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viernes, 12 de febrero de 2010

VISION MILITAR ACERCA DE LA MISION DEL CAPELLAN DE LAS FUERZAS ARMADAS


En la foto: El general Félix Sanz expuso una ponencia en la Conferencia Internacional de Jefes de Capellanes Militares desarrollada en España sobre “La misión del capellán en las Fuerzas Armadas. La visión del militar”


Por SIC el 11 de Febrero de 2010


Ofrecemos la ponencia que impartió el pasado día 3 de febrero, General D. Félix Sanz Roldán, Director del CNI, en la XXI CONFERENCIA INTERNACIONAL DE JEFES DE CAPELLANES MILITARES. “El Hecho Religioso en las Fuerzas Armadas: Libertad y Diversidad”, que ha tenido lugar del 1 al 5 de febrero en Madrid en la sede del Centros Superior de Estudios de la Defensa Nacional (CESEDEN), y en el que participaron jefes capellanes castrenses de todo el mundo y de diversas religiones.

Permítanme, en primer lugar, dirigir a todos ustedes unas palabras de saludo, saludo que deseo de forma especial a quienes han venido de tierras lejanas. Podría decir que de cuanto más lejos vienen ustedes, mayor es mi agradecimiento. Mi agradecimiento también a quienes han organizado este evento del que me honro con haber tenido algo que ver en su génesis.

Ya adelanto que para todos los militares, no existe otra denominación para los capellanes que la de páter. Cuando el páter Pablo Panadero volvió de Dinamarca, hace unos años, de una reunión como ésta y me pidió permiso para celebrar una igual y en Madrid, me pareció una idea magnífica. Todo lo que sea cuidar la espiritualidad de los Ejércitos me parece una buena idea. Le prometí mi apoyo. Después, las vicisitudes de mi carrera militar me llevaron a otros destinos. Él siguió con otros capellanes españoles y, sin duda, con el señor Arzobispo Castrense dirigiendo el desarrollo de esta idea y hoy aquí se ha hecho realidad. Pero en la nota de despacho que me presentó para celebrar este seminario, para celebrar este encuentro, él me ponía que, además de aceptar la idea debería aceptar hablar con ustedes durante una hora. Dije que sí, y quién me iba a decir que, a pesar de haber dejado mi empleo y destino como Jefe de Estado Mayor de la Defensa y haber pasado a otras funciones un poco comprometidas, esta tarde me iba a encontrar con ustedes como trazamos en aquella fecha ya algo lejana.

Quiero saludar también a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que aquí hay, a quien Dios, cualquiera que sea su advocación, ha llamado a su servicio. Especialmente, porque en este caso su servicio es servir a los hombres y hacerlo a través de una Institución centenaria como son las Fuerzas Armadas, donde se cultiva la espiritualidad y donde se necesita, más que en ningún otro sitio y, desde luego no menos que en ninguno, alimentar el espíritu.

Quiero dar las gracias también a este Centro Superior de Estudios de Defensa Nacional, siempre dispuesto, siempre generoso, que nos acoge esta tarde en una reunión, sin duda, muy singular. Quizá, tampoco el General director de la Escuela Superior de las Fuerzas Armadas, pensaba que alguna vez en su carrera iba a tener una reunión de este estilo en un centro de su mando.

Mis saludos respetuosos a todos y también mi agradecimiento por lo que supone este acto de ayuda a los soldados, a entender su espiritualidad y a entender la espiritualidad de quienes cuidan de ellos. Porque ya les anticipo que para muchos militares el capellán es la persona que cuida del soldado en aspectos muy singulares, de los que nadie cuida, sino él.

Estoy seguro que todos ustedes saldrán fortalecidos de esta reunión y con más munición, perdónenme que use el término militar puesto que de una reunión de capellanes se trata, con más munición para enfrentarse a su dificil tarea. Su tarea, como he dicho anteriormente, es dar alimento espiritual a nuestros soldados, entendiendo por soldados a todos los que sirven en las Fuerzas Armadas con independencia de si son soldados rasos o son generales.

