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viernes, 9 de abril de 2010

DECLARACIÓN DEL INSTITUTO DE FILOSOFÍA PRÁCTICA ACERCA DEL LENGUAJE Y DEL DIÁLOGO

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“De lo que rebosa el corazón habla la boca”, Lucas, 6,45.

“El mucho fablar feze envilecer las palabras”, Alfonso el Sabio, Siete Partidas.

I.-

El hombre es un animal locuaz; así lo expresa una de sus características. El hombre habla y no sólo mediante la palabra, oral o escrita, sino también a través de gestos y silencios, de risas, llantos y de sonrisas. El hombre habla y se comunica, a través del lenguaje, mucho mejor que el resto de los animales. El hombre es capaz de diálogo.

II.-

Nuestro Arzobispo ha dicho en estos días: “El diálogo nos hace bien a todos. Es difícil, porque supone salirse de sí mismo y ponerse en el lugar del otro”, La Nación, 2/4/2010. Tal vez sería mejor matizar. Y usar el argumento pragmático, excelente cuando se hace referencia a algún medio: por los frutos se conoce el árbol. Es lo que hace el Maestro, Jesús, cuando nos enseña a todos lo que creen en él, sean papas, cardenales, obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos consagrados o no consagrados: “Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno… ”, (Lucas, 6, 44/45).

O sea que el diálogo que conduce a un buen fin nos hace bien y el diálogo que conduce a un mal fin, nos hace mal, y también el estéril, el inútil, el aparente, nos hace mal. Como ejemplos concretos, los del obispo Laguna con el rabino Rojman, que confunden y engañan, para el primer caso, y el de la “Mesa de diálogo”, para el segundo.

III.-

Hace más de medio siglo, nuestro recordado maestro el P. Julio Meinvielle, cuya desaparición física dejó un vacío cultural que nadie ha podido llenar entre nosotros, como expresó con justeza hace años, el párroco de San Isidro Labrador P. Antonio González, fue un precursor del verdadero diálogo, tanto que fundó una revista con ese nombre.

En su primer número, ese maestro generoso, apasionado por la Verdad, cuya biblioteca es uno de los bienes más preciosos de este Instituto, escribía: “Haciendo honor a su nombre, ‘Diálogo’ alienta el propósito de que sus páginas sean un lugar de encuentro y de intercambio de quienes, situados en diversos campos de la actividad intelectual, sienten la preocupación de encontrar la fórmula vital que devuelva al hombre de hoy su verdad. Por ello se propone como objetivo primero el estudio de los problemas actuales en lo que éstos tienen de propiamente humano…

Los más diversos colaboradores habrán de tratar estos temas con independencia de criterio y sin otra limitación que la impuesta por las exigencias de un saber auténtico y responsable…

Aunque ‘Diálogo’ garantice realmente a sus colaboradores la más amplia libertad, estimulando el cotejo y confrontación de las opiniones ponderables más diversas, no ha de renunciar por ello a sostener su propia convicción y a expresarla con claridad y firmeza. ‘Diálogo’ tiene la persuasión de que la tragedia del hombre contemporáneo radica en el divorcio entre su cultura… y las fuentes religiosas; y, en consecuencia, de que sólo restableciendo la referencia de la totalidad de su vida con el Dios vivo del mensaje cristiano, puede el hombre encontrar su forma de equilibrio y de paz”.

Preferimos hablar con Gustave Thibon de armonía, que es mucho más que el mero equilibrio, pero más allá de ese ajuste, que Meinvielle debe celebrar desde su descanso eterno, destacamos que nuestro querido maestro, sigue enseñando para el siglo XXI. Los dialogantes deben saber que el diálogo es un medio, no un fin. El fin es encontrar juntos la verdad; sea una verdad práctica y circunstancial que puede variar ante el cambio de circunstancias; sea una verdad científica, que puede ser desplazada por el avance del conocimiento; sea la Verdad divina que se encarna y afirma: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.

