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martes, 6 de julio de 2010

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL “GAYMONIO”

a familia 2

Por Carlos Raúl Sanz *

“...porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, no le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos (...) Por eso, Dios los entregó a las apetencias de su corazón que deshonraron entre sí sus cuerpos (...) Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron por otras contra la naturaleza: igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrazaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombres con hombres, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío (...) llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados. Despiadados, los cuales aunque conocedores del veredicto de Dios que declara dignos de muerte a los que todas esas cosas practican, no sólo las practican, sino que aprueban a los que las cometen”.

Pablo de Tarso: Ad. Rom. 20 y sigs.

I

Alejado de la vida judicial y dedicado a la producción agropecuaria, no me pareció que debiera terciar en esta aberración y torpeza que consiste en darle estatus matrimonial al amancebamiento de mujeres con mujeres y de hombres con hombres.

Esto, que desde niños nos enseñaron que era una anormalidad, ha cobrado cuerpo y está en trance de llevarnos a una reforma –en ese sentido– del Código Civil. Pero un replanteo me lleva a arrimar estas reflexiones, aunque más no sea por no pasar en silencio algo que clama al cielo. Y digo así, pues en la vida profesional he debido escuchar y dar solución a estos “homonomios” en, por lo menos, dos casos. Uno terminó en suicidio; el otro no. En el primer caso, era yo juez de primera instancia en lo civil, recibí la visita de un pobre hombre que se manifestó desolado después de la muerte de su “conviviente”. Me dijo, textualmente: “Es muy desgraciada la vida para quien ve desaparecida a la persona con la que convivió durante muchos años”. Tres días después su abogado me informó del suicidio (era el año 1967). El segundo caso fue el de una familia en la cual un homosexual vio morir a su conviviente y, con toda dignidad, aquélla donó el departamento a éste, con la gravitas propia de quien conoce el no retorno de situaciones de falsa conciencia o de enfermedades psico-físicas cultivadas. Fui el abogado de ambas partes, logrando una justa y respetuosa composición de doloridas situaciones: por el hermano muerto y por quien compartió parte de su vida. Quiero decir que el tema que hoy se debate en las cámaras no es, para mí, un “caso” teorético (como lo presentan algunos “cantamañanas”, con mucho de catecismo mal digerido y poco de vida), sino experiencias en las que he participado y cuya diversa solución me ha llevado a reflexionar, hondamente, con alma de juez. Como juez del mundo del César. No porque crea un valor el “homonomio”, sino porque frente a los “hechos”, el juez debe encontrar la mejor solución posible.

La desviación que lleva al “homonomio” se ha considerado como un “pecado nefando” –lo cual debe ser así, si los expertos en moral lo dicen–, para eso está el Padre Rapisarda. También se ha dicho que es una enfermedad. Pero de ser así, la propaganda a favor de ella resultaría tan absurda como la fundación de una ONG que tenga por finalidad el auspicio y promoción de la gripe. La tercera alternativa se encuentra dentro de esta “novedad” de la libre opción cultural sobre el apareamiento. Esto me parece ridículo, pues tampoco desconozco los desenfrenos atávicos como el “bestialismo” que, a veces, se da en el campo: coito con una chancha o una oveja; señoritas que no han conocido varón, pero que –según se decía en el pueblo– sedaban sus pasiones con una mascota de sus afectos. Y puedo hacer nombres, aunque no se me escapa la maledicencia pueblerina en este aspecto.

Y digo esto para desacartonar el discurso, pues he visto de lo que hablo.

II

Creo que la cuestión es política. Y paso a explicarme.

Ya desde 1995, fecha en la que se dictó el voluminoso decreto 1086/05(1), hay un designio deliberado, vinculado a lo que se llama “política del género” que, sabe Dios por qué razón –además de las electorales– ha sido fogoneada, entre nosotros, desde el encuentro de Pekín, por una pléyade de funcionarios y magistrados de nuestra deteriorada República, y por gente ávida de notoriedad a cualquier precio. A algunos los conozco desde su etapa estudiantil y los he reencontrado repartiendo condones en la Convención Constituyente de Santa Fe en 1994. Así como también en el caso de alguna madre –Dios sabrá por qué– que había asesinado a su hija ya nacida.

Ese decreto, al que denuncié con todas las letras en el caso “S. S. E. A. s/información sumaria”(2), siendo aún Fiscal General de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil de la Capital Federal, es una recopilación que va desde Engels a un ignoto Rapisarda, pasando por Gramsci y algunos epígonos locales como aquel que entendió que la fellatio in ore no era abusiva si la luz estaba apagada (sic).