Se me pide hablar de la visión de un militar sobre el capellán. Yo sé que a las cinco de la tarde y después de un buen almuerzo esto no será nada fácil ni para mí ni para el auditorio. Pero en fin, haré un esfuerzo y ¡ojalá! al auditorio no les atenace el sueño de la siesta, especialmente porque como ustedes saben es el lugar común que siempre se cuenta sobre España. Les pido a ustedes que si duermen lo hagan con los ojos abiertos. Yo aprendí a hacer esto en la Escuela de Defensa de la OTAN, en Roma. Dormía con los ojos abiertos exactamente igual que con los ojos cerrados y les recuerdo la Parábola de las Vírgenes. Las vírgenes necias, recordarán ustedes, son las que se durmieron.

Deseo mostrarles también mi experiencia personal. No es otra cosa. Aquí traigo mi experiencia personal, rica por el tiempo que he servido en las Fuerzas Armadas. No sé cómo ca1ificarla, ustedes la calificarán después a la luz de mi pequeño parlamento, pero es cierto que he servido durante 48 años en las Fuerzas Armadas, y he contemplado a los capellanes, y he estado con los capellanes desde mi empleo de teniente hasta mi empleo de general. Y voy a compartir con ustedes mi pequeña historia de relación con los capellanes, casi como si fuera una película, diciéndoles los diversos empleos, señalándoles lo que para mí supuso el capellán en cada destino, y pretendiendo que esta descripción sea una síntesis de lo que verdaderamente creemos que es el capellán en los ejércitos.

Debo decir, para empezar, y para que encuadren ustedes mi persona, que yo nací en un pueblo muy pequeño a 100 kilómetros de Madrid, donde había un seminario menor, el seminario menor Santiago Apóstol, de la diócesis de Cuenca. Eran años duros, era un pueblo pequeño, todos éramos pobres, y el seminario para muchos en aquel momento era el mejor lugar para recibir educación. Mi padre también lo entendió así, pero no mi madre; mi madre, por alguna razón que nunca he sabido, siempre le atrajo lo militar, y recuerdo que en las conversaciones en casa en las que se discutía si yo quería o debía ser ‘curilla’ -que es como se les llamaba entonces a los seminaristas-o ir a la academia de cadete, mi madre siempre me recordaba la Parábola del Centurión. y me decía que ser militar también podía tener, dentro del ejercicio de la profesión, los mismos valores que podía tener ser sacerdote.

Esto que les cuento a ustedes, que lo he contado muy poco, es verdad; es decir, la enseñanza en valores mi madre la interpretaba exactamente de la misma índole yendo a un seminario que yendo a una academia militar y me ponía como ejemplo lo que San Mateo había dicho ya en su evangelio.

Es cierto que ambos me enseñaron los valores de la fe, y es quizá por eso por lo que una de las impresiones primeras que recibí de los capellanes militares fue ya en la academia militar, el oír en el evangelio de un domingo la Parábola del Centurión, parábola que después, efectivamente, ha estado tan presente en mi vida de militar. Lo he dicho muchas veces. Y he descubierto pues que no sólo ha influido en mí, sino en muchos otros. Permítamne la referencia a un compañero, teniente general del Ejército de Tierra, que escribió hace muy poco un libro, creo yo que magnífico, sobre la vida de Judas y, en ese libro, él, que juega con la realidad de Judea de aquel momento, pone nombre al centurión, y le pone también nombre a la unidad que manda, y le pone nombre al soldado que estaba enfermo y por el que pide a Jesús el centurión.