A quienes postulan diálogos absurdos, inútiles, infecundos, Dante los ubicaría en el infierno y entendemos que en un nuevo lugar inventado para ellos, próximo al destinado a los charlatanes. Su castigo sería el nomadismo perdurable, un caminar sin destino. Serían como hijos pródigos, pues dilapidaron la herencia de siglos de fe y cultura para agotarse en diálogos estériles. Pero muy distintos al de la parábola evangélica, pues como escribe Saint-Exupéry: “¡Es dulce la ausencia del hijo pródigo! Es una falsa ausencia, porque tras él permanece la mansión familiar” (Lettre à un otage, I).

Para que exista un verdadero diálogo se necesitan varias cosas:

a) Inquietud, preocupación, “sed” de verdad;

b) Preparación de los dialogantes, sean teólogos, filósofos, juristas, médicos, economistas, educadores, políticos, dirigentes “sociales”, empresarios, patrones, empleados, obreros, locadores, locatarios… Y aclaramos: preparación concreta respecto al tema del diálogo;

c) Un estudio elemental de gramática, dialéctica y retórica;

d) Claridad en la expresión de las propias ideas, tratando de utilizar términos adecuados, señalando cuando se recurre a analogías, o se usan metáforas;

e) Buena voluntad para escuchar al prójimo con quien se debate, porque el sólo aceptar el debate, prueba la humildad de quien se somete voluntariamente al mismo;

f) Reconocer que el diálogo tiene límites. No vamos a dialogar con los judíos en materia de fe, porque niegan que Cristo sea Dios. Y si no es Dios, es el mayor impostor, el mayor mentiroso en la historia de la humanidad. No vamos a dialogar con los mahometanos, quienes nos acusan de idólatras, pues niegan al Dios trinitario, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El único diálogo que podemos tener con judíos y mahometanos es cultural, político, social.

IV.-

Pondremos un ejemplo de uso indebido de términos que dificultan el diálogo. Y lo hacemos con dolor, porque el texto pertenece a una alta autoridad eclesiástica, ya citada: “Jesús sufrió torturas, calabozo, corona de espinas y un juicio trucho. Y no se defendió”, (Cardenal Jorge Bergoglio 1/4/2010, en La Nación, del 2/4/2010).

Aquí aparecen dos afirmaciones que no son ciertas, e inducen a error: la primera lo del juicio “trucho”; la segunda, que Jesús no se defendió.

El juicio no fue “trucho”, fue injusto, fue una colección de entuertos, lo cual es otra cosa. Como en el Diccionario de la Real Academia no existe el término, sino “truchimán”, de origen árabe y que designa a una “persona sagaz y astuta, poco escrupulosa en su proceder”, tuvimos que recurrir al Diccionario de Lunfardo de Laura Gottero, para quien “trucho” es alguien falso, traicionero; finalmente, un socio y amigo nos acota que en el Diccionario del habla de los argentinos, de la Academia Argentina de Letras, aparece la palabra “trucho”, como falso, fraudulento.

El juicio no fue “trucho”, sino verdadero, ante tribunales competentes para ocuparse de los delitos por los cuales Cristo fue acusado: el Sanedrín, o sea el Tribunal Supremo de los judíos, y el gobernador romano o procurador de Judea.

En ambos casos lo que abundaron fueron las irregularidades. Sólo en el proceso judío los hermanos Agustín y Joseph Léman, encontraron veintiséis (La asamblea que condenó a Cristo, Rialp, Madrid, 2004).

Jesús se defendió, y como en todos los actos de su vida, nos enseña con sus palabras y con sus silencios. En los juicios ante el Sanedrín no existían abogados. Era el acusado quien asumía su defensa, sólo algún miembro podía defenderlo. Y Cristo no convalida las acusaciones.

Caifás al interrogar a Cristo asume dos papeles incompatibles: el de acusador y el de juez. Comienza preguntándole por sus discípulos y acerca de su doctrina, violando la regla positiva del Mischná: “tenemos como principio fundamental que nadie se ha de perjudicar a sí mismo” (Cap. VI, 2).

Cristo aprovecha para darle en su respuesta una lección jurídica: “Yo he hablado públicamente al mundo; yo siempre enseñé en la sinagoga y en el templo, donde concurren todos los judíos, y a escondidas no hablé nada. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que han oído lo que les hablé; mira, ésos saben lo que dije yo” (Juan, 18, 20/21).