Lo que la historia nos enseña es que los disparates terminan en catástrofe –Sodoma y Gomorra– y lo normal y natural viene por sus fueros. Quien siembra vientos recoge tempestades. No soy benévolo, pero haciendo un esfuerzo creo que el apuro se debe a que los tiempos del cúmulo de disparates y desaciertos de la administración que sufrimos tocan su final, y entonces hay que sacar el mayor provecho de una dirigencia oligárquica y mentirosa, complaciente con lo antinatural.

La segunda advertencia es que si utilizo algunos pensadores de oficio teológico, no lo hago como expresión y testimonio de fe, sino de respeto intelectual. Así sucede con Pablo de Tarso con cuyo texto encabezo estas consideraciones. O como sucedería con Isidoro de Sevilla o Paulo Orosio, si tuviera que hablar de las invasiones bárbaras del siglo VI.

III

Veo que se hace mucho hincapié en la “igualdad”. ¿Pero de qué igualdad estamos hablando? Si se trata en el plano metafísico, sin duda que toda sustancia humana, racional, es ontológicamente igual a otra de la misma esencia. Lo contrario sería llegar al absurdo –que se ve– cuando, por ejemplo, en la prostitución, una persona “usa” de otra como cloaca seminal y por eso paga un precio(3). Esta desigualdad –fruto de la miseria, de la locura o del vicio– es una iniquidad. Pues toda persona tiene una dignidad ontológica idéntica a la de los demás.

Si del plano metafísico pasamos al teológico, es lógico advertir el paralelo igualitario, pues Cristo se encarnó para todos, murió por todos y nos abrió a todos por igual el horizonte a la Redención.

Pero como hombres de derecho –y lo he dicho muchas veces en mis dictámenes– no existe igualdad en el campo social, sino una funcional desigualdad justa. ¿Qué pasaría en una ciudad donde todos los habitantes fueran intendentes? Un caos, pues no habría quien faene la comida, saque la basura, barra las calles o arregle los cables de la luz. ¿La igualdad lleva a que para salvarla sean todos barrenderos? Entonces, ¿quién legisla o administra justicia o, simplemente gobierna? O a la inversa, ¿quién barre la basura y el excremento?

La desigualdad es funcional y tiene por miras el desarrollo orgánico del todo social. El vigilante a quien el juez da orden de detener a tal o cual por ser sospechoso de cometer un delito es el mismo al que cuando el mismo juez sale con su auto multa si circula por donde no debe o, si es en moto, debe multarlo y detenerlo si no usa casco. Por cierto que el diario trae ejemplos de que esto a veces no se cumple... y así vivimos. Con juezas patoteras y jueces beodos...

Lo que debe saber el hombre de derecho –por más bruto que sea– es que el orden social se traba sobre un justo desequilibrio, que mira a la aceitada bondad del todo. Y así vemos cómo se beneficia la situación de los alimentados, porque si a éstos se los hace transcurrir por un camino igualitario (el del juicio ordinario), es posible que cuando la sentencia quede firme, aquéllos ya se hayan muerto de inanición. Pensemos en el tratamiento desigualitario a que se somete al deudor –limitando sus defensas– porque de lo contrario no existirían ahorro –como trabajo acumulado–, crédito, comercio e industria. O el caso de la viuda honesta que concurre a la sucesión del suegro, o la prioridad para la tenencia que tiene la madre no “abandónica” durante el período de lactancia. O de la sujeción del alumno al maestro y del hijo al padre.

Y la lista podría alargarse hasta el infinito. Pues el orden jurídico no es otra cosa que la organización de un entramado de desigualdades justas que permiten la convivencia o la virtud cívica en el seno de la república. Como sucede con cualquier organismo complejo.

Los ojos de una mujer pueden ser hermosos, pero si una mujer es “sólo ojos”, resultaría un “monstruo”. Precisamente la prudencia del “iuris-prudente” no es otra cosa que el conocimiento de las desigualdades justas (analogón, decían los griegos), como forma de obtener una convivencia ordenada, cuyo fruto es una especie –rudimentaria, si se quiere– de paz.

IV

Nuestros políticos falsean la verdad por un puñado de votos y por estos efímeros sufragios traicionan cualquier causa y, además, se evidencia en cada quien lo que le sucedió a Adán. Contado en un vocabulario adecuado para el primitivo pueblo judío. “Todo es de vosotros, pero del árbol del bien y del mal no comeréis”.

