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miércoles, 3 de agosto de 2011

EL SECRETO DE CONFESIÓN


Por Marco Tosatti
Hay casos en los que una parte de la confesión puede ser revelada a otros, pero siempre con el permiso del penitente y sin descubrir la identidad del mismo

La confesión es, desde hace siglos, uno de los rasgos característicos de la Iglesia Católica y de alguna de las Iglesias Ortodoxas; los otros credos cristianos la practican de modo muy diferente del modo establecido por Roma. Con el pasar de los siglos ha sido considerada como un instrumento formidable: tanto para la salvación de las almas como para el «control de las conciencias» (según los críticos). Benedicto XVI en uno de sus libros autobiográficos se refiere a ella como un instrumento de justicia social; en su país se arrodillaban todos, pobres y peces gordos, para contarle a la persona que estaba detrás de la rejilla sus malas acciones; y los pobres se consolaban viendo a los que tenían una posición más favorable arrodillándose en el mismo lugar que ellos.

En nuestros días la confesión y, sobre todo, el sigilo sacramental que impone el secreto total por parte del sacerdote, están siendo atacados. En Irlanda se quiere hacer una propuesta de ley que obligue a los sacerdotes a que rompan el secreto de confesión si alguien confiesa un delito de pedofilia. En Australia, el gobierno federal fue invitado a seguir el ejemplo de la isla que se encuentra al otro lado del mundo, para obligar a los sacerdotes a denunciar a los que confiesen un pecado sexual contra menores. La iniciativa parte del senador independiente Nick Xenophon. «No hay dudas sobre lo que hay que hacer cuando nos toca elegir entre la inocencia de un niño o la preservación de una práctica religiosa», ha declarado. «¿Por qué habría que absolver de sus pecados a una persona, incluso cuando se trata de abusos sexuales contra niños, con una palmadita en la espalda?»

Naturalmente la posición del Vaticano es completamente diferente. El artículo 983 del Código de Derecho Canónico advierte que el sigilo sacramental es inviolable; por lo tanto está terminantemente prohibido que el confesor denuncie al penitente, ni siquiera en parte, por ningún motivo. La violación no está permitida tampoco en caso de amenaza de muerte al confesor u otras personas. Para proteger el secreto algunos moralistas, como Tomás Sánchez (1550-1610), consideran moralmente legítima también la reserva mental, una forma de engaño en la que no es necesaria la pronunciación explícita de una falsedad. «El confesor que viola directamente el sigilo sacramental, incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica; quien lo viola sólo indirectamente, ha de ser castigado en proporción con la gravedad del delito; si violan el secreto, deben ser castigados con una pena justa, sin excluir la excomunión» (“Código de Derecho Canónico”, 1388, §1,2). Esto implica que se le prohibirá celebrar el sacramento y además un largo periodo de penitencia, por ejemplo en un monasterio.

¿Y si el penitente se presenta a confesar su responsabilidad en un acto criminal? En este caso la experiencia enseña que el sacerdote pueda ponerle como condición indispensable para la absolución que se presente ante las autoridades para autodenunciarse. Pero no puede hacer otra cosa, y sobre todo no puede informar personalmente a las autoridades, ni siquiera indirectamente.

Hay casos en los que una parte de la confesión puede ser revelada a otros, pero siempre con el permiso del penitente y sin descubrir la identidad del mismo. Esto sucede, por ejemplo, con algunos pecados que no pueden ser perdonados sin la autorización del Obispo o del Papa. En dichos casos, el confesor pide al penitente la autorización para escribir una solicitud al Obispo o a la Penitenciaría Apostólica (un cardenal delegado por el Papa para estos asuntos), utilizando seudónimos y comunicando sólo los detalles indispensables. La solicitud es sigilada y enviada a la Penitenciaría por medio del Nuncio Apostólico (el embajador del Papa en el país en cuestión); así la transferencia se sirve de la protección que se asegura a la correspondencia diplomática.

Por lo tanto no hay que sorprenderse si la respuesta a las propuestas irlandesa y australiana es seca y clara. Graham Greene en su libro "El poder y la gloria" traza el perfil de un sacerdote indigno, el "sacerdote esponja" en el México de las persecuciones anticatólicas, que conscientemente se arriesga a caer en una trampa que lo conducirá a la muerte por ir a confesar a un moribundo. Ficción, cierto, pero como todos los mitos, si no ha sucedido nunca, es algo que sucede siempre. El secretario de la Conferencia Episcopal Australiana, el Padre Brian Lucas, ha tratado de manera glacial la propuesta presentada por el senador: «Su proposición no protege a los niños y choca frontalmente con el derecho fundamental de la gente a practicar su religión», ha declarado. «Ningún sacerdote católico traicionaría nunca la confesión. Hay sacerdotes que han preferido morir antes que hacerlo». Monseñor Pierre Pican, obispo de Bayeux, en septiembre de 2001 fue condenado a tres meses de cárcel por no haber denunciado ante la magistratura a un sacerdote de su diócesis, acusado de pedofilia, invocando el secreto profesional. Monseñor Pican le había impuesto después de la revelación un periodo de cura en una institución especializada. Por su defensa del secreto había recibido una carta de felicitación del cardenal Castrillón Hoyos, cumpliendo el mandato de Juan Pablo II.

Pero en realidad, las propuestas irlandesa y australiana, impulsadas por el ímpetu de la emoción, además de representar un precedente extraordinario (ni siquiera en la Francia de la Revolución, que de seguro no fue amable con los sacerdotes católicos, se pensó en un ley parecida) serían simplemente inútiles. Porque no llevarían ni siquiera a una incriminación y harían menos libre al país. Quizás existe la posibilidad de que alguno, responsable de un crimen (y no sólo de pedofilia) pueda ser convencido o empujado por el sacerdote que se encuentra al otro lado de la rejilla a actuar de la forma más justa. Pero seguramente nadie iría a confesar su crimen, si supiera que haciéndolo sería denunciado. Además sería necesario que el confesor conociera el nombre, el apellido y la dirección del penitente. Algo que, en la mayor parte de los casos no sucede. Sin embargo, se han dado casos en los que las palabras pronunciadas por el sacerdote del confesionario han llevado a los criminales al arrepentimiento. Un resultado que seguramente las propuestas de ley, irlandesa o australiana, no podrían alcanzar.
 
 Fuente: vaticaninsider.lastampa.it
citado por catholic.net

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