El poder no es una teoría, aunque existen teóricos y teorías del poder.
El hombre occidental, es hoy la teoría y la práctica de la resignación
del poder. Las personas en Occidente han clausurado la parte de ellas
que tuvo alguna vez conciencia del poder. Griegos y romanos eran
ciudadanos porque ejercían orgánicamente un poder.
La
abstracción, la delegación, el supuesto ejercicio indirecto del poder,
la representación, fueron alejando al civites del ejercicio cotidiano
del poder, de su directa participación en la conformación de un todo
vital. Ni foro, ni asambleas populares, ni siquiera un rol más allá del
día de unas votaciones para las que el sistema demo liberal ya tiene sus
cartas echadas.
No hay teoría conspirativa que pueda eximir
de responsabilidad a los pueblos de Occidente respecto al abandono de su
propio poder, de su ejercicio efectivo, directo y comprometido.
Hoy no
sabemos en manos de quién está el poder. Pero no lo sabemos porque en
realidad no queremos saberlo. No nos interesa.
Estamos bien creyendo que
no hace falta un sacrificio político, y que con un sacrificio económico
pasajero todo volverá muy pronto a la senda del bienestar material. Es
una fe que enajena toda lógica, que quiebra toda voluntad, que asume
simplemente el hecho de no comprender cómo ni por qué pasan las cosas, y
que un ciudadano no debe complicarse interesándose en algo ajeno a su
voluntad como la política.
Son muy curiosos los ciclos de la
historia. Es muy curioso que el animal político por excelencia que fue
el hombre occidental tome esta postura de apoliticismo, o si las cosas
van muy mal de política superficial, sencilla y limitada exclusivamente
al tiempo en que la situación se torna demasiado insoportable, para
luego decaer y desaparecer por completo de las calles y de la vida
cotidiana.
Casi nadie, por no decir nadie, asume hoy una postura
política profunda, integral, completa y compleja. Ya no existe hoy, eso
que hace años se llamaba un “cuadro político”, y que era un tipo de
persona, un estilo, una forma de vida. Algo así como aquello que Jünger
quiso definir en su libro El trabajador. No un superhombre, sino un
retorno al hombre profundo que Occidente una vez vio crecer, crear y
sufrir.
El hombre griego, romano, medieval o renacentista, era un hombre
de poder. Sabía que sin una actitud hacia y desde algún tipo de poder,
simplemente no subsistiría. Asistimos al cansancio y a la decadencia de
un fin de ciclo.
La inacción y la estupidez abúlica se han apoderado de
quienes hasta no hace tanto todavía creaban países de la nada, como es
el caso de mi patria Argentina, un antiguo milagro de los hombres de
otra Europa.
La nada se multiplica por todas las ciudades de
Occidente. En algunas la situación de descomposición está más avanzada
que en otras, pero por lo que se ve todas se van igualando rápidamente.
Los reaccionarios puros que se caracterizan por la histeria se aferran a
un pasado de gloria, sin mirarse al espejo y verse como lo que son: una
triste caricatura de sus antepasados. Eso no es hacer política; en
rigor no es hacer nada útil.
Vivo en un lugar donde antes todo tardaba
en llegar: lo bueno y lo malo. Esa abulia política que en las masas
europeas se afianzó durante la posguerra, nos cubre ahora también a
nosotros.
La simpleza de análisis y la compresión mediática de la
política es un hecho aquí y en todas las ciudades de Occidente. El
precio para quien trata de hacer política real ya no es tanto
arriesgarse a la lucha, sino más bien arriesgarse a hacer el ridículo.
Toda profundización conlleva actualmente ese riesgo. Caímos desde las
alturas de las catedrales góticas, desde los frontispicios triangulares,
desde un mito fuerte como fue Europa, que de repente pasó a otra
dimensión, pasamos por un agujero negro que se llamó Revolución
francesa, la aceleración del progresismo y el abandono personal de la
política en unas formas abstractas y ajenas a nuestra cultura milenaria.
El hombre de Occidente, el más político de todos, se convirtió en el
más apolítico de todos, ya cansado de vivir y apurado por desaparecer.
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