El teniente general Álvarez del Manzano y su cita al centurión me hace pensar que somos muchos los militares que unimos y que entroncamos de forma íntima nuestra profesión con la profesión de ustedes. Del mismo modo, y he caído en la cuenta leyendo esta mañana la homilía que dirigió don Juan en Las Palmas de Gran Canaria cuando murió -iba a decir el último, pero desgraciadamente no es el último de nuestros hombres en Afganistán-y él recordaba también a otro centurión que, allí al pie de la Cruz, cuando Jesús muere, dice: ‘verdaderamente éste era Hijo de Dios”.

Por tanto esas palabras, que unen la profesión militar con la religión, con lo más profundo de nuestros Evangelios, me han acompañado y creo que a muchos de nosotros.

Bien, parece que desde el inicio del cristianismo los militares ocupan un lugar en el Evangelio, y que Jesús mismo les honra dándoles la virtud de creer y de servir creyendo. Hoy llegan también las palabras del centurión, todos los días en la Santa Misa a millones y millones de personas. ¿Por qué? Ustedes lo sabrán mejor que yo, pero en muchas ocasiones yo también he pensado por qué al establecerse la Eucaristía se pensó en que en el momento culminante del sacrificio, se recogiesen las palabras de un militar: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”.

Todas estas cosas son las que merecen reflexión, estando aquí entre un grupo tan selecto de capellanes como son todos ustedes. Reflexión, porque antes de hablar del capellán es necesario hablar de la espiritualidad de nuestra profesión. No de los militares españoles, sino de los militares en general. En el caso de España, queda esta espiritualidad patente entre otras muchas cosas. Les diré que el acto, posiblemente el más importante para un militar español, es su jura a la bandera, momento en el que culminado su adiestramiento básico se va a convertir en soldado de España, y se va a comprometer a través de un juramento a ser buen soldado. Y en ese juramento, durante muchos años -cuando yo era cadete, desde luego-el oficial que mandaba la formación le preguntaba a los reclutas: “Juráis por Dios y prometéis a España”. Pero lo más curioso es que, al finalizar el momento de la jura, el capellán de la unidad tomaba la voz, tomaba la palabra ante todos los oficiales del regimiento y decía: “Por la obligación de mi sagrado ministerio, pido a Dios que os ayude si cumplis lo que juráis y si no, que os lo demande”.

Éste es el acto más importante que teníamos, que tenemos, los militares en nuestra carrera. Aparecía cargado con una carga importantísima de espiritualidad que además, por la emoción y por la emotividad del momento se sentía más fuerte, que era la presencia y el compromiso, no sólo con lo terrenal, sino también el compromiso con algo más trascendente.

Siguiendo con esa espiritualidad, les diré también a ustedes que los militares de España hace muchos años establecieron el toque de oración, el toque de oración que se hace todos los días en todos los cuarteles, en todas las bases aéreas, en todos los barcos, hoy también. Y ese toque de oración, que lo tocan con trompeta después de que la bandera haya sido arriada, tiene, curiosamente, una longitud en tiempo igual a un padrenuestro. A nosotros nos decían de jóvenes cadetes y jóvenes oficiales que era así porque teníamos que rezar un padrenuestro acordándonos de nuestros compañeros durante el tiempo que el toque de oración se ejecutaba.

Por lo tanto yo les ofrezco estos ejemplos, les podría ofrecer alguno más, la canción que en la armada cantan todos los marineros al anochecer, también cargada de una profunda espiritualidad. Esto es lo que podríamos ofrecer los militares españoles para decirles la característica principal desde la que va mi parlamento, que es desde la espiritualidad, que me acostumbré a vivir en las Fuerzas Armadas.

