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sábado, 21 de abril de 2012

UNA INMENSA NOSTALGIA




Por Cosme Beccar Varela
 Buenos Aires, 20 de Abril del año 2012 - 1100

Tengo una inmensa nostalgia de lo que fue la civilización cristiana, de la cual pude ver y sentir algo y de la cual todavía quedan algunos restos agonizantes.  Sin embargo, está desapareciendo y desaparecerá definitivamente de la faz de la tierra porque hay toda una horda de bestias dedicadas a destruirla y hay un rebaño de idiotas dispuestos a abandonarla.

Como un último homenaje a esa madre amada que es la civilización cristiana, gracias a la cual todavía conservo algo de vida en el alma, balbucearé en estas líneas un intento de explicar qué es esa civilización. Lo haré muy mal porque no soy poeta y hace falta un poeta para que la cante, pero un poeta de la talla del P. Leonardo Castellani, de Rubén Darío, de Antonio Machado, de García Lorca (aunque estos últimos fueron malos en sus ideas pero no en su sensibilidad poética que es un don de Dios que ellos tenían).

Estaba mirando algunas fotos de la Europa cristiana, cuna de la civilización que amo hasta el éxtasis. Nunca he sido demasiado piadoso en la oración ni en las ceremonias religiosas. Pero me emociono y me nacen deseos de ser mejor admirando un gesto de coraje, de magananimidad, de lealtad, de grandeza moral inspirados en la fe o contemplando la obra del espíritu católico en las cosas, las formas que imaginó, la perfección con que las realizó dominando la materia con paciencia, buen gusto y dedicación.

Hasta me parece que el espíritu católico no sólo se refleja en las obras realizadas por la mano del hombre sino también en la misma naturaleza que se cristianizó de algún modo asimilando la belleza de la civilización sobre la cual había sido levantada. Los ríos de Europa, por ejemplo, me parecen más serenamente caudalosos, más navegables, más elegantemente sinuosos, más limpios, que los ríos de los países paganos o salvajes, como los de América, cuya conversión al cristianismo quedó hasta cierto punto trunca por la maldita revolución liberal y luego socialista. Y los bosques de Europa con árboles centenarios y elegantes, tupidos y con "sotto bosques" acogedores, sin reptiles ni insectos venenosos, son ciertamente más civilizados que la jungla amazónica, por ejemplo, 

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¿Qué es lo que hace a la civilización cristiana tan amable y bella? Hay muchas cosas, pero las que más extraño son las que voy a tratar de esbozar. Son todas virtudes y buenos hábitos de los hombres y mujeres que la hicieron y que la continúan como una tradición sagrada. Mencionaré algunas, las que me acuerdo, sin pretender agotar el tema y mucho menos expresarlo de tal manera que sea capaz de transmitir la emoción con que las evoco.

Aclaro que esa emoción no es romántica ni pacífica: es beligerante y dispuesta a defender cada uno de esos rasgos como estoy dispuesto a defender la inocencia de los niños y la Justicia contra la iniquidad.

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En la civilización cristiana había jerarquías protectoras y aceptadas naturalmente. Los más humildes se sabían protegidos y los más fuertes se sentían obligados por su honor a protegerlos. A nadie se le ocurría desconocerlas ni a nadie se le pasaba por la cabeza usurparlas, porque era imposible. Hacían falta varias generaciones de superioridad para saber ocupar una jerarquía sin ponerse en ridículo o convertirse en un tirano. A los "trepadores" de ese tiempo lo más que se les ocurría era guillotinarlos y hacer una revolución que cambiara todos los criterios de superioridad, pero nunca pretender recibir el homenaje natural del pueblo.

Aunque el sistema político no fuera monárquico, esas jerarquías, cuando eran fieles a su misión, podían llamarse "aristocracia", sin la cual no hay nación que pueda mantenerse dentro de la civilización porque no hay pueblo que pueda educarse sin una aristocracia como modelo.

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En la civilización cristiana hay honor, es decir, vergüenza de no ser como se debe ser en cada momento de la vida y en cada detalle de la conducta.  El honor hace a cada uno el más severo juez de sí mismo, que no admite excusas, y el más exigente guardián del deber.

El honor está custodiado por el pundonor, está inspirado en el Evangelio, no necesita la aprobación de terceros ni mucho menos, aplausos. El fracaso le parece normal cuando el mundo en que vive es repugnante como éste en que vivimos. El triunfo conseguido por engaño, por defección, por adulación, por la cobardía de no enfrentar al poderoso le es intolerable y prefiere mil veces el fracaso que un triunfo rastrero, aunque sea lucrativo.

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En la civilización cristiana hay una sensibilidad refinada, que se admira ante la perfección, que es un reflejo de Dios. Un gesto noble, un poema inspirado que expresa un sentimiento superior, la cara limpia de una persona honrada, un paisaje admirable, un palacio proporcionado y elegante, el galope de un noble caballo bien adiestrado, un jardín cuidado, un árbol centenario, un cuadro inteligente y bien pintado, una palabra bien dicha, y tantas otras cosas que en la civilización cristiana son abundantes, causan emoción a las buenas gentes de la civilización cristiana.

