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martes, 31 de enero de 2012

LA “EXPERIENCIA RELIGIOSA” O “MODERNISMO” DE MASAS (PARTES I, II y III)


Los denominados “movimientos religiosos” que se dan en la actualidad, en los cuales algunos miembros de la jerarquía cifran neciamente sus esperanzas para el futuro de la Iglesia, son, en realidad, formas de modernismo popular, como que se fundan en una falsa “experiencia religiosa” en la que un sentimentalismo emocional e ilusorio suplanta a las virtudes teologales.

LA VERDADERA EXPERIENCIA RELIGIOSA

El padre Cornelio Fabro (+1999) explica en la Enciclopedia Católica (Ciudad del Vaticano, 1950, voz “Esperienza religiosa”, vol. V. cois. 601-607) que la experiencia religiosa es cierto “contacto” que la conciencia humana busca tener con Dios. Hay, con todo, una noción de experiencia religiosa ortodoxa y conforme con la sana teología mientras que hay otras que son heterodoxas.

La noción ortodoxa de experiencia religiosa coincide con la mística, o tercera vía de los “perfectos”, que fue estudiada por la patrística, luego por la escolástica y, finalmente, por los doctores místicos por antonomasia: Santa Teresa de Ávila (+1582) y San Juan de la Cruz (+1591). El padre Reginald Garrigou-Lagrange (+1964) sistematizó y sintetizó no hace mucho la doctrina católica sobre la naturaleza de la verdadera mística en sus obras Perfección cristiana y contemplación, y Las tres edades de la vida interior, preludio de la del cielo: tratado de la teología ascética y mística. La auténtica experiencia religiosa supera toda falsa “inmanencia”, cualquier técnica gnóstico-esotérica o filosofía orientalizante con la que el hombre se forja la ilusión de poder alcanzar la autodivinización mediante sus propias fuerzas. En efecto, Dios es trascendente y, por ende, inalcanzable para las fuerzas naturales por hallarse a una distancia infinita de toda capacidad creada, tanto humana como angélica. Es creador incondicionado y redentor en uso de su libérrima voluntad, al que nada constriñe ni determina. Dios está “presente” en todo lugar y, por ende, también en el hombre, no viceversa, como pretende, según parece, la concepción antropocéntrica e inmanentista, al decir de la cual el hombre está en Dios y coincide necesariamente con Él. Además de la “presencia natural” de Dios o ubicuidad (Dios está presente en todas las cosas por el conocimiento, por el influjo o poder y por la sustancia), se da una “presencia espiritual” o racional de Dios en la inteligencia humana, la cual, partiendo de las criaturas, se remonta mediante un silogismo hasta el Creador en tanto que causa primera y lo ama con un amor natural. Se da, asimismo, una “presencia sobrenatural” de Dios en el alma de los justos por medio de la gracia santificante, en cuya virtud el hombre participa realmente de la vida divina. Dios se encarnó y nos redimió por pura misericordia, lo cual excluye toda técnica catártica o purificación iniciática por parte del hombre. Dios, además, aún teniendo en sí mismo una relación personal ad intra, quiere, ad extra, hacer participar de su vida a las criaturas racionales.
Ad intra, el Padre, al conocerse, engendra al Hijo, Verbo o Idea del Padre; el Verbo conoce al Padre a su vez, y de tal conocimiento mutuo nace un amor sustancial y recíproco: el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo (o es espirado por ambos).
Ad extra, Dios, se hace real o físicamente presente de manera sobrenatural, mediante la gracia santificante, en el alma del justo, quien conoce a Dios por conducto de la verdad infusa de la fe y lo ama gracias a la virtud sobrenatural de la caridad. El hombre puede llegar a la mística o vida unitiva, que es la única experiencia religiosa verdadera, por las virtudes teologales de la de , la esperanza y la caridad, reforzadas por los siete dones del Espíritu Santo. Además, Dios redentor nos brinda los medios suficientes (oración y sacramentos) para alcanzar la unión con Él (una unión creada y participada; limitada, por tanto), con lo que nos da la capacidad real de observar los diez mandamientos; ya que “es muerta la fe sin obras” (Santiago 2, 26).
La mística es el desarrollo ordinario de la vida espiritual, a la que son llamados todos los bautizados, mientras que los fenómenos místicos extraordinarios (visiones, estigmas, levitaciones…) son completamente accidentales y no forman parte de la naturaleza de la perfección o santidad.
La vida sobrenatural o presencia de Dios en el alma de los justos no cae de suyo bajo la conciencia humana natural, pero puede suceder que se experimente la presencia de Dios en el alma merced al don de sabiduría “Gustate et videte quoniam suavis est Dominus” (Ps, 34, 9); “El recuerdo de Jesús es dulce (…) pero su presencia es más dulce que la miel y que todas las cosas (…) el que hace la experiencia de Jesús puede decir qué es amarle” (San Bernardo de Claraval). Con todo, sería un grave error hacer de la experiencia religiosa un criterio necesario y absoluto de la vida espiritual.