Pero ustedes quieren que hable del capellán. El capellán es de lo que quiero hablar, pero para ello me he visto obligado a hablar de ciertas referencias que nosotros tenemos desde que entramos en la carrera. Y creo que ayudará a entender la figura del capellán lo que les he dicho. En las instituciones militares la tradición tiene mucho peso, y la tradición exige de creencias. Creo que es por esto que en España además aparece muy pronto la figura del capellán. Hay quien dice que es en el año 1491 cuando posiblemente se establezca el primer Ejército, por lo menos en España, que así pueda darse el nombre. Para la conquista de Granada, ya forman los ejércitos personas para la asistencia espiritual de quienes van a esa conquista. Pero ha habido desde entonces un gran número de capellanes. Creo que es justo rendirles también homenaje. Muchos han muerto en acto de servicio. Estamos acostumbrados a las grandes condecoraciones, estamos acostumbrados a asociar las grandes gestas a oficiales de lo que se llaman armas de combate o de la denominación que ustedes les den. También muchos capellanes fueron héroes y murieron en primera línea ayudando a sus soldados. Pero eso no es sólo lo importante del capellán. Hoy eso es casi una historia lejana. Yo lo que les quería decir es cómo ha sido mi experiencia, que es prácticamente actualidad, 48 años en el correr del mundo es casi nada.

Un secreto, que ya casi lo he desvelado al principio: en España, el capellán es el páter. Yo creo que es un nombre muy bonito, es más, creo que no hay forma de expresar mejor su ministerio. ¿No les da envidia a alguno de ustedes que, teniendo un sistema de asistencia a las Fuerzas Armadas como el que nosotros tenemos, no reciben el nombre de páter? ¿No sería quizá una buena conclusión de este seminario que ustedes, en su reflexión, acordaran algo parecido a que el nombre de páter es un nombre intencionadamente, pero también internacionalmente, muy cariñoso para los capellanes? ¿No debíamos adoptarlo? Todos ustedes saben latín, o casi todos. Podrían hacerlo.

Páter. Es difícil encontrar algo que una más al soldado y al capellán. Pero lo une tanto que permítanme que les cuente una historia que es absolutamente cierta. Cuando el ministro Bono se hizo cargo del Ministerio de Defensa, invitó a almorzar en el ministerio a todos los grandes generales de Madrid, a todos los que tenían dos estrellas o más, y él mismo, antes de iniciar el almuerzo, bendijo la mesa. Y al acabar el ministro la bendición de la mesa, todos los generales dijeron: “Gracias, pater”. Porque es lo que se está acostumbrado a decir en las unidades. Aquel que bendice la mesa en un cuartel es el pater, sin ninguna duda. Aquel día, el Ministro Bono lo fue.

Pues bien, mi primer capellán lo tuve, naturalmente, en la Academia General Militar.

Era el capitán Ustoa Oñaitibia. El capitán Ustoa, leí hace unos años que andaba por Suramérica en una universidad, no sé si estaba de viaje o es que era profesor titular de aquella universidad. Fue mi director espiritual, y enfatizo lo de director espiritual en unos años en el que un joven cadete que era yo, tenía 16 años, 17, iba descubriendo la vida. Me enseñó a ver todos los valores que deben adornar la vida que se iba abriendo delante de mí. Y hasta tuvo, no sé si la osadía o el cariño, de aconsejarme que no volviera a salir con Consuelito, en Zaragoza, pero que saliera con Pilar.

Tuve con el muchísimas, muchas conversaciones, y muy largas, siempre aprovechando domingos, sábados, horas de descanso. Y me dio también unos grandes consejos para compaginar mi vida de católico con mi vida militar, que en aquel momento podríamos decir que se avecinaba. Él me dijo -lo anoté, y esta mañana lo he encontrado revisando mis notas, lo he podido transcribir-: “Si no cuidas el espíritu, no puedes ser militar”. Quizá de una forma voluntaria, o quizá involuntaria, seguí aquel consejo del padre Ustoa, del capitán Ustoa, y sólo Dios sabe si por seguir aquel consejo después se me pagó con tan alta soldada como ser Jefe de Estado Mayor de la Defensa.

