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miércoles, 29 de junio de 2011

LA FAMILIA


Por el Dr. Jorge B. Lobo Aragón

Leemos en la Biblia que habían sido creados ya el agua y el fuego, la roca, el árbol. Todos los animales de la tierra, del aire y del mar. La creación, sin embargo, estaba incompleta, era como una bien preparada casa que espera a su señor. Fue finalmente creado Adán, a quien habían de servir todas las creaturas. Pero tampoco quedaba así completa la creación. Estaba el hombre, pero faltaba la mujer. Estaba el hombre, pero faltaba lo que daría sentido a su vida. Estaba el hombre, pero sólo medio hombre. Estaba casi todo pero faltaba todo, porque faltaba el amor. El agua y el fuego y el árbol y los animales no sólo iban a satisfacer las necesidades físicas del hombre, sino que estaban llamados a dar belleza y armonía para un mejor entendimiento del amor. Y entonces, cuando al amor del hombre y de la mujer llegó, estuvo completa la creación. Con las mujeres, entró el amor en la tierra. Ellas han inaugurado el amor.
Hoy el mundo entero clama por la vigencia del amor, porque las naciones del mundo se han acercado y tienen necesidad de entenderse, de dialogar. Pero no puede haber amor en el mundo, no puede haber amor en la sociedad si no hay amor en la familia. Todas las comunidades necesitan amor, pero sólo la familia tiene un sacramento para elaborar el amor. Y esto será así hoy,  y en año 2015, y siempre.
San Juan Crisóstomo llama a la familia pequeña iglesia, porque toda familia cristiana es una comunidad de fe y de amor, el primer ambiente social, el primer ambiente eclesial.
Visto así, qué absurdo resulta ese razonamiento de algunos padres que dejan a los hijos crecer sin darles ninguna religión, para que llegados a adultos elijan la fe que han de abrazar. Ya es tarde, tardísimo. A nadie puede decírsele: “crezca m’hijito, conozca la vida, guste el mal y el bien, examine, siente, experimente, arrástrese por el barro y también suba a las alturas y entonces, cuando haya probado todo, va a poder elegir con conocimiento de causa”. ¿Por qué esto es absurdo? Porque la fe no es una escuela filosófica ni una concepción política de la vida, que puede tomarse, dejarse, cambiarse por otro sistema igualmente verdadero. No. La fe es una vida vivida minuto a minuto, día por día, bebida en la familia. En el seno de una familia cristiana, imperfecta, por supuesto, frágil como todas las cosas humanas, pero que tiene la constante preocupación de vivir en Dios; que procura, que lucha, que trabaja por vivir en Dios. Aunque en esa familia hubiese pecados, y hasta pecados graves, pecados que la misma familia repudie y trate de enmendar.
Por eso, porque la familia es tan importante y tan sagrada, necesita de un sacramento que la proteja. Un sacramento, que es prolongación de la vida de Jesús. El matrimonio es el único sacramento que tiene como materia al ser humano: el bautismo tiene el agua, la eucaristía el pan, la santa unción el óleo. El matrimonio a los esposos. Por eso, a los largo de la vida, cada vez que marido y mujer ponen esa metria que son ellos mismos en buenas condiciones, libre de pecado, renuevan el sacramento, se entregan gracias sacramentales. Por eso se dice que es un sacramento permanente: es Jesucristo viviendo entre marido y mujer, y para que siga viviendo sólo hace falta el sí de aceptación, la renovación de ese sí que se pronunció en el altar el día del casamiento. El sí del amor en la tolerancia, en la comprensión, en la indulgencia, en el olvido de uno mismo, en la capacidad de perdonar. El día que no quiere pronunciarse ese sí, todo se terminó. Se han desconectado, no circula más la corriente de gracia. Está Jesús ahí entre los dos, porque Jesús no abandona, pero son marido y mujer los que lo han dejado de lado. Le han dado la espalda.
Los seres humanos nos diferenciamos de los animales en que podemos conocer el bien, en abstracto. Los animales conocen esta agua buena o este pasto bueno, pero a nosotros nos es dado comprender lo que nos conduce a Dios, incluso males aparentes. El problema no está en las dificultades sino en cómo reaccionamos frente a las dificultades. Jesús no nos prometió evitarnos la cruz: nos prometió que tendríamos fuerzas para llevarla. No está en nosotros evitar el dolor, pero con la ayuda de Dios podemos evitar que nos amargue y nos derrumbe.