FALSA EXPERIENCIA RELIGIOSA

La concepción heterodoxa de la experiencia religiosa es, sobre todo, la del subjetivismo protestante y modernista. El protestantismo introdujo en la religión con Lutero (+1564), el subjetivismo en las relaciones con Dios, igual que Descartes (+ 1560) lo introdujo en la filosofía y Rosseau (+ 1778) en la política. Martín Lutero repudió la razón y, por ende la fe en tanto que acto sobrenatural de la inteligencia y de la voluntad, y apeló a la subjetividad de la sola fides, la cual no es virtud teologal de la fe como acto de adhesión intelectual y volitiva a la verdad objetiva revelada por Dios, sino que es una “fe fiducial”, es decir, la confianza subjetiva de salvarse por sola la fe, lo que no es otra cosa, en realidad, más que la “presunción de salvarse sin méritos”. La fe fiducial y el “testimonio del Espíritu Santo” se identifican, según Lutero, con el sentimiento individual y subjetivo, que constituye para él el único criterio y objeto de la religiosidad (un objeto que coincide con el sujeto y se pierde en él). El padre Fabro define tal teoría como “disociación de la conciencia del contenido objetivo de la fe”.
En el ámbito filosófico, la modernidad laicista elevó la experiencia religiosa a criterio absoluto e independiente de todo dato objetivo. El fundador de dicha escuela fue Kant (+1804) para quien Dios mismo no es un ente real y objetivo, independiente del ser humano, sino que es tan sólo un postulado de la “razón práctica”, que siente la necesidad de una experiencia religiosa de la divinidad que la “razón pura” o teórica no puede alcanzar.
Nació de Kant una doble orientación del pensamiento: una más filosófica y racionalista: el idealismo trascendental de Fichte (+1814), Schelling (+1854) y Hegel (+1831), que pretende, siguiendo a Kant, subordinar la religión a la filosofía subjetivista; otra más bien espiritual y misticoide: el irracionalismo fideísta de Schleiermacher (+1889), que sigue a Kant sobre todo en privilegio del sentimentalismo subjetivista religioso; más aún, para Shleiermacher el “sentimiento es el único criterio de la verdad”, por la cual “la fe es puro sentimiento inmediato”.
Tal concepción subjetivista y sentimentalista comienza a tomar con el modernismo -como veremos con pormenor en la segunda parte del presente artículo-, una orientación cada vez más irracionalista; la experiencia religiosa sustituye por completo a la recta razón como a la revelación divina y a la fe teologal.
 
