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lunes, 23 de noviembre de 2009

LOS PRESOS POLITICOS EN LA ARGENTINA: IRREGULARIDADES EN LOS JUICIOS





por Gerardo Palacios Hardy


Así como el hombre perfecto es el mejor de los animales,
apartado de la ley y de la justicia es el peor de todos.
Aristóteles, Política, I, 2



1. La Argentina y la guerra revolucionaria.
Haciendo a un lado tanto eufemismos cuanto hipocresías, como también subjetivismos e ideologías, es decir, con sustento nada más que en la rotundez de los hechos, es de toda evidencia que en la Argentina, a partir de la década del ’60 (y con mayor virulencia durante la del ’70), grupos o bandas entrenadas y armadas en países extranjeros (Cuba, entre ellos), lanzaron una ofensiva de violencia creciente y sostenida contra personas e instituciones privadas y estatales.



Dichas bandas pretendieron justificar sus acciones argumentando que se sublevaban contra estructuras culturales, políticas, sociales y económicas radicalmente injustas, pero, al mismo tiempo, violentas y poderosas. Por lo tanto – sostenían - no había otro medio para destruirlas que la guerra revolucionaria. Así, sus robos a bancos y empresas eran llamados “expropiaciones”, sus secuestros eran “detenciones en cárceles populares”, sus asesinatos “ajusticiamientos” o “ejecuciones”[1].



Ello no obstante, esos grupos jamás ocultaron que su objetivo final no era tan sólo la demolición de esas estructuras, sino la imposición a la comunidad política de un Estado socialista o (más directamente) comunista, ya en su variante marxista-leninista, ya en su variante trotzkista. La Argentina, igual que otros países, se vio de esa manera involucrada en una situación de guerra revolucionaria, es decir una de las tantas formas que asumía en el mundo de ese entonces un extendido conflicto político-ideológico y también militar, que muchos confundían o insertaban sin mayores precisiones en el llamado estado de “guerra fría” que disputaban las grandes potencias.



Siendo esto por demás obvio, porque como dije hasta los mismos integrantes de las organizaciones guerrilleras lo reconocían, el Estado argentino reaccionó. A título personal creo que, dicho de modo general, lo hizo bastante mal, entre otros motivos porque gran parte de la dirigencia nunca llegó a comprender cabalmente qué clase de guerra se estaba librando.



Esto se vio con claridad a partir de mayo de 1973, cuando apenas instalado el gobierno constitucional que había sucedido al régimen militar establecido cinco años antes, los flamantes diputados y senadores, casi por unanimidad, amnistiaron sin condiciones a los guerrilleros presos (entre ellos la mayor parte de los jefes) y dispusieron la eliminación de la Cámara Federal en lo Penal creada en 1971, en lo que había sido el intento tal vez más acertado de terminar legalmente en todo el país con las bandas armadas. La noche del 25 de mayo de 1973, mientras las más altas autoridades del nuevo gobierno celebraban su asunción en los salones del Consejo Deliberante, turbas organizadas y armadas, a cuyo frente iban legisladores y funcionarios de ese mismo gobierno, tomaron las cárceles de varias ciudades y pusieron en libertad a los guerrilleros presos y condenados por crímenes aberrantes. Poco tiempo después, ante el hecho evidente de que el llamado “gobierno popular” no tenía la menor intención de fundar un Estado socialista, aquellos volvieron a los robos, los secuestros y los asesinatos.



Sin embargo, no se vio entonces (ni después) en los responsables de estos hechos, el más mínimo gesto de arrepentimiento, ni siquiera de reconocimiento del error funesto que se había cometido. Y esto no fue olvidado por quienes habrían de venir después. La clase de los políticos en particular, en una actitud reiterada en nuestros días, eligió hacerse la distraída y, en los hechos, puso en evidencia su incapacidad para cerrar la caja de Pandora que había abierto con frivolidad, cuando no con malicia. La tragedia argentina se acentuó entonces, y el país fue entregado a la violencia de una guerra civil larvada, a veces ostensible, a veces subterránea, en la que, como en todas las guerras, hubo tanto hechos sórdidos cuanto de auténtico heroísmo.