La institución matrimonial necesita protección, exige protección porque es muy importante. Cómo será de importante la familia que de los 33 años que tenía Jesús para realizar su misión sobre la tierra, eligió vivir 30 años en familia.
En estos tiempos nuestros se está abriendo camino, en forma insidiosa, la idea de que la familia como institución debe ya desaparecer, que el amor debe nacer, crecer y vivir libremente, sin leyes que lo condicionen. Que lo realmente válido es la relación de pareja sin papeles entrometidos en algo tan privado como es el amor. Esto lo oímos a cada rato en la televisión, en las declaraciones de muchos actores, en las revistas, en diversos sectores de la sociedad. Todos sabemos que en la vida hay choques, crisis, dificultades, desfallecimientos. Entonces hace falta, en bien de la sociedad, la fuerza de una ley exterior que proteja al amor, y esto no es una imposición, como no es una imposición cubrir al que tiene frío: es atender su necesidad. El juramento que une a marido y mujer hasta la muerte protege no sólo a la pareja, protege a la sociedad. No es cuestión de decir: “es cierto que he dado mi palabra ante el altar, pero me he enamorado de otro, y entonces voy a tener que quebrantar esa promesa”, porque con este argumento se lesiona toda la estructura moral y hasta el orden internacional, puesto que en todos los planos de la vida en un mundo civilizado, la palabra empeñada debe ser un compromiso sagrado.
El  dado frente al altar no significa aceptar una atadura, sino que es el compromiso de quererse sin dejar de luchar por esto jamás; no es condena a mantenerse al lado del otro cuando la vida juntos ha perdido atractivos, sino determinación de ingeniárselas para que la vida unidos sea atractiva siempre. La armonía es una tarea que se emprende se continúa se cultiva y se trabaja. Poco a poco se va aprendiendo a ser casados, cuidando la convivencia, protegiéndola de peligros, vigilando cada día. Haciendo el aprendizaje de estar unidos.
Hablar de unidad matrimonial no quiere decir sacrificio de la propia personalidad. No es matrimonio ideal el que dice “nunca tenemos ni un sí ni un no entre nosotros”. Esto es como tener un espejo delante de uno. Y eso no enriquece. No enriquece ser la sombra del otro; hay que recordar que se han casado por ser diferentes, hombre y mujer. Y hay que procurar seguir siendo distintos, diferentes porque un Dios sapientísimo los hizo así. El sexo nos marca fisiológica y psicológicamente. No es sólo nuestro cuerpo el que está sexuado sino toda nuestra personalidad.
Por eso es tan aconsejable que cada uno cultive sus talentos naturales para que haya una confrontación no belicosa, no agresiva, sino enriquecedora. Es obligación de estado cultivar los talentos que Dios nos ha dado. Y descubrir los talentos del otro. Todos somos pinceladas de la múltiple, infinita personalidad de Jesús, y esto lo descubre el amor.
Por supuesto que no es fácil. Pero Dios sólo pide lo que podemos y nos ayuda en  lo que no podemos. Caminar sobre las aguas era imposible para Pedro, pero, si Jesús lo dice, así lo hará. Es sólo cuando su confianza disminuye, frente a las olas, que, dudando, comienza a hundirse. Nosotros tenemos que pedir fuerzas y tener confianza.
El verdadero amor nunca es ciego; parece, pero en realidad es indulgente con los defectos del otro, y hasta podría decirse que ama los defectos del otro. Suele decirse que no amamos las cualidades sino que las admiramos, y lo que amamos son los defectos. En realidad no los amamos, sino que nos parecen perfectamente tolerables. Un marido decía con mucha razón: mi matrimonio comenzó cuando no amé más a mi mujer sólo porque me gustaba ella, sino porque es mi mujer”. Poder decir desde el fondo del alma: “te quiero porque eres mi marido, te quiero tal como eres, aunque seas menos de lo que yo pensaba, aunque no seas como yo quisiera que fueses”.
