Por Cosme Beccar
Varela
Buenos Aires, 02 de marzo del año
2012 - 1091
Trataré de explicar un fenómeno
que hace muchos años me escandaliza y me sorprende. Es algo así como si uno
saliera un día a la calle y de repente se diera cuenta que todos los que lo
rodean están locos, no de una locura furiosa y agresiva sino víctimas de una
demencia mansa y lechosa. Uno le pregunta a alguno de ellos: "¿Me puede
decir, por favor, donde queda la calle Alsina?" Y el aludido contesta, por
ejemplo, "hoy es Lunes." Creyendo que el otro no oyó bien, uno
insiste en la pregunta y la nueva respuesta es otro disparate cualquiera. Y que
así sucesivamente ocurriera con cualquier otro peatón y cualquier otra pregunta
o comentario. Y todo eso en paz, con una apariencia tal de normalidad que uno
termina por creer que el loco es uno, que los demás son cuerdos y tan cuerdos
que la locura de uno consiste en creer que están locos.
El fenómeno que me escandaliza y
me sorprende que he comparado con esa locura colectiva, es el olvido
generalizado de la relación necesaria que hay entre el bien individual y el bien
común. Esa relación es tan obvia que sólo por un ataque de locura puede dejar
de percibirse. Pero cada vez son menos quienes se dan cuenta que no puede un
habitante de este suelo ser feliz, ni siquiera en la pequeña medida en que eso
sea posible en este valle de lágrimas, si no hay bien común, o sea, si la
generalidad de nuestros compatriotas no es tan feliz como se lo permita la
situación de cada uno.
Es claro que el que está enfermo
no puedo evitar los dolores de su enfermedad, pero no debe faltarle un buen
médico, ni los remedios y cuidados necesarios; el que es pobre no puede comprar
cosas caras, pero no debe faltarle lo necesario para vivir decentemente; a
nadie le debe faltar trabajo, si puede trabajar; los niños son débiles e
indefensos, pero no debe faltarles una familia y si tienen la desgracia de no
tenerla, debe haber almas caritativas organizadas para quererlos y cuidarlos.
El bien común es eso y mucho más.
Se compone de una multitud de bienes que hacen a la perfección humana,
empezando por la Religión Católica, la buena enseñanza, la libertad de vivir
bien, de desplegar las propias capacidades, el orden social, la protección de
la inocencia y de la integridad personal.
El bien común exige que exista
una Autoridad al frente de una organización que nos defienda de los injustos,
dotada de fuerza y constituida por hombres de bien, que no impida que cada uno
pueda defenderse del peligro inmediato e imprevisible; que premie la virtud y
el mérito; que asegure el progreso personal de acuerdo a la capacidad de cada
uno y no admita el favoritismo que truca todas las carreras y todas las
promociones; que castigue ejemplarmente a los corruptos y a los corruptores, a
los delincuentes armados o de cuello blanco, a los difamadores y a todo aquel
que conspire en secreto para dañar el bien común.
El bien común no es la suma de
todos los bienes individuales pero tampoco existe sin esa suma. Es algo más que
esa suma pero no puede ignorar que el bien de uno solo no puede ser ignorado,
aunque una mayoría pretenda negárselo.
Todo esto no es posible si se
ignora que la Verdad, el Bien y la Belleza son calidades trascendentales que
nunca se puede rechazar con la excusa vil de que "cada uno tiene su
verdad", que "todos somos libres de hacer lo que queramos porque no hay
una moral objetivamente válida" o que "el arte es libre de hacer lo
contrario de la Belleza, porque la Belleza como tal no existe".
Esto no implica que la Autoridad
pueda obligar a alguien a ser, creer y hacer en su fuero interno y en su casa
lo que esa Autoridad sabe que es verdadero, bueno y bello. La libertad de
perder el alma, que Dios dolidamente respeta, debe respetarla también la
Autoridad con análoga tristeza. Pero esa "libertad" no puede ser
negada, aunque no es para enorgullecer a nadie.
