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martes, 22 de noviembre de 2011

LENGUAJE Y DEGRADACIÓN

sueldo docente

Por Teodoro E. Scrosati

“Mirad que fuego tan pequeño, que selva

tan grande incendia. Y la lengua fuego es…”

(Santiago, 3, 5)

La palabra es un signo, una expresión de vida; un poder. Poder de nombrar y seducir; de erigir y destruir. Signo de salvación o de muerte. Expresión del hombre: con esto queda dicho todo.

La palabra es el hombre en cuanto se expresa, se dice, se comunica; con la palabra, el hombre, se abre o se cierra a la comprensión. Se explica, “crea” el mundo para el hombre; la intimidad y la intersubjetividad. Por eso, el lenguaje, per-vertido, constituye el engaño, la mentira, el poder demoníaco de tentar con la apariencia. Porque el lenguaje es signo de una realidad; o nombra una cosa y signa un alma, o es simple ruido, halagador pero vacío y por eso tentación.

           Intermediario del diálogo si viene del amor; halago de la fatuidad si viene de ánimo superficial; trampa para caídas si viene del odio.

           De la palabra creadora de Dios a la palabra tentadora del demonio: tal la distancia que le cabe recorrer al lenguaje humano.

           Es un poder tremendo. Y no le damos importancia.

           Cada palabra, cada concepto, responde a una filosofía; queda ensamblada en un universo teológico; así, no sólo expresa, sino que conforma. No sólo es forma –como signo–, sino que tiene el poder de formar dando contenidos. Y el poder de de-formar.

           Expresa ideas y da ideas. Los creadores, la tradición, conforman un lenguaje desde el alma; los más reciben su alma –se puede decir– a través del lenguaje. Y así, muchos, han recibido su alma en vano porque soportan un vano lenguaje. Y no le damos importancia… Pero se la dan, y mucha, los revolucionarios; los que se han adjudicado el oficio de tentadores. Y mientras divierten la atención de los hombres con la “problemática actual” y la “proyectiva futura”, pervierten la lengua, la dislocan en un torbellino ilógico, hacen de ella un bullante disparate, un rechazo de la meditación serena: un instrumento de deformación.

           Dentro de la técnica de envilecimiento de que habla G. Marcel, el lenguaje chato, irreverente y varío, es un engranaje tanto más peligroso cuanto difícil de desenmascarar. Es el infiltrado más tenaz y eficaz que se ha introducido en la Iglesia, en sus teólogos-divulgadores de “palabras nuevas”. Es difícil de desenmascarar, precisamente porque hemos de embestir con palabras y conceptos y vivencias contra quienes viven ya de palabras, conceptos y vivencias envilecidos. Dialogar, razonar, convencer a una mentalidad deformada es empresa empinada, porque como dijo San Pablo, ha llegado el tiempo en que los hombres aborrecen la verdad… Y el lenguaje envilecido tiene gran culpa.

           “En el principio era la Palabra”. El fáustico Goethe no entendió esto; quería dinamismo. No entendió que por el Verbo fueron hechas todas las cosas, que en Dios, Palabra y poder coinciden creadoramente. Y Goethe se dejó tentar por la esencial mentira que le dejó, como a Adán, en el vacío. “Y en el principio fue la Acción”, el torbellino inesencial, el dinamismo de la impaciencia. Y el hecho fue palabra-ruido; y al final fue la desolación.

           Del Verbo a la magia, la magia de la palabra; el conjuro por la voz. Del ruido estético de Mallarmé al silencio hosco y desesperanzado de Rimbaud, pero también del ardid de la razón hegeliana –palabra desfigurada por la razón ensimismada– a la incomunicación del infierno sartriano.

            Y en medio, el mesianismo palabrero de Marx. En suma, una “pasión inútil”. No ya la palabra que encarna y signa una pasión sino el caos de una verborrea patológica. Un catálogo de palabras para desatar pasiones inútiles. El ciclo se cerró y el hombre masificado consume la masa amorfa de un lenguaje ritual, autoritario, hipnótico.

Un lenguaje tecnificado que ya no enuncia, sino tan solo anuncia; compactamente estandarizado no ofrece resquicio al juicio, no autoriza intervalos para la meditación, no admite distinciones; no demuestra: se impone. Como quien alimenta con tarjetas una computadora electrónica; tarjetas previamente perforadas para que el juicio marche sobre circuitos impresos. Se acabó el “itinerarium mentis” que hace poco recordaba Paulo VI.

           Lenguaje banal, por apurado, simplista y superficial. Lenguaje directo como puñetazo: atonta, impacta. Este feo verbo es significativo de todo el proceso.

           El uso indiscriminado de los conceptos –o sea falto de toda jerarquía de valores- es la base de esta técnica de envilecimiento de los intelectos mediante el lenguaje.

