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miércoles, 20 de julio de 2011

COMODORO AGUSTÍN HÉCTOR DE LA VEGA: IN MEMORIAM



María Lilia Genta
Mario Caponnetto


Un sobrecogedor toque de silencio cruzó la mañana fría y ventosa de julio frente al Panteón Militar del Cementerio de Chacarita. Así, con “el laconismo militar de nuestro estilo” fue despedido por un grupo de familiares, amigos y camaradas el Comodoro Agustín Héctor de la Vega. Como cuadra a un soldado. Porque eso fue, por encima de todo y ante todo, De la Vega: un soldado. Poseyó, por tanto, las virtudes propias de su condición: ante todo, la fortaleza, esa firmeza del ánimo capaz de afrontar el peligro, aún el peligro de muerte; pero una fortaleza regida por la prudencia y vivificada por un entrañable amor a la patria carnal. Adornaron, también, su rica personalidad el más acendrado sentido del honor, una austeridad sin atenuantes, una lealtad sin dobleces y un espíritu de amistad y camaradería expresado en el trato exquisito del que fuimos testigos privilegiados sus amigos.
Provenía de una familia de numerosos militares. Corría, pues, por sus venas la hidalguía y el señorío propios de una estirpe vaciada en el molde recio de los grandes arquetipos. Hizo sus estudios en el Colegio Militar de la Nación, antes de la creación de la Fuerza Aérea. Creada ésta, se incorpora a la nueva Fuerza.
Su primera acción relevante fue el 16 de junio de 1955 cuando con el grado de Capitán prestaba servicio en la Base Aérea de Morón y se plegó al movimiento revolucionario contra el gobierno de Perón. La Base era leal. Junto con el Teniente Wiklinson detuvo al Jefe, al segundo jefe y a todos los oficiales leales. Los jóvenes pilotos eran rebeldes y además le respondían, como siempre lo hacen los jóvenes, con admiración y lealtad. Tras el bombardeo y viendo que el movimiento había sido sofocado, los pilotos quisieron regresar a Morón para rescatar a los jefes sublevados; pero De la Vega les prohibió que se expusieran y les ordenó que se marchasen directamente a Montevideo. Por su parte, él y el teniente permanecieron en Morón de donde lograron huir por tierra vestidos de paisano.
Hasta el 16 de septiembre, inicio de la Revolución Libertadora, estuvo prófugo, permaneciendo en el país, encerrado en las casetas de los botes del Club Náutico de San Fernando y ocultándose en distintos sitios. Los acontecimientos de septiembre lo encontraron en Córdoba donde se puso a las órdenes del Gral. Lonardi. Peleó en esa lucha asaz desigual en la que militares retirados se pusieron al frente de civiles mal armados. Sin embargo, el ataque de Perón a la Iglesia había desarmado espiritualmente a los militares “leales” que en esa época eran católicos, especialmente sus familias. Esta es la única razón que explica porque cinco mil soldados profesionales se rindieron a unos pocos cientos de militares y civiles. Respecto de esta actuación de De la Vega queremos destacar que la mañana del sepelio se presentó a despedir sus restos Patricio Videla Balaguer, hijo del General Videla Balaguer que se levantó con Lonardi en Córdoba. Patricio, que en el 55 era apenas un niño, explicó a los familiares y amigos que sintió como un deber despedir a este soldado que se había desempeñado como ayudante de su padre en el Puesto de Comando en aquellas memorables jornadas. Su padre le había hablado con admiración de aquel ayudante; le había contado de su hombría de bien, de su valor y de su lealtad. La presencia de Patricio resumió, mejor que muchas palabras, la grandeza del héroe cuya memoria sigue viva en el hijo por las narraciones del padre.
Después de los acontecimientos que acabamos de evocar, prosiguió su carrera. Se destacó por un brillante ejercicio del mando. No trepidó, en cuanta ocasión se le hizo presente, en “plantarse” frente a los superiores si estimaba que su planteo era justo.
La década del 60 se caracterizó por una serie de enfrentamientos internos en las Fuerzas Armadas. De la Vega intervino en ellos. No sabemos si todas sus opciones fueron correctas; pero sí se debe decir que su prestigio creció hasta convertirse casi en leyenda. En uno de esos enfrentamientos internos se vio obligado a exiliarse en Montevideo junto con otros Jefes militares de Marina y Ejército. Fueron meses duros al punto que para sobrevivir tuvo que emplearse en los menesteres más humildes.
A su retorno al país, superadas las circunstancias del exilio, fue Director de la Escuela de Aviación Militar de Córdoba en la que desarrolló una tarea relevante en la formación de los futuros oficiales. Nuevamente, los enfrentamientos internos lo encontraron envuelto en diversas acciones que terminaron con su carrera y su obligado paso a retiro. Se recuerda que, al dejar la Dirección de la Escuela, muchos cadetes no pudieron contener las lágrimas. Después de la arenga militar de despedida, sobria y despojada de fanfarronerías, se acercó a abrazar a los inconsolables. Tal el respeto y el afecto que había logrado ganarse. Ejercía el mando con su sola presencia. Perteneció al grupo de oficiales aeronáuticos conocidos como “juramentados” sin romper jamás el juramento.
Su última actuación pública fue en diciembre de 1975 cuando protagonizó el levantamiento de Aeroparque contra el gobierno títere e inepto de María Estela de Perón, en momentos en que la Guerra revolucionaria alcanzaba su cenit.
Después vinieron largos años de silencio. Seguía frecuentando a los viejos amigos y camaradas, prodigando su amistad en tertulias en las que siempre sobresalía por su hidalguía, un sobrio sentido del humor y una esperanza inasequible al desaliento. Su último servicio fue la publicación, en 2005, de su libro Ética del mando, donde recoge su ciencia y su experiencia adquiridas en largos años de ejercicio del mando y que quiso ofrecer a unas Fuerzas Armadas que, sin duda, le resultaban incomprensibles.
Fue un gran jefe militar. Cubrió toda una generación que se dedicó a forjar una Fuerza Aérea nacionalista en su espíritu y a la que, sin duda, se le debe la mística y el heroísmo de los pilotos de Malvinas.
Fue un combatiente que no se guió nunca por criterios de triunfo o de derrota sino por los de fidelidad y testimonio. De la Vega sabía que Dios no nos pide el triunfo sino el combate. Y en ese combate gastó su vida.
Agustín Héctor De la Vega: fue en 18 de julio, Aniversario del Alzamiento, que entregaste tu noble alma a Dios. ¡Qué día exacto eligió la Providencia para llamarte a continuar la guardia junto a los luceros! Allí estarás, ahora, tuteándote con los defensores del Alcázar y los Héroes de Malvinas.
Descansa en paz.

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