Por Antonio
Caponnetto
“Dios no se deja burlar”
Gálatas VI,7
Tan luego en el Día del Pontífice
traían los medios una noticia que parece ser la coronación del escándalo
causado por Bargalló, el obispo
traidor.
La noticia aludida da cuenta de una
misa concelebrada por Bergoglio y Casaretto en la Catedral Nuestra Señora
del Rosario, de la diócesis Merlo-Moreno, a cuyo cargo supo estar el pastor
infiel. Los concelebrantes osaron hacer el elogio de sus quince años de
gestión, el público rubricó lo dicho con vítores y aplausos dirigidos al
desertor ausente; y el Arzobispo de Buenos Aires –en uno de sus habituales
desmadres- se atrevió a sugerir y a encomiar el presunto carácter martirial del
renegado, diciendo de él que “trabajó para los pobres y esto le valió la
persecución” (cfr .La Nación, 29-6-12, p.19, y AICA, 29. 6.12).
Así, lo que debió ser una ceremonia
de desconsagración del clérigo felón, se convirtió en su homenaje, exhibiéndolo
como víctima de quienes no habrían compartido su compromiso social. Lo que
debió ser el necesario, reparador y legítimo vilipendio al mercenario, se trocó
por una caracterización del mismo cual un cordero al que las fuerzas del mal
acosaron, pero que no obstante dejó “a la Iglesia unida, humanitaria y
misionera” (cfr. La Nación, ibidem).
El descarriado llevaba por lo menos
dos años de doble vida, cometiendo perjurio contra el Orden Sagrado e
incurriendo en una repugnante fayutería propia de los fariseos. Pero para la
ignominiosa dupla bergoglio-casarética es un detalle obviable que no merece reprobación
explícita.
Esto se llama tomar en vano el nombre
de Dios. Es un pecado mortal contra el Segundo Mandamiento, y Santo Tomás de Aquino –analizándolo y
explicándonoslo- recuerda la vigente condena de Zacarías (XIII, 13): “No vivirás porque has mentido en el nombre
del Señor”.
Pero la triste historia de Bargalló tiene capítulos previos
igualmente lacerantes. No hablamos de los remotos, como su nombramiento a
instancias de Mejía –cuya culposa
inserción en la Iglesia Clandestina documentó oportunamente Carlos Alberto Sacheri- ni de su
corrupción sacerdotal en manos de quienes no respondían a la Iglesia de Roma
sino al Club de San Isidro; ni siquiera de antecedentes aún más lejanos y
profundos, como el agudo proceso de desacralización desatado hace larguísimas
décadas. Tampoco mentaremos ahora los desaguisados innúmeros de carácter
doctrinal y litúrgico, perpetrados bajo su mandato episcopal.
Hablamos escuetamente de lo sucedido
las semanas anteriores. Bargalló
mintió al decir que desconocía lo que las fotos probaban. Mintió después al
reconocer que las fotos eran veraces, pero que no implicaban dolo pues la
mancebía se consumaba con una amiga de los años infantiles. Mintió al decir que
estaba “totalmente comprometido con Dios y con la Iglesia en la misión que me
ha encomendado”, y que “siento profundamente mi sacerdocio y la entrega al
Señor Jesús” (AICA, Declaración del 19-6-12). Mintió con descaro, pública y
ostensiblemente.
Esto también se llama tomar en vano el
nombre de Dios, porque “en ocasiones” –enseña el Aquinate- “vano quiere decir
falso, como en este texto del Salterio (XI, 3): ‘Todos dijeron cosas vanas a su
prójimo [...]. Quien así procede injuria a Dios, a sí mismo y a todos los
hombres” (Los Mandamientos comentados, II, 78-79).
Otro capítulo previo habrá que
recordar, y eso hacemos. Aceptada que le fuera la renuncia se nombró
Administrador Apostólico de la diócesis al precitado Casaretto; esto es, a quien lo prohijó y cohonestó, amparándolo
bajo su alero eclesiástico repleto de lobos. Como quien reemplaza a Fidel Castro por Lenin y a Judas por Caifás: así es la magnitud de esta
burla.
Para coronarla –ya sin ningún atisbo
de temor de Dios y en el terreno mismo de la blasfemia- la invitación oficial a
la misa por los quince años de la diócesis Merlo-Moreno, instaba a rezar y a
agradecer a “nuestro hermano y padre Fernando
María que, durante todo este tiempo, ha demostrado la calidad de su vida y
corazón, para que Dios lo bendiga y fortalezca en esta nueva etapa que le toca
vivir” (AICA, 27-6-12). ¿Pero es que estamos hablando de una despedida de
soltero? ¿Pero es que el adulterio, el perjurio, la doblez y el iscariotismo
convierten a un pastor en modelo de corazón y de vida? ¿Acaso Dios puede
bendecir sin más –esto es sin castigos y enmiendas públicos- a quien se hizo
merecedor de las maldiciones lanzadas contra los fariseos? ¿Acaso “la nueva
etapa que le toca vivir” es tan auspiciosa como un ascenso jerárquico
conquistado a fuer de santidad y coherencia?
También esto, claro, es tomar en vano
el nombre de Dios, “porque algunas veces vano es sinónimo de insensato [...]. Por
tanto, los que emplean el nombre de Dios insensatamente, como por ejemplo los
blasfemos, toman el nombre de Dios en vano. A estos se refiere la Escritura
cuando dice: ‘Quien blasfemare el nombre del Señor deberá morir’ (Lev. XXIV, 16)”
(Santo Tomás de Aquino, Los
Mandamientos comentados, II, 83).