2. Primera judicialización de la guerra interna.

Tras el final traumático del régimen militar que había gobernado la Argentina entre 1976 y 1983, el ciclo constitucional reinaugurado con la presidencia de Raúl Alfonsín trajo como hecho novedoso una marcada ideologización en el análisis y tratamiento de las políticas de Estado, tales como las relaciones exteriores, la defensa, la educación, la cultura y el orden familiar. Pero donde esa ideologización se dio con particular encono fue en el modo de encarar las secuelas de aquella guerra interna, imponiéndose desde el Estado una lectura asimétrica, intencionada y, por esas mismas razones, completamente falsa, que hizo aparecer a las fuerzas armadas y de seguridad como ejecutoras de un programa de exterminio (se lo llegó a llamar – y así se lo sigue llamando – genocidio, con lo que la falsificación histórica se extendió al lenguaje), cuyas víctimas habían sido miles de jóvenes que nada más se habían atrevido a soñar un país diferente.



Aquello estuvo lejos de ser un mero debate histórico-político, ya que fue mudado y transplantado al ámbito más inapropiado, los tribunales de justicia, ante los cuales comenzaron a ser citados militares de distinta graduación, imputados de toda clase de crímenes. La reacción que esto produjo y la perspicacia de unos pocos, que les hizo advertir que se estaba reabriendo la caja de Pandora, hicieron que el Congreso sancionara las leyes 23.492 y 23.521, instituyendo una amplia amnistía, para cerrar heridas que al país no le convenía que siguieran sangrando. Sin embargo, la hipocresía que ha venido signando todo este proceso, la falsificación que se pretendía del pasado reciente, el vicio de no llamar a las cosas por su nombre, hicieron que a estas leyes se las bautizara como de “punto final” y de “obediencia debida”, escamoteándose de ese modo su real significado.



La caja de Pandora no había quedado bien cerrada pero, pese a ello, los años siguientes, aún en medio de abundantes contradicciones, hicieron parecer que la Argentina estaba clausurando ese terrible período de su historia, como lo habían hecho otros muchos países después de haber vivido situaciones similares o aún peores. El indulto a los máximos jefes militares del llamado Proceso de Reorganización Nacional, en 1989, hizo creer, en efecto, que el pasado quedaba sellado, para que sirviera como experiencia para los dirigentes y como tarea para historiadores honestos.



3. Segunda judicialización y aberraciones jurídicas.



Pero, parafraseando el título de un libro célebre, la paz no fue posible. Más de quince años después de su sanción, las leyes de amnistía fueron declaradas insanablemente nulas por el Congreso, a instancias de un gobierno que ha construido su poder avivando la discordia y fomentando la venganza. Como bien ha escrito uno de los directivos de nuestra Asociación, Oscar Vigliani, esta nulificación fue una “sonora cachetada a la seguridad jurídica, impropia de un país civilizado, pues el Congreso no puede anular, es decir, privar de todo efecto a una ley; sólo puede derogarla hacia el futuro, sin afectar derechos adquiridos...”.



Esta monstruosidad jurídica fue sin embargo convalidada por la Corte Suprema, integrada con parientes ideológicos del gobierno, la cual, a través de fallos esperpénticos, ha violado o directamente desconocido los principios de non bis in idem, de legalidad o de reserva, de cosa juzgada, de igualdad ante la ley y de congruencia. Pero además quedaron habilitados nuevamente los tribunales para intervenir en hechos que claramente no son de su incumbencia, donde, como bien ha dicho el Instituto de Filosofía Práctica, “asistimos a juicios públicos conducidos por jueces prevaricadores, que convierten sus juzgados en remedos de tribunales revolucionarios, donde una plebe debidamente organizada grita sus consignas ideológicas e insulta y amenaza a acusados y testigos de la defensa”. Jueces que, para mayor escarnio de su investidura, han confundido la imprescriptibilidad de los delitos con la aplicación de la ley procesal y olvidado que la presunción de inocencia y el tipo penal son dos conquistas del derecho penal.



No me corresponde a mi hacer la crítica de estas aberraciones jurídicas, en base a las cuales se ha encarcelado ya a alrededor de 600 ex integrantes de las fuerzas armadas y de seguridad, mientras se espera hacerlo con muchos más. Lo hará mi colega, consocio y amigo, Ricardo Saint-Jean, quien mostrará que se trata de presos políticos, puesto que sus procesos son simulacros y el derecho que se les aplica el disfraz de una ideología en plan de revancha.