Ahí tampoco faltaban adulones que rodeaban al pontífice, como los que hoy circundan a hombres poderosos, en los ámbitos políticos, económicos, periodísticos, académicos y eclesiásticos. Uno de ellos, un guardia allí presente, le da una bofetada, un “sopapo”, según lenguaje poco académico del Gran Canciller de una Universidad Pontificia, diciéndole: “¿Así respondes al pontífice?”

Ante el silencio y la impunidad consagrada por un juez inicuo, Jesús nos da otra lección y exige alguna causa, algún título que justifique o avale la agresión: “Si hablé mal, da testimonio de lo malo; mas si bien ¿por qué me hieres?” (Juan, 18, 23).

Jesús se defiende y dice, según nuestra libre traducción: si he hablado mal contra el pontífice o contra la verdad, dad testimonio del mal. Probad en qué he faltado… Pero si me he limitado a señalar el orden procesal como es mi derecho ¿por qué me golpeáis?

Jesús podría haber dicho otras cosas contra el guardia adulón, contra el pontífice abyecto, pero como señala San Cipriano, “si no lo hizo, fue porque no quería deshonrar al sacerdocio en la persona de quien estaba revestido de él”. Y acaba con una frase que responde por anticipado a la errónea afirmación aludida: “Pero no por ello defendió con menor fuerza o con menos dignidad su inocencia”.

Después, vinieron los falsos testigos; las acusaciones fueron infundadas y discordes, pero ellas permiten un nuevo interrogatorio de Caifás: “¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos testifican contra ti?” (Marcos, 14, 60). Pero como aquí no era necesario abogar nada, pues la causa se defendía a sí misma, la respuesta de Jesús es “un tranquilo y majestuoso silencio”. Un silencio que habla, que dice más que muchos discursos.

En el tercer interrogatorio, Caifás recurre a un acto de la virtud de religión: “Te conjuro por el Dios vivo que me digas si eres el Mesías, el Hijo de Dios” (Mateo, 26, 63). La pregunta es una trampa. Si Jesús niega ser el Hijo de Dios, sería condenado por impostor, porque era lo que había enseñado. Si lo confiesa, será condenado por blasfemia.

Jesús responde “Yo soy” (Marcos, 14, 61/62). Y lo hace porque respeta el nombre de Dios, presente en los labios sacrílegos del sumo sacerdote.

Entendemos que esto es suficiente para probar la veracidad de lo que decimos.

Esta es una declaración un poco extensa, que desborda el ámbito de la filosofía. Pero la entendemos necesaria en defensa de la verdad y de la justicia. Y también en defensa de la Iglesia, de la barca de Pedro, que no puede naufragar. Con sobrada razón, en circunstancias semejantes a las actuales, a un prelado que pretendía consolarle recordándole la imposibilidad del naufragio, el beato Pío IX, se limitó a contestarle: “si, lo sabemos… ¿y los tripulantes?”

En nuestros días existen muchísimos sordos a toda convocatoria divina. Y cuando alguien como Benedicto XVI se refiere a ella con claridad, comienzan a criticar veinte siglos de catolicismo: empiezan por la Inquisición y acaban con los curas pedófilos, mientras olvidan las barbaridades de otras inquisiciones religiosas, como la protestante en otros tiempos, y hoy la mahometana, o laicas, como la de la Revolución Francesa o la del Comunismo, y tampoco se inquietan por denunciar al partido de los pedófilos holandeses o a la sexualidad intergeneracional postulada por círculos sodomitas.

Sin embargo, se quedan en lo accidental y olvidan lo fundamental, que es lo que encontramos en un texto antiguo, el Pastor de Hermas, según el cual, la Iglesia aparece como una anciana, porque “ha sido creada la primera entre todas las cosas; por eso es anciana; y a causa de ella ha sido fundado el mundo” (Los Padres Apostólicos, Desclée, Buenos Aires, 1949, p. 391).

Buenos Aires, Pascua de 2010.

Orlando Gallo

Secretario

Bernardino Montejano

Presidente

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