Algunos amigos dicen que, en este
caso, Roma estaba mirando para otro lado. Puede ser. Pero es obligación de Roma
mirar siempre a la Cruz, y si distrae o desconcentra la vista, las
consecuencias no serán benéficas. Otros atemperan la responsabilidad vaticana
aduciendo que la Santa Sede no puede estar minuciosamente al tanto de cada
prete al que nombran obispo. También puede ser, lo concedemos. Pero además de
que lo propio del buen pastor es conocer a cada oveja por su nombre (Jn.10, 11),
ya hace demasiado tiempo que vienen resonando fuera de las fronteras domésticas
las graves heterodoxias de Bergoglio.
Lo menos que se podría hacer –no digamos lo necesario que es la categórica
destitución y el castigo condigno- es estar doblemente vigilantes y atentos a
lo que sucede en estos pagos, alrededor de tan culposo mercenario, en el
sentido joánico del término.
Hace muy poco tuvimos ocasión de
adentrarnos en un valioso libro titulado Su Santidad Benedicto XVI y el sacerdocio; notable recopilación de textos editada
por Aciprensa. Va de suyo que el modelo de sacerdote propuesto y exaltado por
el Santo Padre está en las antípodas de este curerío adúltero, mentiroso y
carnal del que Bargalló es apenas
una patética muestra. Pero razón de más entonces para extremar el cuidado. No; decididamente
Roma no puede mirar para otro lado.
Entiéndanlo los fieles, porque el
mundo jamás entendió nada. Los cuestionadores del celibato que marchen a buscar
ganancias a otro río revuelto. Porque el revoltijo turbio de estas aguas no lo
causa más la castidad que la herejía, ni menos el progresismo que la
continencia.
Lo de Bargalló no es primero ni principalmente una imprudencia. Tampoco
es primero un pecado contra el sexto, el séptimo o el noveno mandamiento. Si
robó los fondos de Caritas que vaya a la cárcel, que devuelva con creces el
dinero a los pobres y se ocupen del caso “las sórdidas noticias policiales” de
las que hablaba Borges. Si fornicó
con la mujer del prójimo, que lo confiesen, le den una ducha fría y lo manden a
prestar servicio a un leprosario. La Iglesia tiene larga y penosa experiencia
en pecados de alcoba, y si quisiera, no le faltaría ciencia para remediar con
justicia este nuevo episodio.
Pero aquí estamos ante algo más
tenebrosamente hondo, más crepuscular y sombrío, más pasible de suscitarnos el
proverbial temor y temblor. Algo cuya plena intelección no se alcanza leyendo
los periódicos sino el Apocalipsis. Aquí se ha burlado a Dios. Se ha ultrajado
el Segundo Mandamiento, se ha violado el sacramento del Orden Sagrado, se ha
dado escándalo, tal vez irreparable por muchísimo tiempo. Se ha empantanado el
alma adulterina del culpable y la de quienes con complicidad lo homenajearon
en el irrespirable lodazal del
sacrilegio.
Todo esto, en su conjunto; huele más a
pecado contra el espíritu que a pecado carnal. Y al fin de cuentas, el que
puede lo más puede lo menos. Si obispos de esta laya pueden revolcarse gustosos
en las oscuras defecciones morales, doctrinales y litúrgicas propias de la
Iglesia de Pérgamo y de Laodicea, ¿por qué no habrían de vivir en concubinato
con una gastronómica? Si se los ve protagonistas de tantos rebajamientos y
adulteraciones del Sacrificio Eucarístico, ¿por qué habría de limitarlos un
chapuzón lascivo en aguas caribeñas? Si son maestros del error cuando celebran,
predican y enseñan, sin que la inteligencia les reproche nada, ¿por qué habrían
de detenerse, reverentes y dignos, ante los umbrales de la pureza?
Mientras con dolor de bautizado
escribimos estas líneas –rumiando la sexta petición del Paternoster: no nos
dejes caer en la tentación- se cumplen cuarenta años exactos de aquella grave y
solemne alocución de Paulo VI,
declarando que el demonio había penetrado en la Iglesia. Fue el 29 de junio de
1972. Así lo recordó oportunamente el interesante sitio Secretum meun mihi,
agregando que desde entonces –y eso es lo peor- nadie dijo con igual solemnidad
que había sido expulsado.
No estamos en condiciones de hacer un
juicio global al respecto, ni es tampoco nuestra competencia. Pero en lo que
concierne a la Patria Argentina, hace apenas dos años que escribimos “La
Iglesia traicionada”, dejando documentada constancia de que los demonios andan
sueltos y disfrutando de formales poderes y autoridades. El desquicio que
producen es literalmente infernal. Casos como el que ahora nos ocupa –y que,
reiteramos, no llevan únicamente el nombre de Bargalló- no hacen sino confirmarlo.
Que cuanto más ronde el diablo como
león rugiente, más nos encuentre dispuestos a resistirlo firmes en la Fe. Es el
pedido viril de San Pedro, en su
primera carta. No se nos pide callar, ni disimular, ni mucho menos abrazarnos
festivamente con los servidores del Maligno. Se nos pide resistir, que es el
acto mayor y más sólido de la virtud de la fortaleza.