Quiero decir simplemente que a partir de un núcleo inicial por cierto pequeño, pero que con mucha rapidez creció en cantidad y calidad, un grupo de abogados advirtió que aquí se trataba de algo mucho más grave que la culpabilidad o inocencia de aquellos hombres. Lo que se había puesto en riesgo era incluso más que el derecho; era su mismo ideal, su fin propio, esto es, la justicia. Al ponerse de un lado al gobierno y al Estado, y del otro al derecho y la justicia, la nación misma estaba otra vez en peligro. Estos abogados recordamos entonces las palabras de un gran jurista español: “Planteado un antagonismo entre el Estado y el derecho, al lado y en defensa de éste debemos militar cuantos le reverenciamos como ideal, le practicamos como ministerio elevadísimo y le tomamos como inspirador, luminar y bandera, persuadidos de que sin su amparo la sociedad retrocedería a la barbarie y el alma se hundiría envilecida”[2].



4. Justicia y Concordia. La paz social.



Con esa convicción y ese espíritu, el último 12 de agosto más de 200 abogados, reunidos en asamblea casi espontánea, fundamos la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia. Y en el manifiesto que aprobamos entonces dijimos que estamos, como el Quijote, prestos a entrar en fiera y desigual batalla. Pues bien, ¿qué combate es ese? ¿qué nos proponemos? ¿qué requiere la Patria de nosotros en este tiempo de sombras?



Nosotros tenemos la certeza de que no hay bien más precioso para la comunidad política que la paz social. San Agustín dice que la paz es un bien tan noble, que aún entre las cosas mortales y terrenas no hay nada más grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en excelencia[3]. Y en efecto es así, y por eso las apelaciones a la paz son constantes y ardorosas.



Pero por eso mismo existe el riesgo de que termine por convertirse en un lugar común, ya que muy a menudo no se va más allá del vocablo – paz – y, de tanto citar el objetivo, se olvida en qué consiste, se desconocen sus requisitos, se ignoran sus condiciones. No es extraño pues que cuanto más se proclama la paz, menos se la practique; como suele suceder también con el muy mentado diálogo[4].



¿Qué se necesita, entonces, para que un común propósito de paz tenga consistencia? Pues bien, para novedades los clásicos; ellos demostraron que la justicia y la concordia son las condiciones sin las cuales no puede haber verdadera paz.



5. La paz social y la justicia.



La paz social se funda en la justicia. La paz social resulta siempre de un determinado orden en la sociedad, pero de un orden resultante de la justicia. Si ese orden no está sustentado en la justicia, no habrá paz, aún cuando la fuerza del Estado logre mantener el orden público o la seguridad.



Una situación de injusticia hará que los hombres no vivan en tranquilidad, sino en constante desasosiego. Sus actividades y las relaciones entre ellos no serán normales, sino que existirá una tensión creciente. Sin justicia no hay orden posible. Como bien escribe Félix Lamas: “La justicia, [...] se constituye en el principio formal del orden social en su totalidad, tanto en sus dimensiones económicas como políticas. El orden social verdadero o recto, pues, es un orden de justicia, constituido materialmente por una innumerable cantidad de relaciones diversas, fundadas en títulos distintos, pero integradas armoniosamente entre sí”[5].



Aplicado todo esto a cuanto venimos diciendo, alguno podría argüir que la justicia exige, entre otras cosas, que los delitos sean castigados, y que de eso se trata precisamente con estos hombres, a los que se les imputan crímenes horrendos. Pero aún sin entrar a considerar cada caso individual (lo que sería muy necesario, porque debemos recordar que en el proceso penal se juzga a personas, no a sistemas o instituciones), basta para contestar la objeción con mencionar la clásica definición de justicia, ajustada por Santo Tomás: hábito por el cual con perpetua y constante voluntad es dado a cada uno su derecho[6]. Con lo que se advierte de inmediato que a los presos políticos no se les da su derecho, por lo menos de dos modos: en primer lugar, por la violación y desconocimiento de los principios que informan ese derecho; y en segundo, porque en la mejor de las hipótesis (que no se da) el supuesto derecho se les aplica solamente en perjuicio de ellos, quedando a salvo aquellos que causaron estragos robando y matando en la guerra que ambos libraron.



Así pues, la justicia y el derecho se aplican a todos o no se aplica a ninguno. Como bien ha dicho Luis María Bandieri, “...en situaciones de guerra civil, sólo las falacias de la propaganda pueden presentar a un bando como representante del bien y la inocencia y otorgarle al contrario el monopolio de la malignidad y la crueldad. Ya hemos visto cómo, a través de la expresión ‘terrorismo de Estado’, queda en el campo un solo bando concentrador de la culpa, el bando demoníaco de los malvados”. Y más adelante agrega: “Se perpetúa así el karma de la mutua destrucción, ahora alegremente ante los tribunales, jueces de mente rebañega y sentencias armadas a fuerza de cortar y pegar, aplaudidos por el lobby de las únicas víctimas con status de tales (Madres, Abuelas, HIJOS), que han trasladado a designio la cuestión al plano moral y monopolizan la conciencia ética de la sociedad”[7].