El protestantismo francés y Auguste Sabatier (1839-1901) con su obra Esbozo de una filosofía de la religión (París, 1879) fueron el elemento penetrante y decisivo, determinante, de la teoría subjetivista irracionalista, que insiste en el primado de la vida y de la experiencia religiosa subjetiva sobre la razón especulativa y la fe objetiva. El influjo de Sabatier fue tan fuerte que la teoría evangélica protestante estribó esencialmente, durante los pasados ciento cincuenta años, en una fenomenología de la experiencia.
Maurice Bondel (1861-1949) introdujo en el campo católico el subjetivismo y el primado de la experiencia religiosa conla nueva definición de la verdad cual adequatio rei et vitae (adecuación de la realidad y de la vida) y no ya rei et intellectus (realidad e inteligencia). El vitalismo de Henri Bergson (+1941) disolvió la religión en una experiencia psicológica íntima, mientras que el pragmatismo, con William James (1842-1910) y el ecumenismo o modernismo ascético, redujo la religión a sentimiento subjetivo que irrumpe desde la “subconciencia”, hundiéndose así cada vez más en el inmanentismo sentimentalista o racionalista y abriendo las puertas al psicoanálisis cabalístico-freudiano, que en la escuela de Francfurt convirtió en un fenómeno de masas.

EL MODERNISMO: LAS PRIMERAS ESCARAMUZAS

 
Recurrimos otra vez al padre Cornelio Fabro para su definición (Enciclopedia Cattólica, Ciudad del Vaticano. 1952, vol. VIII, voz “Modernismo”, columnas 1196-1199). Éste lo define, siguiendo a la encíclica Pascendi de San Pío X, donde apareció tal término por vez primera, como “orientación heterodoxa que se proponía renovar, poner al día y reinterpretar la doctrina católica en armonía con la filosofía moderna” (ibi, col. 1188). El modernismo es un conjunto bastante complejo de errores en todos los campos de la doctrina cristiana, pero San Pío X logró reducirlo en la Pascendi a su núcleo esencial y le dió la denominación común de “modernismo” por la manía de querer poner al día la doctrina católica en función de las exigencias del pensamiento “moderno”.
Históricamente, se traslucía ya el modernismo en la rerum novarum cupiditas, o manía de novedades, que se presentó en el siglo XIX en el ámbito católico, bajo los pontificados de Gregorio XVI, Pío IX y León XIII. Se caracterizaba por la intolerancia para con la filosofía y teología escolásticas, especialmente las tomistas. Se condenó el indiferentismo o liberalismo de Lamennais (1834); después se reprobó el fideísmo o tradicionalismo de Bautain (1840) y de Bonetty (1855) junto con el racionalismo de Hermes (1835) y  Günter (1857) y, por último, le tocó el turno al ontologismo de Gioberti (1861) y Rosmini (1887). Pío IX compendía en el Sílabo (1864), condenándolos, todos estos errores, que eran a la sazón nada más que los signos precursores de una tempestad que se desencadenaría con toda su violencia unos cuarenta eños después, bajo el pontificado de San Pío X.
El concilio Vaticano I, aunque se interrumpió a causa de la invasión de Roma por parte de las fuerzas saboyanas (1870), contuvo durante algún tiempo esta crecida de errores mediante la doctrina definida sobre las relaciones entre la fe y la razón, la fe como virtud teologal infusa, la infabilidad del magisterio pontificio y el primado  de jurisdicción del romano pontífice. Las primeras escaramuzas con el modernismo se verificaron en Francia, después de Ernest Renán (+1892) y con Alfred Loisy (+1940), quien ya había sido apartado de la enseñanza en 1893, bajo León XIII. Loisy proponía como criterios fundamentales para interpretar las Sagradas Escrituras, la historia comparada de las religiones, el examen filológico “mondo y lirondo” del texto sagrado y la arqueología bíblica.
León XIII procuró remediar tales desviaciones con la encíclica Providentissimus (1893), pues, caso de triunfar, habrían reducido la exégesis a mero análisis filológico, y el libro sagrado, a un libro humano cualquiera. El papa Pecci instituyó asimismo, en 1902, la Pontificia Comisión Bíblica para hacer frente a la orientación racionalista que estaba tomando la exégesis católica. No obstante ello, Loisy siguió  ”modernizando”, y el modernismo arraigó también en Inglaterra con Tyrrell (+1909) y en Italia con Murri (+1944), Buonaiuti (+1946) y Fogazzaro (+1911).

