda la prensa dejando en el silencio otras cosas que también ocurrieron y se dijeron a lo largo del homenaje y que, tal vez, resultaron tan o más importantes.

Me refiero a la aparición, entre los oradores, de una joven, hija de montoneros desaparecidos, que en los breves minutos de exposición no hizo más que sumarse al clamor de concordia de los organizadores y del numeroso público que cubrió la tradicional Plaza San Martín.

Por informaciones fidedignas de personas que conocen los hechos de primera mano y directamente, he podido saber la historia de esta joven, Eva Donda. Así me enteré de que su familia es una de las tantas familias argentinas a las que la guerra afectó de modo directo con el triste añadido de que algunos de sus miembros estuvieron en un bando y otros en el contrario. Es decir, además del dolor y la muerte, la división familiar. El padre de Eva Donda se alistó en Montoneros y se casó con una también militante de aquella organización; antes de su desaparición, Donda dejó a su pequeña hija a cargo de su propia madre, esto es, la abuela paterna de la oradora, que, al no poder cuidar de la nieta, pues estaba gravemente enferma, la remitió, a su vez, al cuidado de otro hijo suyo (tío de Eva), casado, con cinco hijos, que es miembro de nuestra Marina de Guerra. Así, Eva fue recibida, como una hija más, en casa de su tío quien la educó y la crió. Este tío es, hoy, y desde hace siete años, uno más de los casi seiscientos presos políticos de la abominable tiranía kirchnerista. La historia no termina pues hay, todavía, un ingrediente más: el padre de Eva tuvo, con otra mujer, también montonera, otra hija, una media hermana de Eva, de quien no conozco detalles respecto de su destino y crianza: se trata de Victoria Donda, activista de HIJOS y diputada oficialista.

El breve relato que acabo de realizar basta para darse cuenta de que la joven Eva Donda es todo un símbolo del dolor, la muerte, el luto y la división que la guerra subversiva sembró en nuestra tierra. Si sus palabras fueron sinceras, y nada existe que pueda ponerlo en duda, estamos en presencia de un alma noble pues en vez de revolver el odio y el resentimiento pidió la concordia y extendió su mano, mano, dijo, que permanecerá extendida hasta que alguien quiera tomarla.

En lo que a mí respecta me apresuro a estrechar esa mano. También mi familia está entre las que aportaron su cuota de sangre en la guerra. Sólo que, gracias a Dios, no sufrió el desgarrante añadido de la división. Mi esposa perdió a su padre. Mis hijos se quedaron sin abuelo. Yo perdí a mi maestro y al padre que elegí y adopté. No voy a hacer el relato de los sufrimientos de mi familia. No es de buen gusto. Lo importante es preguntar por qué digo que tomo la mano extendida de Eva. Porque percibo en ella un corazón dispuesto a la concordia, como el mío que, también, por la gracia de Dios, lo está. Y la concordia, bueno es recordarlo, es la recíproca conveniencia de los corazones en lo mismo; la concordia supone, esencialmente, una disposición a la unión de un corazón con otro en cuanto las voluntades de corazones diversos convienen en lo mismo. Se trata, pues, de una disposición efectiva y afectiva que reside en el núcleo más íntimo de nuestra afectividad y que nos remite, primaria y originariamente, a una unión inmediata y personal con el otro.

II.

Dicho esto hay otras cosas, empero que deben ser dichas. De lo contrario, la invocación a la concordia carece no sólo de precisión sino se ve privada, además, de su significado más rico y propio. En efecto, tal como se dijo, la concordia es una primaria disposición de un corazón a convenir con otro corazón en algo mismo. Se trata, todavía, de algo relativo a las personas; es, si se quiere llamarla así, una concordia prepolítica. No es una simple emoción, sin embargo, ni puede reducirse a ella. En tanto disposición de la voluntad (pues aquí el término “corazón” ha de emplearse en el sentido de una moción voluntaria) constituye un requisito necesario pero no suficiente para consolidar, ya en un plano superior, la concordia política que es el fundamento de toda comunidad política civilizada.

