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domingo, 29 de abril de 2012

VIDAS DIVERGENTES


                            
Por Enrique Graci Susini

     Plutarco escribió sus Vidas Paralelas con un propósito ejemplar: mostrar, desde los aciertos y la sabiduría de los mejores y también desde el honor y el heroísmo manifestado en sus hechos, ejemplos que nos sirvieran para superar nuestras propias miserias. No ocultó tampoco cobardías, traiciones o actos de altivez desmesurada que debieron ser pagados por los pueblos a quienes gobernaban los peores, o, simplemente, los más inútiles para buscar y alcanzar el bien de todos. El autor estaba imbuído de ideas religiosas, filosóficas y éticas que lo llevaron siempre a distinguir lo bueno de lo malo, alejándolo de toda forma de indeferentismo o relativismo moral y político. Fue lectura y cita habitual de muchos grandes políticos -el general Perón entre ellos- cuando en ese difícil arte, a los mejores no les bastaba con que se los alabara por su astucia, o por su viveza, o simplemente por su capacidad para multiplicar sus patrimonios personales y no los peces y los panes para saciar a quienes tenían hambre y sed de justicia.

                        ¿Será necesario resaltar que la modestia de mi propósito no procura iniciar una nueva serie caracterizada por el alejamiento moral y político de las figuras confrontadas sino sólo mostrar la distancia inmensa que separa a uno de los otros en el caso de que me ocuparé?

                        Falleció hace muy poco tiempo un gran amigo: el Dr. Julio Herrera Molina, catamarqueño de origen y entrerriano por adopción; era inteligente, era sutil, alegre, culto, valeroso y consecuente. Cuando éramos jóvenes -hace ya demasiado tiempo- daba gusto escucharlo en los pasillos de la Facultad, o en las mesas de los bares y cafés que frecuentábamos, o en las casas de amigos, camaradas y compañeros adonde nos juntábamos para compartir un locro o unas empanadas y algún vaso de vino entre recuerdos y canciones de la Patria vieja y pensamientos doctrinarios y anécdotas de los movimientos nacionales y revolucionarios que fueron en el mundo antes de que cuajara en nuestra Patria el peronismo. Era un gran orador y cuando, subido a una tarima improvisada o a un palco más formal, levantaba su voz bien timbrada y montaba el gesto desafiante con que su nacionalismo peronista, o su peronismo nacionalista, describía la realidad que nos asqueaba, proponía caminos de un patriotismo liberador y combativo que resultaban capaces de ennoblecer a quienes aceptaran el convite de la pelea a la que nos convocaba.

                         Radicado en Paraná desde hacía muchos años, fue Ministro de Educación de la Provincia entre el 25 de Mayo de 1973 y el 24 de marzo de 1976 y emprendió con alegría la tarea que -estaba convencido- debía llevarse adelante. Ninguna concesión a las formas y contenidos socialdemócratas que hoy envilecen y esterilizan a las nuevas generaciones argentinas; ningún pudor para cantarle a la Patria, a sus raíces católicas e hispánicas, o a la generosidad con que acogió a quienes llegaron a ella para construir aquí su laborioso destino; ningún temor para defender a la autoridad -que siempre está fundada en el saber- frente a las insolencias que comenzaban a asomar; convicción para hacer desfilar a los estudiantes, frente al autor de la "Marcha del Trabajo", Dr.Oscar Ivanisevich, entonando aquellos versos que decían, "Hoy es la Fiesta del Trabajo, unidos por el amor de Dios, al pie de la bandera sacrosanta, juremos defenderla con honor...".

                         Hoy, cuando un personaje de la Corte de los Milagros de la obsecuencia kirchnerista, apellidado Kiciloff, anuncia muy suelto de cuerpo que "la seguridad jurídica es un concepto horrible", un personaje de cultivado aspecto luciferino cuyo rasgo más saliente parecen ser sus patillas -curiosamente así, "patillas", en plural, uno de los sinónimos del nombre del demonio, según el diccionario de la Real Academia Española-; y cuando campea en la otra Corte, la Suprema de Justicia, un personaje repugnante como Zaffaroni, un "ochocuarenta" según la antigua lunfardía porteña designaba a quienes facilitaban la prostitución, que supo jactarse ante la Comisión de Acuerdos del Senado de la Nación -interrogado por el Senador Terragno- por haber jurado a lo largo de su vida profesional por todo lo que le pusieron adelante: la Constitución reformada en el 57, los Estatutos de la Revolución Argentina, la Constitución modificada en el final de aquel período por el general Lanusse, y, también, por las Actas del Proceso de Reorganización Nacional cuando el general Videla lo designó Juez; hoy, repito, cuando estas cosas ocurren y estos personajes excrementales son protagonistas, quiero recordar a Julio Herrera Molina a través de una anécdota para que corra un poco de aire fresco en este ambiente prostibulario.

                         Corría el año 77 ó 78 cuando en la ciudad de Paraná, donde estaba radicado desde antes de su casamiento, fue visitado por una de los ministros de la Corte Suprema provincial para comunicarle que iba a ser propuesto como conjuez ya que había causas en las que algunos de los miembros deberían excusarse y que tenían un significativo contenido económico; agregó que todos le reconocían no sólo sus conocimientos jurídicos sino también su honorabilidad, por lo que creían que era la persona adecuada para ser propuesta. Julio le contestó que agradecía el concepto en el que lo tenían pero que no podía aceptar ya que no estaba dispuesto a jurar por los Estatutos del Proceso de Reorganización Nacional. En una segunda visita, ya de todos los miembros del Tribunal, le propusieron una forma de zanjar el problema: olvidarse de los Estatutos y tomarle juramente sólo por las constituciones Nacional y Provincial. Julio afirmó entonces que eso sí podía aceptarlo ya que no violentaba sus convicciones.

                           En la conversación que siguió -eran todos viejos conocidos y, en algúnos  casos, amigos, alguien le dijo: "No te entiendo, te hemos escuchado siempre denostar aspectos de la Constitución y hasta la forma en que fue sancionada, y ahora resulta que es lo único que aceptás como pilar del orden jurídico". La respuesta de nuestro querido y respetado amigo fue una lección para los hombres de la Corte y debería serlo para muchos otros: "Esta no es una República de cafres; y si alguien quiere convertirla en eso no será con mi complicidad. Me guste o no la Constitución - y les aseguro que hay muchísimas cosas que no me gustan- tenemos la obligación de respetarla y, también, de fundar en ella un orden jurídico civilizado hasta que se la pueda modificar".

                           Ningún Kiciloff o Zaffaroni, podrán comprender jamás la nobleza de nuestro amigo; tampoco el tropel de alcahuetes que acuden siempre en apoyo de quienes ejercen el poder y en refuerzo de sus razones o sinrazones. Pero no quisiera encubrir, tampoco,a la caterva de repetidores de lugares comunes que se han cansado de decir, durante años, que, cualquiera fuese la opinión que se tuviera acerca del gobierno, había que reconocerle la modificación de la Corte como un acierto. Si a éstos últimos les damos tiempo van a reconocer también al módico Kiciloff, cuando les convenga, como un Keynes redivivo y a Máximo como al estadista que "hace falta en la Argentina".

Un envío de: CARLOS ALBERTO FALCHI

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