El grito general de la naturaleza; el consentimiento unánime de todos los pueblos, la facultad de pensar que nos distingue de los brutos y nos hace superiores a cuanto nos rodea; la creencia general de que la virtud tiene que ser recompensada y castigado el vicio (…) el vacío inmenso que dejan en el corazón humano las cosas de la tierra; la filosofía, la fe, el sentimiento íntimo, todo nos dice y asegura que nuestra alma es inmortal, que hay otra vida.
Monseñor Ezequiel Moreno y Díaz

EL DIQUE DE SAN PÍO X Y SU DESMANTELAMIENTO


Le tocó a San Pío X afrontar la herejía modernista, que ya emergía con claridad, y lo hizo ante todo con el decreto Lamentabili (3 de julio de 1907, Denzinger B., nn 2001-2065), que compendiaba en 65 artículos los nuevos errores, y luego  con la encíclica Pascendi (8 de septiembre de 1907). Con todo, el Papa debió intervenir nuevamente muy pronto, mediante el motu proprio Præstantia Scripturæ (18 de noviembre de 1907), pero esta vez contra las alteraciones que se intentaba hacer sufrir el decreto Lamentabili y a la encíclica Pascendi. Fulminó la excomunión contra quien los contradijera, y declaró que los contumaces u obstinados en los errores modernistas eran culpables de herejía puesto que el modernismo atentaba contra los fundamentos de la fe (Denzinger B., nn. 2114). Por último, remitiéndose a los dos documentos susodichos, publicó la fórmula del juramento antimodernista con el motu proprio Sacrorum Antistitum (1 de septiembre de 1910), para evitar que ambos textos doctrinales se quedaran en la letra muerta y no se aplicasen en la práctica.
Este juramento resumía los puntos principales de la doctrina católica y los errores modernistas que se le oponían. Los modernistas entonces se quitaron la máscara publicando un documento anónimo titulado Programma dei modernisti (Turín, noviembre de 1907), cuya idea esencial era la que mediaba una oposición irreductible entre la tradición eclesiástica y la filosofía moderna, que debía resolverse en provecho absoluto de ésta última.
San Pío X siguió construyendo el “dique contra los errores modernos” que había empezado a edificar Pío IX con el Sílabo (8 de diciembre de 1864) y que acabó Pío XII con la Humani generis (12 de agosto de 1950), la cual condenaba a la “neoteología” o neomodernismo. Por desdicha, tal dique de contención lo abrió después Juan XXIII, quien rehabilitó a todos los neomodernistas que Pío XII había condenado apenas diez años antes. La puesta al día y el diálogo con el mundo moderno fueron las preocupaciones “pastorales” principales del papa Roncalli, a quien siguió en esto Pablo VI, que concluyó la obra iniciada por su predecesor, es decir, el desmantelamiento del dique de contención que se había erigido contra los errores modernos y postmodernos.

“UNA EXPOSICIÓN MAGISTRAL Y UNA CRÍTICA MAGNÍFICA”


El modernismo procuró siempre esconderse, no aparecer, quedarse en la indeterminación para no ser condenado y poder transformar a la Iglesia ab intrínseco, desde dentro, llegando hasta la cumbre. San Pío X, sin embargo, sobre todo con la Pascendi, expone la doctrina modernista de una manera concisa y sistemática, con un dominio impresionante de la terminología y de la técnica de los adversarios (incluso de la oculta). El valor de esta encíclica lo reconocieron hasta filósofos inmanentistas como Giovanni Gentile, que la definió como “una exposición magistral y una crítica magnífica”. 
La encíclica consta de dos partes: la primera es doctrinal, y la segunda, rica en instrucciones disciplinares contra los modernistas, ya que sin modernistas no habría modernismo, y para combatir a este último es menester debelar los primeros (actiones sunt suppositorum). “Condenar el error pero amar al que yerra en cuanto tal” es una aberración semejante a la de los católicos liberales, “que adoran a Dios y respetan a Satanás”. (Pío X). Al que yerra se le ha de amar cuanto hombre capaz de conversión y de abjuración del error, nunca en cuanto a extraviado, porque de lo contrario, se amaría también su extravío.
La primera parte de la Pascendi, la doctrinal, se divide en tres puntos, en los cuales se analizan las principales etapas del modernismo.