El darse cuenta de que el amor es sobre todo donación, nos hace capaces de comprender que el sentimiento puede estar o no estar, pero eso no exime de amar siempre al otro, de hacer siempre la propia parte aún cuando no hubiere correspondencia a ese amor. ¿Que esto es difícil? ¡Claro! Es heroico. Y para el heroísmo estamos llamados los cristianos. Qué error el de suponer que porque un matrimonio ande flojo, o se haya enfriado, o se haya desunido, haya derecho a abandonarlo. No. ¡Entonces es cuando hay que amarlo más! Hay que amar ese hogar, el propio, con sus defectos, con su atmósfera gris y melancólica, amarlo y dedicarse a cuidar esa lama tan débil que siempre está por apagarse. Si un hogar armonioso necesita un corazón cálido, un hogar enfermo precisa un amor ardiente. No se puede renunciar. Y, en último caso, cuando el marido no puede ser considerado como condición para la propia felicidad, podrá ser considerado como condición para la propia salvación. Tendrán que dar cuenta, uno del otro, ante Dios.
La armonía familiar es una victoria. Aún en los casos en que pareciera haber un milagroso acuerdo entre todos, en el fondo hay un esfuerzo constante de adaptación, una vigilancia diaria para que mis aristas, las costados de mi personalidad imperfecta, no choquen con las aristas del otro. La unión es siempre fruto del esfuerzo. Esa unión que se funda en el amor, en la disponibilidad, en el servicio, en la entrega; esa unidad que Jesús quiere sobre la tierra. Esa unidad que el Señor pide al Padre en su oración sacerdotal, en su última oración antes de la Pasión. Fíjense cómo será difícil para nosotros -que no la alcanzamos sino con ayuda de la gracia- que Jesús no la recomienda a sus discípulos. No les dice: “sean unidos como mi Padre y Yo para que el mundo crea”. No. Se dirige directamente al Padre y le implora: “Que todos sean uno, como Tú y Yo somos uno”... Quería que fuéramos un solo cuerpo, una misma cosa. Pensemos en un herido, que tiene enyesado un brazo, el brazo derecho. Con toda seguridad el brazo izquierdo se esforzará por ayudar al otro, y por momentos será muy cansador, pero el brazo izquierdo seguirá empeñándose, puesto que el derecho no puede. Esto nos sirve para comprender de qué manera somos miembros de un mismo cuerpo. Así, cuando ayudamos a otro no tenemos que sentirnos santos por eso; si mi hermano no puede yo tengo que ayudarlo como se ayudaría él mismo si pudiera, como un brazo suple al otro. Así, de esa manera. Y a nuestra vez, cuando nosotros necesitemos ayuda no nos sintamos humillados. Demos gracias al hermano que nos ayuda, y sobre todo a Dios que hizo el corazón del hombre capaz de caridad.
Los padres debemos tener muy claro el respeto que nos merecen nuestros hijos. En una familia cristiana debe haber diálogo que consiste, fundamentalmente, en saber escuchar. Más todavía: el diálogo que debemos tener es el encuentro personal con Jesús en cada encuentro con los miembros de nuestra familia. Si es Jesús el que tenemos delante, si reconocemos esta realidad que aceptamos por la fe, todo lo que digamos a nuestros hijos, y lo que ellos nos digan, tiene un sentido profundo. Pero hay diálogo familiar en la medida en que hay diálogo conyugal. Solo el poder decirse todo, respetuosamente, marido y mujer, posibilita la entrega total. Y cuando se advierte de que a pesar de la delicadeza con que se señalan los errores, esto duele, se comprenderá cómo se hiere a los hijos cuando se les muestra un poco despiadadamente sus defectos. El diálogo con los hijos, sobre todo con los adolescentes y los jóvenes, debe ser sumamente cuidadoso, sincero, afectuoso y constructivo. No debemos tratar de imponer una forma, sino de poner a su servicio la propia experiencia. Cuando dialoguemos con nuestros hijos y nos resulte difícil, no nos escandalicemos. No hay que olvidar que somos dos generaciones sólo parcialmente contemporáneas.