6. La paz social y la concordia.



En la Argentina no hay justicia (muchos otros ejemplos podrían darse para probar este aserto), por lo que tampoco hay orden ni puede haber paz social. Esto se ha vuelto evidente para cualquiera que, aún sin ser abogado, tiene la mente un poco alerta. Pero aún cuando se restableciese la justicia, todavía con ello no bastaría, porque si bien la justicia es la condición de la paz, ésta no se alcanzaría si en la ciudad imperase la discordia.



En efecto, los intereses individuales suelen entrecruzarse y a veces chocan entre sí. Para evitar el conflicto y la lucha de todos contra todos, están la ley, el derecho, la justicia. Pero con eso sólo no alcanza, no basta para asegurar el orden. Es preciso buscar coincidencias, la unión de todos en pos de objetivos comunes. Caso contrario la ley, la justicia, se convierten en pura fuerza coactiva.



El hombre, ser social por naturaleza, sale de sí mismo para ponerse en contacto con los demás. Pero, ¿cómo ha de hacerlo? ¿Acaso imponiendo su voluntad, sus principios? A eso tiende por cierto el hombre moderno, que impregnado de individualismo y subjetivismo y adornado con una libertad cuya única medida es la propia libertad, se ha convertido en un ser aislado en medio de una sociedad egoísta.



San Agustín enseña que la sociedad ha de ser una multitud de hombres unidos por estar de acuerdo acerca de las cosas que aman. Pero lo primero que se debe amar es al otro. Eso implica saber renunciar a lo propio, suprimir el odio y la enemistad, evitar la generación de tensiones, abstenerse de proferir ofensas. Así se obtiene la concordia, para la cual es preciso reconocer en el otro la dignidad propia de su condición humana.



La mejor escuela del amor desinteresado es la familia. Por eso cuando aparece un hombre, como sucede entre nosotros, que propaga por cuanto medio existe que odia a esta o aquella clase de hombres, y éstos son además sus compatriotas, tenemos allí al enemigo real de una comunidad. Por eso, nada más que por eso, ese hombre debiera ser apartado, discriminado, como se hace con quien porta un virus mortal. Pero si en lugar de ello se lo protege, incluso se lo estimula y se ponen a su disposición abundantes medios de difusión, mientras que con leyes inicuas se arrincona o destruye a las familias, entonces tenemos una sociedad que marcha empecinada hacia su ruina.



Con razón pues escribe Lamas: “La paz social se funda en la justicia y consiste en una cierta concordia ordenada; implica una aceptación voluntaria (y consiguientemente, racional), de parte de los miembros del Estado, de algunos principios en función de los cuales la comunidad política puede encontrar la clave de su organización. Principios que regulan la transmisión y los límites del poder, establecen las competencias de cada uno dentro del contexto social y político y que constituyen a la vez la norma suprema y la máxima orientación de la vida colectiva”[8].



En la Argentina de nuestros días, exasperada por la siembra de enemistad y rencor entre hermanos que se hace desde los más altos niveles de poder, la concordia política es mucho más que una aspiración: es una necesidad.



Lejos de nosotros que esto se interprete como la pretensión de imponer un pensamiento único o de prohibir el disenso. Esto es precisamente lo que caracteriza a los tiranos, muchos de cuyos vicios exhiben sin pudor los mandones de turno. Por el contrario, como enseña Santo Tomás (siguiendo a Aristóteles): “la amistad no comporta concordancia de opiniones, sino en los bienes útiles para la vida, sobre todo en los más importantes, ya que disentir en cosas pequeñas es como si no se disintiera. [...] la discusión en las cosas pequeñas y en opiniones se opone, ciertamente, a la paz perfecta, que supone la verdad plenamente conocida y satisfecho todo deseo; pero no se opone a la paz imperfecta, que es el lote en esta vida”[9].



Por eso la concordia debe ser para nosotros “la unión de nuestras voluntades”[10] respecto de bienes e intereses comunes. Y aunque pueda haber concordia y no paz genuina, como sucede en una banda de ladrones, no puede haber paz si no hay concordia. La concordia política es un elemento integrante de la paz. Si la Argentina, pues, no restablece la amistad política entre sus hijos, no tendrá paz.