PRIMER PUNTO: EL “FILÓSOFO” MODERNISTA

a) Primera etapa: El subjetivismo y el relativismo individual y absoluto.
b) Segunda etapa: El sentimentalismo religioso de cada cual como criterio único para interpretar el significado del dogma.
c) Tercera etapa: La evolución intrínseca e ilimitada del dogma, leído a la luz de la emoción religiosa subjetiva. La consecuencia es la desfiguración de la religión católica, que se interpreta a la luz de una exaltación subjetiva y de un inmanentismo teórico radical.

SEGUNDO PUNTO: EL “CREYENTE” MODERNISTA

a) Primera etapa: El fiel se desvincula de toda objetividad y de toda autoridad extrínsica a él.
b) Segunda etapa: El fiel cae por eso en el subjetivismo, en el agnosticismo o nihilismo teológico, por lo cual toda religión depende de la conciencia subjetiva del creyente.
c) Tercera etapa: El inmanentismo, vivido por el creyente tal y como había sido teorizado por el filósofo.

TERCER PUNTO: EL “TEÓLOGO” MODERNISTA

a) Primera etapa: El teólogo aplica a las formas dogmáticas el inmanentismo teorizado por el filósofo y vivido por el creyente, las cuales se transforman así en “símbolos” y “aproximaciones” de la conciencia subjetiva del hombre, junto con la que se mudan continuamente.
b) Segunda etapa: También la Iglesia, los sacramentos y las Sagradas Escrituras son puros símbolos de la conciencia colectiva de los hombres y caminan con ella.
c) Tercera etapa: Atañe a las relaciones entre la Iglesia y el Estado en la óptica de la separación absoluta.
Salta a la vista que el modernismo demuele a la religión católica en su totalidad, no sólo en algunos de sus dogmas; de ahí que San Pío X lo calificara de “compendio de todas las herejías”. En efecto, sustituye el magisterio eclesiástico por la opinión  o el arbitrio subjetivo, por lo que del agnosticismo teológico se pasa al ateísmo, o directamente al nihilismo religioso (“La teología de la muerte de Dios”), con la consiguiente abolición de toda religión positiva, en especial, de la única y verdadera religión revelada, la católica-romana. Todo sazonado, como explica el padre Fabro, con un “extraño batiburillo de aspiraciones sospechosas, que valiéndose de un barniz pseudomístico (…) pretendían sostener, como lo hizo Murri en Italia, la política de la democracia moderna, que había de reemplazar la acción de la Iglesia”. Es lo que hizo luego la democracia cristiana desde de Gasperi en adelante.
La gravedad del modernismo estriba en el hecho de que procura transformar la Iglesia desde dentro y, secretamente, a la “chita callando”, transformar la noción misma de religión, de fe, de dogma y de verdad objetiva mediante el inmanentismo, que es al ama de la filosofía moderna (que va desde Descartes hasta Hegel). El padre Fabro pone de relieve que, con vistas a alcanzar tal fin, los modernistas rara vez expresan sus principios claramente y de manera sistemática, para poder así pasar inadvertidos y no ser condenados. Prefieren el método historicista al teórico, pero, por lo demás, el primero no deja de estar atiborrado de subjetivismo y relativismo; de ahí que, entre el teórico Rahner y el historicista Ratzinger, el más intrínsecamente modernista sea el segundo aunque parezca mas conservador (se podría decir parafraseando a Lenin, que “el extremismo es la enfermedad infantil del modernismo”). Fruto de tal subjetivación de la fe es la transformación de la religión cristiana y su “transubstanciación” en una vaga religiosidad inmanentista antropocéntrica y antropolátrica, que reduce toda realidad a instinto subjetivo, como la pseudorreforma luterana. El padre Fabro parangona el modernismo, y con razón, al gnosticismo del siglo II, porque ambos tienen en común la pretensión de encerrar en un principio el conocimiento o “gnosis” subjetiva y mistérica de la verdad natural y sobrenatural, de lo que se sigue la relatividad de todas las fórmulas dogmáticas y la unidad trascendente de todas las religiones.