           Hegel racionalizó la teología, ahora la están “humanizando”. Pero ya los conceptos están siendo barajados al voleo, con el único fin de impactar en la sensibilidad enferma, para colmo, con la guía de un único criterio: el de la propaganda crudamente comercial. Hoy se venden heladeras y religión, a la par. Usados así, los conceptos, las ideas, quedan desvirtuadas, vacías. Y como signos manoseados, manosean la vida misma.

           Por vía de ejemplo vaya el concepto, el valor, de “fidelidad” que una propaganda comercialmente erótica usa para promocionar cigarrillos (y le replican promocionando enceradoras). Esto no es inocente. ¿Cuántos lazos radicales quedan rotos? ¿Cuánta facilidad presta esta banalización conceptual de la “fidelidad” al viraje anímico respecto a realidad tan substancial? ¿Cuánta ligereza concede al razonamiento sentimentaloide este mal uso de un valor del cual depende todo, desde el almanaque hasta el matrimonio y el orden de una república? Después de uso tan alevoso ¿qué resonancias puede tener tal concepto? Las relaciones que se establecen al mentarlo son deprimentes. Lo saben educadores y predicadores. (No hay “honestidad para con Dios” sin una previa honestidad lingüística. El libro del obispo Robinson está escrito con conceptos voladores y mal planteado, por tanto, el problema. En conceptos bastardeados no cabe Dios). De tales usos está repleta la “literatura” comercial.

           Otro aspecto, al cual hay que poner atención, es la unificación de los contrarios en el habla. (En el fondo es la igualación del bien y del mal). Este tipo de lenguaje se impone porque aquí, Argentina, no se enseña a pensar, a razonar, sino a memorizar, con palabras y no con ideas… De modo que fallando la lógica del lector se impone la deshonestidad del hablador. La contradicción se impone negando el desarrollo del concepto.

           Una civilización del bienestar, insensibilizada para lo que no sea estremecimientos sensuales, soporta en su propaganda cosas como esta: “Refugio de lujo contra la caída de residuos atómicos” (USA). La suavidad de los términos (elegidos) oculta la horrible dureza de la mente que lo concibió: ofrecer “lujo” bajo la muerte atómica. Es la misma insensibilidad que revela la frase: “la bomba limpia”, como si pudiera concebirse una matanza pulcra…

           Esta hipnosis que impide razonar cabalmente se puede advertir en muchos “slogans” corrientes (y molientes): socialismo-democrático, desmitologización-de-la-revelación, etc., ¡todos muy “atrevidos y sedantes”! Como perfumes de moda, para tapar malos olores.

           Mas el punto central  de esta técnica de envilecimiento es la funcionalidad o funcionalismo del lenguaje. Vale decir, la identificación de la cosa con su función, y de la palabra a esa función previamente delimitada por prejuicios positivistas, o sea comerciales (que también la política va siendo comercio).

           Así desaparece todo Universal.

           Lenguaje anticrítico, negador de dimensiones esenciales, ya que la cosa es mucho más que su función. Desaparece toda diferenciación, distinción y desarrollos; queda endurecido en categorías de uso; pensar unidimensionalmente capaz de apurar todos los fanatismos inútiles y peligrosos.

           Este hablar simplificador adquiere terrible eficacia cuando la cosa identificada con su función es el hombre: progresista, ejecutivo o proletario, marcados con una adjetivo –siempre el mismo– que cierra el concepto impidiendo la comprensión al negar todo ulterior, y necesario, desarrollo. Endurece, achica la realidad. Finalmente este lenguaje que quiso ser dinámico termina en un inmovilismo mental que solamente admite rotura por la violencia física. La palabra dada para el diálogo y la comprensión se transforma en factor de incomunicación y violencia. Que es lo que está pasando.

           La revolución comenzó en las palabras, porque su vocación es ser carne y encarnarse. Y Dios nos libre de los sonsos que se alimentan con verborrea dinámica, que no hay quien les meta luz.

           Mientras tanto, los responsables de la educación y de la cultura debieran prestar atención a este proceso de envilecimiento del alma por la palabra bastardeada. Que no se dejen hipnotizar por la “libertad de cultura” y por la “eficacia” los colegios católicos…

           Se vive apuradamente, se piensa a saltitos ilógicos, sin jerarquía. El lenguaje se está cargando de significados inferiores (y lo inferior nunca puede explicar lo superior). Basta leer al periodismo (para avestruces) para notar cómo –valga el ejemplo– la sexualidad humana es analizada al nivel de los lagartos. Como machacan con estos, crearán mentalidades de lagartos. Esto ya lo dijo San Pablo a los romanos: I, 24ss.

           Palabra, mente, cuerpo. El hombre se envilece en cuanto mal usa de uno de estos tres. Que son uno.

           Cuidado, pues, con la lengua. Porque el resto es silencio. Y el silencio es Dios.

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