En la Academia de Artillería conocí a un santo, a Don Tomás. Don Tomás estoy seguro que está en el cielo, y si Dios quiere, pues tengo esa ilusión, que yo también algún día vaya al cielo, estoy seguro que allí en la puerta, muy cerca de San Pedro va a estar Don Tomás, y me va a decir “a sus órdenes mi general, ya le dije que usted llegaría lejos”.

Don Tomás fue un santo. Era otro capellán. Don Tomás era todo sacrificio. Nada, ningún sacrificio era poco para él. Estaba siempre feliz, estaba siempre dispuesto a ayudar, siempre con la palabra exacta para que el cadete pudiera sentir la presencia de Dios.

El cadete es un ser extraordinariamente complicado. Como cualquier chico de 18 años pero además con un sable, botas altas, y con una gorra, y rodeado de una liturgia muy fina. Nos sentíamos unas personas magníficas, podría decir. Él siempre nos llevaba a la tierra, y no he visto, desde luego, forma más continuada de la presencia de un sacerdote que la de Don Tomás. Y nunca funcionó mejor la empatía entre aquel grupo de cadetes y nuestro capellán. Se sacrificó por todos y tuvo siempre un momento para todos y cada uno.

Cuando fui a El Aaiún me encontré con un capellán que era un profesor, profesor en el más estricto sentido de la palabra. En aquellos tiempos en España, de cinco compañías que tenía mi batallón, una era de analfabetos. Y eso que la vara de medir los analfabetos era bastante laxa, en algunas ocasiones con que supieran escribir su nombre y algo más ya decíamos que no lo eran. Pero un 20%, una compañía de cada cinco eran analfabetos. Era necesario, además de hacer a aquellos hombres soldados, enseñarles a leer, a escribir, que pudieran tener en sus manos una herramienta tan útil como es el leer y el escribir.

Y el capellán se encargaba de dirigir un grupo de maestros, un grupo de profesores universitarios y era un verdadero director de colegio. No había ni un solo momento de descanso de instrucción en el que un soldado no tuviera a su lado a alguien que le enseñara a leer, que le enseñara a escribir, que le enseñara a escribir su nombre, que le enseñara a escribir unas letras a su novia que se había dejado en el pueblo, que le enseñara a escribir unas letras la noche de Navidad para sus padres, que constituían ¬estamos seguros, después lo hemos comprobado-el mejor regalo de Reyes. Él ordenó, corrigió, dirigió, y hasta castigaba sin salir del campamento a los que no estudiaban. imagínense ustedes, estábamos en mitad del desierto del Sáhara, qué importancia tendría salir o no. Pues gracias a aquel rector de universidad que teníamos en nuestro batallón, era importante también salir o no. Porque salir significaba el estudio y el deber cumplido, y no salir significaba que había que estudiar más.

En el grupo de misiles Hawk conocí a otro capitán capellán que era Don Aníbal. No recuerdo su apellido. Difícil ser más generoso que Don Anibal. Si hubiera cobrado diez pagas al mes, hubiera repartido diez pagas al mes. En aquella época, en la Andalucía profunda donde estaba el grupo de misiles, había soldados muy pobres, algunos que recibían la noticia de la muerte de su padre o de su madre, o del matrimonio de una hermana, y no podían asistir sencilla y llanamente porque no tenían dinero para pagarse el billete del tren. Y siempre que había un hecho de estos, allí estaba Don Anibal, que siempre sacaba del bolsillo unos billetes arrugados, siempre daba la sensación de que eran los últimos, pero cual si fuera la multiplicación de los panes y los peces, siempre quedaba dinero en el bolsillo de Don Aníbal para el soldado que tenía un problema. No he conocido a nadie que aportara un plus mayor de humanidad al ser hombre, como era el caso de nuestro capellán en el grupo de misiles Hawk.