El padre Fabro nos enseña asimismo que el peligro del modernismo, así como del esoterismo, estriba en su ductilidad, esto es, en su indefinibilidad, la cual pretende esquivar toda calificación precisa y determinada tanto en filosofía como en teología, por lo que se mantiene en lo vago, “mítico”, o poético.
Se pretende hacer pasar la “gnosis” de marras por un conocimiento íntimo, privado, secreto, por cuya virtud el hombre se autodiviniza. Tamaño inmanentismo rechaza la trascendencia, a despecho de su pretensión de no ser sólo “inmanencia” y de conciliar teocentrismo y antropocentrismo, visto que, en realidad, disuelve al hombre en Dios y deviene panteísmo o pancristismo teilhardiano. Se lee a este propósito lo siguiente en el Programa de los modernistas (Turín, 2- edición, 1911, p. 101): “el inmanentismo no es ese error grosero que la encíclica Pascendi quiere hacer creer”. Por desgracia, Juan Pablo II también afirmó algo parecido en su segunda encíclica, de 1980, Dives in misericordia (nº 1):
“Mientras que las diferentes corrientes del pensamiento humano del pasado y del presente fueron y siguen siendo proclives a separar el teocentrismo y el antropocentrismo y aun en contraponerlos, la Iglesia, en cambio, procura casarlos de una manera orgánica y profunda. Éste es uno de los puntos fundamentales, acaso el más importante, del magisterio del pasado concilio”.
El Programa de los modernistas decía también (21ª edición, pág. 127) que no rechazaba ni la Sagrada Escritura ni la Tradición, sino sólo su interpretación (o “hermenéutica”) escolástica y, sobre todo, tomista, que, en su opinión, había sido superada por el subjetivismo de la filosofía moderna. Por eso se está en sintonía plena con el Programa de los modernistas cuando se afirma, sin probar, la “hermenéutica de la continuidad”. Importa trancribir, a éste propósito, las siguientes palabras del padre Fabro (ibi, col. 1195):
“De nada sirven las protestas de aceptación íntegra de la doctrina católica que profieren algunos modernistas, ya que el modernismo introdujo, con el “principio de la inmenencia vital”, un veneno corrosivo no sólo de la esencia de la fe y de sus verdades, sino también del valor objetivo de cualquier verdad absoluta, ya se trate de una verdad de hecho o de razón, y volvió al principio de Protágoras según el cual “el hombre es la medida de todas las cosas”.
El modernismo, además, rechazó el sano realismo greco-cristiano del conocimiento, la distinción entre el orden natural y el sobrenatural, el valor lógico y ontológico de los principios primeros, evidentes de suyo, y, con ellos, la sana lógica y toda metafísica. (C. Fabro, ibi. col. 1195)
No obstante todo ello, hemos de concluir con el p. Fabro que “el modernismo, si bien deriva del subjetivismo del pensamiento moderno, con todo, no presenta ninguna consistencia teórica porque no se compromete a fondo ni lo pretende con ningún sistema o filosofía determinada, de manera que se reduce a un fenómeno de “contaminación teórica” y de concordismo superficial” (ibi).

   
Fuente
http://eccechristianus.wordpress.com/2012/01/20/la-experiencia-religiosa-o-modernismo-de-masas-ia-parte/
http://eccechristianus.wordpress.com/2012/01/22/la-experiencia-religiosa-o-modernismo-de-masas-2a-parte/
http://eccechristianus.wordpress.com/2012/01/29/la-experiencia-religiosa-o-modernismo-de-masas-3a-parte/

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