Sin embargo, la totalidad de las
personas que conozco, aún las buenas, creen, aunque no lo digan ni se den
cuenta de que lo creen, que pueden ser felices, que pueden llevar una vida
humana digna aunque el bien común no exista, viviendo en medio de la desgracia
común.
Esta creencia subliminar se
percibe por la inacción deliberada de todos en los asuntos políticos, en su
disgusto malhumorado por la denuncia de los males que nos aquejan, en su
empecinada dedicación a gozar de los pocos bienes personales que todavía les
quedan ignorando sus deberes para con la Patria. Y digo "todavía"
porque perderán aún esos pequeños bienes si no se restablece el bien común.
Alguien dirá que esa inacción no
es reprochable porque es la consecuencia inevitable de la imposibilidad de
mejorar la situación política. Sin embargo, si no mejora la situación política,
no habrá nunca una Autoridad justa al frente de una organización (mal llamada
"Estado") que asegure el bien común.
Luego, no es posible desinteresarse de la política sin confesar
implícitamente que uno ha caído en la demencial idea de que puede ser feliz en
esta vida sin que exista el bien común. Esa deserción de la política es un
suicidio, un filicidio, un "nieticidio" y una horrenda falta de
caridad que ofende a Jesucristo Nuestro Señor.
En efecto, nos hemos olvidado (y
el clero en general ha contribuido a que nos olvidemos) del capítulo 25 del
Evangelio de San Mateo en el cual el Divino Redentor anuncia la condenación
eterna de todos estos egoístas miopes:
"Cuando venga, pues, el Hijo
el hombre, con toda su majestad y acompañado de todos sus ángeles, sentarse ha
en el trono de su gloria.
"Y hará comparecer delante
de Él a todas las naciones y separará a los unos de los otros, como el pastor
separa a las ovejas de los cabritos, poniendo las ovejas a su derecha y los
cabritos a la izquierda.
"Entonces el Rey dirá a los
que estarán a su derecha: Venid benditos de mi Padre, a tomar posesión del
reino que os está preparado desde el principio del mundo.
"Porque yo tuve hambre y me
disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me
hospedasteis; estaba desnudo y me cubristeis; enfermo y me visitasteis;
encarcelado y vinisteis a verme.
"Entonces los justos le
responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos nosotros hambriento, y te dimos
de comer; sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te hallamos peregrino y te
hospedamos; desnudo, y te vestimos? O, ¿cuándo te vimos enfermo y en la cárcel
y fuimos a visitarte?
"Y el Rey en respuesta les
dirá: En verdad os digo, siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más
pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis.
"A mismo tiempo dirá a los
que estarán a la izquierda: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, que
fue destinado para el diablo y sus ángeles.
"Porque tuve hambre y no me
disteis de comer; sed, y no me disteis de beber; era peregrino y no me
recogisteis; desnudo y no me vestisteis; enfermo y encarcelado y no me
visitasteis.
"A lo que replicarán también
los malos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o peregrino o desnudo
o enfermo o encarcelado y dejamos de asistirte?
"Entonces responderá: Os
digo en verdad: siempre que dejasteis de hacerlo con algunos de estos pequeños,
dejasteis de hacerlo conmigo. E irán estos al eterno suplicio y los justos a la
vida eterna". (S. Mateo, 25. 31-46)
Esta enseñanza de Nuestro Señor
está diciendo que desinteresarse del bien común, abandonar a los pobres, a los
débiles y a los que sufren injusticias, es abandonarlo a Él mismo. Sin embargo,
los católicos no piensan en eso y muy calmamente se creen buenos porque no
mataron a nadie ni robaron (demasiado) o porque se anotaron en alguna
organización anti-abortista o nacionalista o de visita a los presos o porque
rezan el Rosario, van a misa los Domingos y hasta hacen un retiro espiritual de
vez en cuando.
Dígame si esto no es una forma de
locura mansa.
Cosme Beccar Varela
e-mail: correo@labotellaalmar.com