En Fuencarral, el páter fue nuestro compañero, y es curioso que para ser nuestro compañero aprendió técnicas de artillería. Yo escribí un libro que todavía es reglamentario, sobre artillería de campaña. Y me acuerdo que se lo daba a leer al páter, no para que me lo criticara como artillero, sino para que me lo criticara de forma. Pero él siempre me lo criticaba como artillero, y me decía: “Pero cómo dices estas tonterías, esto es matemáticamente imposible, este ángulo no puede ser más grande que el otro”. Tuve un páter compañero, compañero de profesión, con todo lo que eso indica, en mis tiempos en la Academia de Artillería. Este reglamento, que aún está en vigor, se debe ¬poca gente lo sabe-en parte a la actividad de un sacerdote como ustedes.

El día de Navidad en Bosnia conocí a un misionero que había llegado a Bosnia dos meses antes, y que siempre tenía la capilla desierta, y dos meses después, pese a una intensa nevada en la capilla no cabían los soldados y estaban fuera escuchando su misa. y también sé que en Afganistán ha habido muchos, pero recientemente me fijé en la idea de misionero de Don Luis, no sé si estará por aquí, quizás alguno de ustedes lo conocerá, el páter de la brigada de Canarias cuando estaba en Afganistán, que dijo que él iba allí a atender “las orfandades espirituales de los jóvenes”. En sus misiones en el Exterior, el capellán es la mejor referencia ética que tienen los soldados, y yo creo que a todos les da tranquilidad saber que el páter está allí y desde luego su sonrisa de entendimiento de que esos pecados, pequeños pecados que puedan tener, les serán perdonados si se encuentran con el enemigo y caen sirviendo a su patria.

Y en el Ministerio tuve un cómplice. Yo entonces era Director General de Política de Defensa, y trataba de hacer papeles que definieran la política de Seguridad y Defensa de España. Y discutía mucho con un capellán, al que tampoco he visto por aquí, ya muy mayor -quizá esté retirado-y él me dijo en alguna ocasión que España debe mirar de frente y no esquivar de su mirada los grandes problemas de la seguridad internacional. Discutiendo sobre nuestra participación, el páter parecía el Director General de Política de Defensa, el páter. Estas palabras coinciden, casi al pie de la letra con lo que nos dijo Don Juan, también en la homilía en la que rendíamos homenaje al cabo Cabello, que les diré a ustedes, no deja de ser algo curioso y reconfortante que su nombre de pila era Cristo.

De JEMAD tuve amigos, aquí tengo a uno. Los capellanes fueron mis amigos. A pesar de la diferencia de empleo, de la diferencia de responsabilidad que ya sabemos que esas diferencias nunca separan a los amigos, tuve amigos que me ofrecieron siempre su consejo leal. Uno de ellos, como digo, está aquí presente. Quiero recordar también al actual Arzobispo de Pamplona, anterior Arzobispo Castrense. Me sentí su amigo. Yo bromeaba con él y cuando sumamos un momento duro en las Fuerzas Armadas, como muchos que se pasan, le llamaba por teléfono y le decía “páter, hoy no ha rezado usted por mí”. Y él siempre me decía “he rezado, pero veo que usted necesita que rece más”. Parecía que al colgar el teléfono volvía a estar de nuevo reconfortado con lo que me decía nuestro arzobispo.

En el CNI he conocido, aunque no directamente, a un capellán héroe. Donde yo tengo el despacho, posiblemente a no más de diez metros -aunque naturalmente no está datado ni se ha hecho un gran estudio arqueológico-a los diez metros o quince, no más, de donde yo me siento todos los días a trabajar murió un capellán, el padre Huidobro. El padre Huidobro era un hombre singularmente culto. Era un hombre que había estudiado todo lo que se podía estudiar. Reflexivo, justo lo contrario de la unidad militar a la que fue a servir, que era la Legión. Allí en la Legión debió de ser tan legionario que sus legionarios, la Legión extranjera entonces española, sus legionarios lo adoraban y él les correspondía con un infinito cariño estando siempre con ellos. Curando a los legionarios durante la Guerra Civil sin que se sepa muy bien cómo recibió un disparo y lo encontraron muerto. Hoy yo tengo mi despacho donde él cayó y con curiosidad leo la historia del páter.