Según el plan de Dios, el jefe de la comunidad familiar es el hombre. No por ser más capaz, ya que no siempre es más capaz. Ni por, más inteligente ni más virtuoso. Sino porque Dios hizo así las cosas y puso al hombre como cabeza de la familia. De hecho, en la familia de Nazareth los mensajes de Dios a través del Ángel eran a San José y no a María. La jefatura del padre de familia no es soberbia, ni ser el centro, ni tomar la actitud del que manda. En el lenguaje cristiano el mayor es el que sirve, el que lava los pies, el que ama más. Es difícil. A Jesús no le resultó fácil subir al calvario y entregarse a los verdugos. En la vida hay muchas dificultades para seguir a Dios. Cuesta, y hay desfallecimientos y crisis. No les tengamos miedo a las crisis. Que en el orden de la naturaleza las crisis se resuelven solas. Las crisis de las plantas, por ejemplo, se disipan con la primavera. Pero cuando es la persona humana la que está en crisis, como es libre, libremente tiene que hacer el esfuerzo de entrar en primavera, de superar la crisis. Porque tenemos que superarlas. Tenemos que ser testigos de la alegría cristiana, que es independiente de las cosas positivas y negativas que nos pasan. ¿Acaso los mártires no iban a la arena del circo, o al cadalso, o a los tormentos, cantando?
Una de las crisis que llegan a perturbar, hoy en día, la armonía familiar, es la crisis de los valores femeninos. Hasta no hace mucho tiempo se exigía a la mujer lo que se daba en llamar virtudes propias de su sexo, y se le toleraban -diríamos que hasta se le fomentaban- ciertas fallas que para esa época eran como adornos de su personalidad. Así la mujer podía ser ignorante, y muchos opinaban que debía serlo para no empañar con el brillo de su inteligencia el brillo más o menos auténtico de los hombres de su familia. Podía ser débil, podía ser caprichosa, y hasta podía ser frívola. Hoy las cosas han cambiado diametralmente. La mujer, evidentemente, no puede seguir siendo una eterna adolescente, y su presencia en la sociedad es un hecho. En muchos sentidos, esto es muy saludable, para que la mujer ponga su sello de mujer en donde le toque actuar. Porque la mujer en la cátedra, en la profesión, en la función pública, en la política, tiene que actuar a la manera femenina, a lo mujer; es así como enriquece al mundo. Es muy importante no confundirla. Porque se la invita a ser libre y a ser auténtica y en muchos casos esto se interpreta mal. La libertad es la capacidad de poseerse, de controlarse, de dominarse a sí misma, de tener un juicio propio, de actuar sin presiones; y vemos cómo es común que la mujer interprete la libertad como el no tener frenos, y en realidad se deja usar, se deja manejar y menospreciar y hasta degradar. Entonces las vemos liberadas de todo pudor, o luchando para que se le reconozca el derecho al aborto, el derecho a matar al hijo que ha engendrado, tal vez en forma aturdida en esas fugaces relaciones a las que, también en nombre de la liberación, cree tener derecho. ¿Y la autenticidad? Se supone que es auténtico quien libera sus instintos, no se hace violencia y es espontáneo. “Soy como soy”, dicen muchas chicas, “y por lo tanto soy auténtica”. La autenticidad es otra cosa: auténtica es una persona que se propone un ideal de vida (de vida, no de pensamiento) y lucha por ser fiel a ese ideal. Lo procura con todas sus fuerzas. Es importantísimo, por eso, que la mujer retome su propia dignidad, tome conciencia de este valor que va perdiendo, para que pueda construir su vida. Los seres humanos construimos nuestras vidas, inexorablemente. Y si renunciamos a construirla, también de alguna manera la construimos, porque construimos así una vida abdicante. La vida del que renuncia a construir su vida es la vida de un renunciante.
La mujer de hoy tampoco puede ser débil, ni siquiera con esa debilidad física que hacía pensar erróneamente en una idéntica debilidad moral. Es tanto el esfuerzo que se le exige, que debe cuidar inteligentemente de su salud, y en especial de ese aspecto particularmente vulnerable de la salud femenina que son los nervios. El siglo pasado, y a principios de este siglo, el histerismo era considerado casi como una coquetería más. Era la época de los desmayos y la jaqueca por cualquier contrariedad. Después, aún cuando el histerismo había pasado de moda, las mujeres podían seguir siendo, por lo menos, nerviosas. Hoy deberían tener nervios de acero. Pero como no son de acero, y tienen la sensibilidad y las vibraciones de las cuerdas de violín, hay que controlarlos. Es muy importante, sobre todo para las madres, el cuidado del desgaste de sus nervios y el cuidado de los nervios de sus hijos. Una forma eficaz de proteger los nervios es organizarse, no dejarse dominar por las ocupaciones sino controlarlas, ser una la que maneje las propias tareas. Saber que hay cosas importantes y cosas menos importantes; saber dejar de lado lo que no fuere imprescindible. Para esto el cristiano tiene una receta válida: vivir el momento presente. Esto preserva el equilibrio. El momento que ha pasado, bien o mal hecho lo que hice, ya pasó, ya está en la economía del Señor. Y en su misericordia, porque Dios sabrá sacar algo bueno hasta de nuestras equivocaciones, si las confiamos a su misericordia. El momento que va a venir, el día de mañana, no ha llegado todavía; lo dejemos ahí para vivirlo cuando llegue. Tenemos que vivir hoy este momento que pasa. Este momento es toda nuestra vida, entonces lo vivamos a fondo, serenamente, a pleno. Es muy bueno hacer esta experiencia. Vamos a ver cómo nos ubicamos en la voluntad de Dios y, de paso, nos libramos del estrés.