Tiene razón pues Luis María Bandieri cuando escribe: “Hay que volver al plano propiamente político la cuestión del terrorismo/contraterrorismo del pasado, para no resultar sorprendidos a contrapié por la cuestión del terrorismo/contraterrorismo del presente. En el plano político, el recurso a echar mano, una vez que los juzgamientos en paridad de condiciones de terroristas y contraterroristas han perdido oportunidad y sazón, es y ha sido desde miles de años atrás la fuerza del olvido: la amnistía. Ella ha sido demonizada desde el poder y cancelada por los tribunales mediante una torsión argumental donde han debido incluso dar una vuelta de campana a sus anteriores criterios algunos notorios magistrados –como en la resolución de la Corte Suprema en el caso “Simón”-. A partir de la amnistía, será posible reconstruir la concordia política y desterrar la continuación de la guerra civil revolucionaria de los ‘70 por medio de la agencia judicial, que presenciamos. Ello permitiría enfrentar los gravísimos retos de las guerras del siglo XXI sin el lastre de los enfrentamientos pasados y prevenir las nuevas formas de terrorismo y de Terror legal subrepticio fuera del círculo vicioso de las venganzas circulares y recíprocas a que conduce la actual ideología judicial. [...]”[11].





7. Necesidad de líderes virtuosos.



Restablecer la justicia y la concordia entre nosotros no es pues tarea de los tribunales, sino de líderes, de dirigentes auténticos, de verdaderos jefes, aquellos que, en el decir de Thibon, “no son unos equilibristas cuyo papel se limita a contener el desorden, sino ‘armonizadores’ que aseguran la concordia, es decir, que actúan sobre las fuerzas sociales como un buen afinador sobre las cuerdas o las teclas de un instrumento de música ajustándolas de tal manera que cada una dé la nota hasta en el desarrollo de la melodía”[12].



Dirigentes de ese calibre deben estar formados en las virtudes, especialmente en las cuatro cardinales: justicia, fortaleza, prudencia y templanza. De ellas, es sabido que la prudencia es la virtud arquitectónica de la política y la que el buen hombre de gobierno debiera lucir por antonomasia. No voy a discutirlo, porque pienso igual, pero puesto a mirar los males de nuestra Patria, tengo para mi que el vicio tal vez más notorio es la cobardía, la falta de coraje – en especial entre los varones - para hacer frente a esos males y a quienes los promueven con grosera impunidad. Por eso es posible que necesitemos líderes impregnados sobre todo de la virtud de fortaleza.



Tomás de Aquino enseña que el temor o cobardía hace que la voluntad rehuya lo que, según la razón, no se debería rehuir; y revela además lo que en verdad se ama, ya que todo temor se basa en el amor, puesto que sólo se teme lo contrario de lo que se ama[13]. Así, el dirigente cobarde rehuye lo difícil, rehuye combatir los vicios y maldades cuando están muy extendidos, porque teme la burla, el desprecio, el pasar por estar fuera de moda o del tiempo, la pérdida de la estima general, la figuración.



La virtud de la fortaleza viene en nuestro auxilio para ocuparse “principalmente de ese temor de las cosas difíciles, que pueden impedir que la voluntad obedezca a la razón”. Aunque también se ocupa de moderar la audacia, “cuando es conveniente destruir ciertos peligros para quedar seguros”[14]. La fortaleza nos equipa de dos maneras, esto es tanto para atacar cuanto para resistir, pero de estos dos actos, el segundo - la resistencia - es más difícil.



Santo Tomás explica que, en efecto, resistir, esto es, permanecer inmóvil ante el peligro, es más difícil que atacar. “Por tres razones: Primera, porque el resistir parece decir relación a otro más fuerte que acomete, mientras que el que ataca acomete como más fuerte, siendo más difícil luchar contra uno más fuerte que contra uno más débil. Segunda, porque el que resiste tiene ya sobre sí el peligro amenazándole, mientras que el que ataca lo ve como futuro, siendo más difícil no conmoverse ante el mal presente que ante el mal futuro. Tercera, porque el resistir implica mucho tiempo, mientras el ataque puede ser repentino, y es más difícil permanecer firme mucho tiempo que dejarse llevar por un impulso repentino para realizar una empresa ardua”[15]. Por lo cual las virtudes anejas o que acompañan a la fortaleza cuando de resistir se trata, son la paciencia y la perseverancia.