En toda mi carrera he tenido al páter como al mejor consultor para las cuestiones de cada día. A mí, el páter me ha servido para quitarme inquietudes. Siempre que las he tenido me ha dado respuesta, ya sean personales, yo he llegado a preguntarle si me compro una casa; ya sean intelectuales… El páter durante muchos años ha sido y, quizá aún lo sea, la persona más cultivada de una unidad militar. Ha sido quien nos ha servido para saciar también a veces nuestras inquietudes intelectuales y, desde luego, y es para lo que está, nuestras inquietudes espirituales.

Señores capellanes, yo creo que esa visión militar que ustedes me pedían que les diera es, ni más ni menos, la síntesis de esos diez capellanes de los que les he hablado. Para mí, militar, para este viejo soldado como decía Luis cuando me presentaba, el capellán es el director espiritual, el maestro, el profesor, el misionero, el compañero, el cómplice, el amigo. Si es necesario, el héroe, y desde luego, una persona generosa y, en algunas ocasiones, -porque ser santo es muy dificil-el santo.

En mis casi 50 años de vida militar que han terminado hace muy poco he podido comprobar hasta qué punto la religiosidad es un rasgo de la condición militar; un rasgo que aflora, especialmente, cuando el ser humano, el militar, se enfrenta con el riesgo, cuando se enfrenta con la posibilidad de perder su vida. O también con la cruda realidad, quizás más cruda que perder su propia vida, con que la pierda a su lado un compañero.

Sobre la dureza que tiene el servicio de las armas cuando esas situaciones se dan, aparece siempre un punto de consuelo o de esperanza que es la misma que debió sentir el cabo Cristo Ancor cuando, como les he dicho, pidió ser bautizado momentos antes de morir en acto de servicio. Afortunadamente, ahí estaba un capellán castrense, el pater, para hacer que esa última voluntad se cumpliera.

Yo no quiero cansarles más con mis palabras. Sí que quiero decides a ustedes que son muchas las ocasiones en las que damos prueba de que lo que les he dicho existe. Pero si quieren algún ejemplo fundamental, es dentro de nuestra liturgia, de la liturgia militar española, cómo honramos a nuestros muertos, cómo honramos a los que nos han precedido en el servicio. Allí se habla a un Dios que es de todos, con una canción que se titula “La muerte no es el final”, en la que se pide “a un Dios de todos”, que ayude al compañero a seguir por la otra vida.

Espero -quiero acabar a la hora que me han dicho que este congreso sea del máximo provecho para todos ustedes. Y espero también que les sirvan estas palabras mías para cuando tengan que plantearse su misión, sepan con qué cariño los ven los militares españoles, cómo de necesarios los ven los militares españoles, cómo de necesarios son ustedes para la profesión militar, y cómo, en la variedad de los capellanes se encuentran la mayor variedad de las virtudes que también tienen que atesorar los militares.

Permítanme, para terminar, que les desee a ustedes mucha suerte en este congreso, que lleguen a conclusiones que sean de valor para nuestros soldados, y desde luego me gustaría parafrasear para terminar a San Pablo. Dijo: “La verdad nos hará libres”. Yo también en mi actual destino de director del Centro Nacional de Inteligencia pienso a menudo cómo puedo contribuir para que aflore la verdad. En cierto modo, ustedes y yo nos dedicamos a lo mismo. Y si no fuera en eso, sí que nos hemos dedicado a lo mismo, a servir a nuestras ideas durante muchos años. Espero que este esfuerzo dé fruto, espero que el esfuerzo que supone venir hasta España a reflexionar juntos dé fruto, y por tanto, muchas gracias por su esfuerzo. Eso es todo.

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