Y por el contrario, una grosería obscena, una agresión injusta, el fortachón que se impone sin razón, la risotada del que festeja esas cosas, la jactancia del ladrón exitoso, la injusticia del poderoso, el corromper a los niños, la cobardía de los desertores de su deber, la mentira del estafador, el dolor del débil desamparado, todo eso y mucho más que se ve en este valle de lágrimas, indigna a las buenas gentes de la civilización cristiana que exige y actúa de inmediato para reparar aquel entuerto intolerable con el cual no hay transacción posible que le deje al transgresor ni el más mínimo beneficio de su bestialidad. 

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En la civilización cristiana las formas son importantes. Tienen que ser armónicas y cada vez más bellas. Todo debe estar hecho a su medida y proporcionadamente, con un adorno discreto y racional pero tan acabado como sea posible. Porque en el Cielo todo será bello en la presencia de Dios y la vida en la tierra debe ser una preparación del Cielo y un reflejo de su belleza. 

El buen gusto reina en todas partes, no sólo en las artes sino hasta en los instrumentos más humildes de la vida cotidiana. Hoy se visitan las casas de los campesinos europeos pobres con admiración y, por ejemplo, el estilo de las casas de los labradores normandos, con sus paredes sostenidas por largos tablones geométricamente colocados, hasta hace poco era imitado por las casas de los ricos, como por ejemplo, el magnifico "club house" del Jockey Club de San Isidro.

En la civilización cristiana el arte llamado "moderno", que hace un culto de la fealdad y hasta de la blasfemia, como el del degenerado León Ferrari o el "arte bruto" de un tal Dubuffet (que no he visto nunca pero que acabo de ver mencionado en un libro y lo cito porque me impresionó el nombre que le dio a su torpe "no-arte") o las pinturas descabelladas, sin forma, o las "esculturas" del disparate que no son tales, como la del mistificador Regazzoni y tantos otros, ese anti-arte no sería tolerado ni un minuto. Sería destruido por mano del verdugo y al que dijera que eso es "discriminación" o un atentado a la "libertad de expresión" se le administrarían unos cuantos fustazos medicinales por burro y promotor de la deformidad.

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El respeto recíproco y en especial de los más débiles reinaban por todas partes y la fuerza estaba al servicio del bien; la insolencia era reprimida al instante, la potencia del malo inmediatamente removida y anulada; la bondad, la calidad, el deber cumplido, eran premiados siempre, mientras que la maldad, la ordinariez y la felonía eran castigadas proporcionalmente, sin exceso pero sin defecto.

La inocencia de los niños era protegida y la educación considerada de suprema importancia para formar buenas personas que salvaran su alma y hacer posible que cada uno desplegara todos los talentos que Dios le hubiera dado, enseñando a amar la verdad, execrar la mentira y corregir el error, transmitiendo las habilidades adquiridas por los siglos, que son la base de las artes, y sobre las cuales crea sus obras el genio.

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En la civilización cristiana existe la Autoridad,  o sea, el gobierno justo que sirve el bien común y jamás usa su poder para servirse a sí misma. La obediencia es practicada con naturalidad y sin que nadie se sienta disminuido por eso. En la Edad Media se decía: "No hay hombre sin Señor". Hasta el Emperador el Sacro Imperio tenía un Señor, que era el Papa; éste era el "servus servorum Dei", el siervo de los siervos de Dios, y su Señor era el mismo Jesucristo al que servía con temor y temblor.

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Todas estas cosas y muchas más que no sé decir formaban el tejido vital de la civilización cristiana de la cual todavía quedan en algunas personas, algunos restos que se van desvaneciendo pero que hasta hace algunos años conservaba una cierta lozanía. Yo mismo he visto algo de eso o al menos me parece así en el recuerdo;  por ejemplo, la vida en la gran casa de la barranca de San Isidro en que reinaba mi abuela María Cristina Castro Videla de Beccar Varela.  Pero la revolución igualitaria (de la cual Perón fue en la Argentina el gran impulsor) y la promoción de la deformidad en todos los órdenes de la vida, va destruyendo todo aquello con una insolente fruición. 

La facilidad con que hoy dominan los malos, matan los delincuentes, roban los políticos, triunfan los pornógrafos, se pavonean los homosexuales practicantes y los fornicarios, apostatan los clérigos, abundan los heresiarcas, los militares cobardes y traidores ascienden, los inmorales de toda laya actúan, los jueces prevaricadores dictan "sentencias" y los mediocres pasan por sabios, produce la más indignada repugnancia.

Y, ¿sabe qué es lo peor? Que en este clima de degradación que se ha creado y que crece en progresión geométrica, la civilización cristiana no puede renacer si no es por un cataclismo causado por la indignación divina y siempre que haya predicadores santos al mismo tiempo que interpreten a las multitudes aterradas el significado de ese castigo. O si no, por la mano armada de miles de guerreros católicos que enderecen todos estos entuertos a sangre y fuego. 

Lamentablemente, no me parece que podamos esperar tanta misericordia de Dios a Quien tanto ofendemos, ni que surjan tantos guerreros católicos, a no ser por la mediación misericordiosa de la Santísima Virgen que en Fátima prometió: "Por fin Mi inmaculado corazón triunfará".

Cosme Beccar Varela

e-mail: correo@labotellaalmar.com

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