Líderes cultos, líderes virtuosos, líderes fuertes, líderes íntegros. No los tenemos y, sin embargo, los necesitamos con urgencia dramática. ¿Dónde encontrarlos? ¿cómo lograrlos? ¿habrá que trabajar sobre los individuos o sobre la sociedad? Nosotros sabemos que lo social no es la suma de lo individual y, por otra parte, ¿cómo lograr dirigentes de ese calibre en una sociedad descristianizada, secularizada, adormecida, superficial y poco valerosa? Si la sociedad no genera los líderes que necesita, ¿seguirá la sociedad culpando a los dirigentes? ¿no tendrá que hacer ella un profundo examen de conciencia?

8. Coda.

Estamos a las puertas del año 2010 y me pregunto si he hecho bien en hablar así de frente al inminente bicentenario de la Revolución de Mayo. Pero no puedo evitarlo. Creo interpretar fielmente a todos cuantos hemos fundado la Asociación Justicia y Concordia diciendo que no nos gusta la Argentina, nos duele la Argentina, pero por eso mismo nos damos cuenta de que la queremos. Si no la quisiéramos nos sería indiferente, no daríamos discursos, tal vez nos habríamos ido hace ya tiempo. No podemos resignarnos a vivir bajo liderazgos asentados en la vejación de la religión, de las sanas costumbres y de las instituciones, y que siembran rencor y deseos de venganza, al par que fomentan la discordia entre hermanos. No queremos aceptar que invoquen la democracia para violar los principios más elementales del orden jurídico, echar diputados electos, otorgar la suma del poder, intimidar a los jueces, destruir el federalismo, sobornar gobernadores y legisladores y ejecutar el presupuesto sin control alguno. No hay por qué soportar la extorsión, el patoterismo, la acción directa en las calles, el desorden convertido en rutina. Subleva la conciencia que hablen de ‘golpismo’ aquellos que han violentado de esta manera las instituciones.



Por todo eso hemos iniciado esta fiera y desigual batalla.



[1] La ofensiva fue también cultural, en el sentido más amplio de la expresión, lo que constituye un elemento básico de la guerra revolucionaria. Deliberadamente dejo de lado ese aspecto en esta ocasión, nada más que por razones de método.

[2] Son palabras de D. Ángel Osorio y Gallardo al inaugurar el curso de la Academia de Jurisprudencia de Madrid el 12 de noviembre de 1928, citadas por Ramiro de Maeztu, El Derecho, en Frente a la República, Madrid, Rialp, 1956, pág. 151.

[3] San Agustín, La ciudad de Dios, L. XIX, Cap. XI.

[4] Esto parece haber sido advertido por uno de nuestros políticos, Rodolfo Terragno, quien hace pocos días, a propósito de una nota periodística sobre la necesidad de un acuerdo nacional, señaló con acierto que para que tal cosa sea posible no sólo hay que coincidir en el qué sino también en el cómo: “si sólo nos centramos en los grandes títulos –federalismo, educación, combate a la pobreza, modelo productivo- dijo Terragno, “podremos firmar un acuerdo fácil pero poco consistente” (La Nación, Supl. Enfoques, 13/9/2009, pág. 3). Nosotros agregamos la paz social a esos grandes títulos, sin la cual ninguno de los demás sería factible.

[5] Félix Lamas, Ensayo sobre el orden social, Buenos Aires, Instituto de Estudios Filosóficos Santo Tomás de Aquino, 1985, pág. 209.

[6] Suma Teológica, 2ª-2ª, q. 58, a. 1.

[7] Luis María Bandieri, Juicio al juicio absoluto (a propósito de “Juicio al mal absoluto” de Carlos Nino) y Memorias de un conde ruso o apuntes sobre el “terror legal”. Ambos trabajos, de imperdible lectura, pueden encontrarse en www.elpartedeltorrero.blogspot.com

[8] Félix Lamas, op.cit., ed.cit., págs. 39/40.

[9] Suma Teológica, 2ª-2ª, q. 29, a. 3.

[10] Suma Teológica, 2ª-2ª, q. 29, a. 1.

[11] Luis María Bandieri, op.cit., esp. Memorias de un conde ruso etc., loc.cit.

[12] Gustave Thibon, El equilibrio y la armonía, Madrid, Rialp, 1981, pág. 120.

[13] Suma Teológica, 2ª-2ª, q. 125, a. 2 y 3.

[14] Suma Teológica, 2ª-2ª, q. 123, a. 3.

[15] Suma Teológica, 2ª-2ª, q. 123, a. 6.

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