¿Y en qué consistió la tentación a la que sucumbieron Adán y Eva? Lo dice el mismo padre del mal: “Si comiereis de ese fruto seréis como dioses”. Y ésta es la tentación adánica, que se repite en cada generación y en cada persona: ser como dioses, ser árbitros de lo que es bueno y es malo. No hay desviación sexual como se ha popularizado en la leyenda de la manzana, sino la decisión del hombre libre de ser “el” árbitro de lo bueno y de lo malo.

Pero Joseph Ratzinger –la gran cabeza europea de hoy, de no haber sido llamado por Dios a sostener a la Iglesia– propone otra versión para políticos. En su reciente viaje a Chipre, en el discurso a las autoridades civiles y al cuerpo diplomático, decía el antiguo profesor de Ratisbona: “...promover la verdad moral significa actuar de manera responsable partiendo del conocimiento de los hechos. Como diplomáticos sabéis por experiencia que este conocimiento os ayuda a identificar las injusticias y ofensas, así como considerar de manera desapasionada los intereses de todas las partes involucradas en una determinada disputa. Cuando las partes superan sus propios puntos de vista sobre lo ocurrido, adquieren una visión objetiva y completa. Quienes deben resolver esos conflictos son capaces de tomar decisiones justas y promover una auténtica reconciliación, cuando admiten y reconocen la verdad completa de la cuestión”. “La segunda vía para promover la verdad moral consiste en poner al descubierto las ideologías políticas que pretenden suplantar la verdad. Las trágicas experiencias vividas durante el siglo XX han desenmascarado la inhumanidad que resulta de la supresión de la verdad y la dignidad humana. En estos días asistimos a continuos intentos de fomentar supuestos valores bajo la apariencia de paz, desarrollo y derechos humanos”.

En un plano estrictamente político, para la sociedad global dominada por los mercaderes, el “casalito” homosexual es un pingüe negocio: sujetos de alta capacidad adquisitiva –generalmente– y nula posibilidad de descendencia. ¿Qué mejor negocio para los vendedores de celulares, MP3 y esa parafernalia informática cara y sólo para iniciados? Cruceros, turismo VIP y el catálogo que no se agota en lo fashion y el consumo de lo más caro que se produce. Esto no es para pobres y en ese mundo de Epulones, no hay cabida para pobres que asisten frustrados a su “fracaso”.

¿Todo esto qué es? ¿Negocio, enfermedad, vicio y soberbia?

Para mí, es un cóctel explosivo de todos esos condimentos, del que se debe hacer cargo la dirigencia falaz de nuestros partidos y gobiernos. Los mismos que juraron por Dios y por la Patria.

Ellos se lo habrán de demandar cuando se les extingan las falacias de este mundo. Que lo sepan los miembros del Ejecutivo, los legisladores y sobre todo los jueces que con gesto farisaico se sienten las vestales de la virtud.

V

La posibilidad de testar libremente en cabeza de quienes no tienen herederos forzosos y la apertura de la seguridad social para el conviviente supérstite son, a mi entender, remedios adecuados para no desentenderse de estas relaciones que –calificadas como inmorales– comprometen la decrepitud de algunos. Mucho menos de lo que nos quieren hacer creer los medios de prensa, preocupados –ellos también– en “colocar” sus productos.

Pero el proceso de “babelización” del lenguaje sigue su curso, dejándonos en una situación moral –que, ordenada, es el caldo de la convivencia– cada vez peor.

Las pruebas están a la vista. ¿Por qué llamar “matrimonio” a estos “expedientes” –diría Ortega–, a los que debe recurrir la sociedad para que, de manera “ortopédica”, pueda seguir existiendo un misericorde campo de convivencia?

El juramento consiste en poner a Dios, a la Patria o al propio honor como testigo de la asunción de una responsabilidad y reforzarlo con el dicho “si no lo hiciera me lo demanden” (Dios, la Patria y el honor).

Viejo ya, no desearía ni para mí ni para mis amigos una tal demanda. Quizá, dicha dentro del cúmulo de palabras ociosas pero no menos traicionada, y para quienes tienen el don del bautismo, incurrir en la excomunión a la que hace referencia el Canon 1331 y siguientes del Código de Derecho Canónico de 1991, revisado el año pasado.

Y esto lo digo con toda maldad para que quien yerre violando su juramento no se haga el distraído. Hay una justicia más allá de la muerte y allí deberán rendir cuentas los falsos juramentados.

 

* Publicado en: ED, [238] - (23/06/2010, nro 12.529) [Publicado en 2010]

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