Enseña Aristóteles en la Ética, que la concordia pertenece al género de la amistad pues, como comenta Santo Tomás, “corresponde a los amigos el que elijan las mismas cosas en lo que consiste la razón de concordia” (In Ethicorum IX, l 6, 1). ¿Y cuáles son esas mismas cosas que eligen los amigos en función, ahora, de la concordia política? La respuesta de Santo Tomás es muy clara: la concordia no implica la unidad de opiniones pues nada impide que los amigos opinen distinto sobre cuestiones diversas; no se trata, tampoco, de concordar sobre cualquier cosa sino sobre aquello que es provechoso a la Ciudad, es decir, lo que hace al bien de la Ciudad; y añade que la concordia se refiere a cosas grandes, no a nimiedades, y que versa sobre cuestiones tales que puedan convenir a uno y a otro de los que concuerdan o aún a todos, ya sean hombres o ciudadanos de una misma Ciudad (o. c., l 6, 4).

Así pues, la concordia funda la amistad política porque, como bien resalta el propio Santo Tomás, “hay amistad política en torno a lo que es provechoso, a lo que conviene a la vida humana, en torno a lo cual decimos que hay concordia (o. c., l 6, n. 7). Por eso, enseña el Santo Doctor en otro pasaje de su Comentario de la Ética aristotélica, se ha de procurar conservar más la amistad entre los ciudadanos que incluso la misma justicia (no hay la menor alusión a esto que se llama “justicia” hoy en Argentina; estoy citando a un clásico) la que, en ocasiones, ha de ser suspendida a fin de no provocar disensiones: “los legisladores desean sobre todo la concordia y ahuyentan las contiendas entre los ciudadanos, como enemigas de la salud de la Ciudad” (o. c. VIII, l. 1, n 5).

Una cosa más todavía. La concordia exige ser no sólo procurada sino, también, defendida. Un ánimo de concordia no significa tolerar la existencia de quienes conspiran contra ella. Tal tolerancia es un mal enorme y un cerrase el camino a la misma concordia que se busca. Por el contrario, la búsqueda auténtica de la concordia supone el grave deber de procurar el apartamiento de la Ciudad de los perturbadores y enemigos de la amistad política; de esos que, hoy, en nuestra patria, responden a nombres propios y precisos: los cónyuges gobernantes, las gavillas erpianas y montoneras metidas en los entresijos del poder, los defensores de los derechos humanos, los funcionarios corruptos, los jueces prevaricadores, los legisladores venales, los intelectuales de alquiler, los ideólogos destructores de las almas, los educadores que mancillan la inocencia de nuestros niños, los desertores de todas las defensas, y un largo etcétera.

Vuelvo a santo Tomás: “La vida de algunos hombres pestíferos impide el bien común que es la concordia de la sociedad humana. Por tanto, esta clase de hombres han de ser apartados de la sociedad de los hombres” (Summa Contra Gentiles, III, c. 146, 4).

Es interesante, y oportuno, meditar sobre lo que pensaba el más grande Doctor de la Cristiandad de todos los tiempos en tan delicada materia.

Con paz en mi corazón vuelvo a estrechar la mano de Eva y de todos cuantos como ella aspiran con sinceridad a la concordia, en la medida en que ello contribuya a avanzar juntos hacia la concordia política que es el cimiento de la República.

Y que este reclamo de concordia no se confunda con súplica alguna a nadie, ni olvidos indebidos, ni menos como una suerte de “derecho a peticionar ante las autoridades” en momentos en que el Estado ha sido sustituido por una banda de delincuentes.

La concordia no se suplica ni se mendiga. Se construye entre los hombres de buena voluntad. Con la ayuda de Dios.

A Él sí, y sólo a Él, nos dirigimos suplicantes.

Buenos Aires, 8 de octubre de 2009

Festividad de Santa Brígida

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