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miércoles, 20 de junio de 2012

LA BANDERA




Este es el Sol y éste es el Cielo que en la bandera
   victoriosa nos hermanan.
Éste es el Sol que une los cuerpos y éste es el Cielo cuyo
   amor une las almas.
Ambos están sobre nosotros para mostrarnos el cami-
   no que no engaña.
Y levantarnos de la Tierra con la energía de las cosas
   sobrehumanas.
Su luz nos junta en el recuerdo y al mismo tiempo nos
   congrega en la esperanza.
Mientras su fuego nos domine seremos libres como el
   vuelo de sus llamas.
Si alguna vez nos dividimos, quiera el Señor que
   levantemos la mirada.

Y contemplemos en el Cielo celeste y blanco la bandera
   de la patria.
En su virtud encontraremos aquella fuerza que una
   vez nos hizo falta.
Y volveremos a estar juntos como los hijos bajo el techo
   de la casa.


Su limpia historia es la del río que se desborda por
  amor y fertiliza.
Cruzó desiertos y montañas para calmar la sed de un
  mundo en sus orillas.
Bajó del Cielo de la patria para mostrarnos la razón de
  nuestra vida.
Para enseñarnos a ser libres como el espacio que en sus
  pliegues nos traía.
Hombres de ayer la recibieron en la raíz del corazón,
  con alegría.
Y la llevaron en los ojos llenos de fuego y en las manos
  decididas.
Desde aquel día, su carrera fue la del Sol que la besaba
  y la encendía.
Y que, al pasar sobre los pueblos, los despertaba de la
  muerte y los unía.
Con su calor fundió cadenas y con su luz abrió las
  cárceles sombrías.
Donde alumbró se disiparon todas las sombras y em-
  pezó la luz del día.


Pero también hubo la noche sin compasión, la noche,
  ciega del fracaso.
La oscuridad de la derrota llenaba el mundo con su voz
  y con su llanto.
Noche de labios temblorosos, noche de frentes escondi-
  das en las manos.
Noche de gritos reprimidos, noche de dientes y de pu-
  ños apretados.
Noche final en que la Historia ya estaba a punto de
   volver sobre sus pasos.
Y en que el camino de las horas ya no llevaba al por-
   venir, sino al pasado.
Pero la patria no moría, porque algo suyo era invenci-
   ble, sin embargo.
Un resto limpio de bandera se defendía entre la
   muerte y sobre el caos.
Y era la chispa de otro fuego que despertaba más
   glorioso que el de antaño.

La roca viva entre las olas y la semilla junto al árbol
   desplomado.


En torno al resto de bandera, la patria entera en un
   momento estaba junta.
Todos los vivos que quedaban y hasta los muertos
   arrancados de las tumbas.
La patria eterna convocaba sus energías más remotas
   y profundas.
Y en un impulso de victoria se derramaba como un mar
   lleno de furia.
Olas inmensas de caballos y de caballos inundaban la
   llanura.
Y reventaban en los pechos que se oponían vanamente
   a su locura.
En lo más alto de las olas, aquel jirón que iba flotando
   era la espuma.
Cuando se hundía entre las lanzas era un relámpago
   perdido entre la lluvia.
Al fin llegaba la victoria, para mecer al pueblo fuerte
   con su música.
Y aquel jirón se adormecía, vivo y glorioso como nadie
   y como nunca.

Esta bandera es la bandera que nos congrega en un
   solar y en una historia.
Esta es el alma de la patria: su voluntad, su entendi-
   miento y su memoria.
Si algo valemos es por ella, que nos agranda con su
   fuerza generosa.
Y que, después de agigantarnos, nos da el ejemplo
   soberano de sus obras.
El elemento en que palpita ya no es el aire, sino el
   viento de la gloria.
Y el resplandor que la ilumina ya no es el del Sol, sino
   del Ser que hizo las cosas.
Su luz de Cielo nos alumbra, su sombra de árbol nos
   ampara y nos convoca.
Mientras vivamos en la Tierra, seamos dignos de su
   luz y de su sombra.
Quiera el Señor que la sigamos cuando nos llame como
   ayer a la victoria.
Y, si la muerte no nos deja, que por nosotros nuestros
   hijos le respondan.

                                              Francisco Luis Bernárdez

 Saludo en el Día de la Bandera enviado por Info-Exposición del Libro Católico

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