Es primordialísimo que las mujeres estén atentas a qué es lo que pide el Señor: tal vez, salir a trabajar afuera, en ciertos casos, pero teniendo bien claro que quedarse en la casa, atendiendo a los hijos, no es estéril ni frustrante, y les permite realizarse plenamente. En el hogar la mujer está llamada a ser la psicóloga, la observadora, la que interpreta, la que concilia, la que aconseja, la que descubre la vocación, la que despierta un ideal, la que sostiene en la lucha, la que vela la paz, la gran aproximadora, la que da sentido a la vida que en el hogar se vive. Esta tarea doméstica toma su justo valor si pensamos en el papa Juan Pablo en su encíclica Labores exercens dice: “Será un honor para la sociedad el posibilitar que la madre se dedique a sus hijos. Y en Familiaris consortio dice que “se debe superar la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige”, dice, “que los hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con todo el respeto a su dignidad personal, y que la sociedad desarrolle las condiciones adecuadas para el trabajo doméstico"
Muy bien: a este ser humano diferente, la mujer, postergada durante siglos, exigida hasta los límites de sus posibilidades en los tiempos actuales, confundida por un feminismo que pretende masculinizarla, engañada sobre el verdadero concepto de su liberación; a esa mujer, así como están las cosas, a esta altura de la civilización y del progreso, la Iglesia le propone María como modelo. María, esa mujer joven, casi adolescente, que fue capaz de recibir el anuncio del Ángel con una fe dolorosa y difícil, exponiéndose al comentario de la comunidad en una época en que el quebrantamiento de la virginidad en una mujer comprometida, era castigado con la muerte a manos de esa comunidad que la lapidaba. María, esa mujer que siguió sin vacilaciones a su marido que la llevaba a Egipto, de pronto, en medio de la noche, dejándolo todo, ropa, casa, muebles, para partir a un país desconocido y extraño, a vivir no sabía cuánto tiempo.
Muy bien entonces. La mujer de hoy, haga lo que haga, ocupe el lugar que ocupe, para ser realmente mujer, mujer capaz de evangelizar con su vida, tiene que procurar vivir las riquezas de su interioridad, sin dispersarse, sin enloquecerse, sin multiplicarse inútilmente. Humilde y dócil como María, fuerte frente al dolor, alegre y abierta a la comunidad.
Tener una entrega profunda, maternal, hacia quienes la rodean. Decir a los demás, desde el fondo del alma: estoy aquí, ahora, a tu disposición. Te acepto tal cual eres. Acepto que no estés orientado todavía hacia tu perfeccionamiento. Acepto que tus defectos sigan siendo molestos, sobre todo para ti mismo. Quieres mejorar y yo quiero ayudarte en este empeño; quiero ayudarte a encontrar tu camino, porque el prestarte esta ayuda es, al fin de cuentas, mi camino. ¿Debo decirte la verdad? Sí, pero en la medida en que puedas recibirla y no te dañe. ¿Debo entregarme a ti? Sí, en cuanto eso sea bueno para ti. Esa sosegada, libre disposición en favor del otro. Esa convivencia que se asienta en Dios, que toma su fuerza de Dios, que se nutre de Dios.
Ser maternales, pero a lo grande, generosamente, abriendo el corazón a todos. También a los que no han encontrado a Dios todavía. Acogerlos en el alma. No juzgar a nadie. Ni siquiera a los que hacen el mal, o manejan la droga, o pervierten a la juventud. Ser madres también de ellos, como María, porque están confundidos, ciegos, solos, perdidos y sin Padre.

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