Buenas noches …
La visita de la Asociación de Abogados para la Justicia y la Concordia a Tucumán tiene un doble objetivo.
El primero, obviamente, es manifestar su apoyo a los señores militares que, por el sólo hecho de serlo y, como tales, haber cumplido las órdenes legales y legítimas emanadas del Poder Ejecutivo Nacional, hoy se encuentran sometidos a proceso, en un marco institucional destruido por el odio y la venganza. Estos señores militares estuvieron, en 1975 y 1976, defendiendo y venciendo en la lucha que toda la Nación emprendió contra quienes, mediante las armas, pretendieron convertir a esta Provincia en un Estado y, a partir de ello, obtener el reconocimiento internacional como parte beligerante en una guerra cuya existencia ahora se pretende negar.
El segundo objetivo, instrumentado a través de las diferentes entrevistas que hemos mantenido en el día de hoy y que continuarán mañana, es llevar a conocimiento de la Iglesia, de las asociaciones de profesionales del Derecho, y de las autoridades políticas el significado real de estos inicuos procesos, en tanto los mismos subvierten toda la estructura de derechos y garantías que regía en nuestro país, sin la cual resulta imposible la convivencia social. Para llevarlos adelante se han dejado caer, como si fueran frutas inservibles, los principios más elementales de cualquier sociedad civilizada que se precie de tal; me refiero a la presunción de inocencia, a la irretroactividad de la ley, al juzgamiento por los jueces naturales, a la legalidad y a la obligación del Estado de probar, más allá de cualquier duda, la culpabilidad de los acusados.
Quienes, a partir de 2003, se revistieron con la bandera de los derechos humanos, que desconocían hasta entonces, han obtenido el apoyo de los derrotados militarmente en el monte tucumano y en el resto de la geografía nacional. Invocando los derechos de los cobardes asesinos de entonces, hacen caso omiso de los derechos de los argentinos contemporáneos, a los cuales les son conculcados diariamente.
¿No tienen derechos humanos los padres que hoy, después de diez años de un crecimiento inédito de la economía, producto de los vientos que han soplado tan a nuestro favor, ven morir a sus hijos de hambre y desnutrición? ¿No tienen derechos quienes se ven obligados a viajar como ganado y a morir en terribles incidentes ferroviarios, causados por la corrupta sociedad entre funcionarios y empresarios? ¿No tienen derechos quienes, aún hoy, deben vivir hacinados en ranchos inmundos, sin agua ni cloacas? El profundo deterioro de la educación y de la salud pública, ¿no constituye una violación a los derechos humanos? En la medida en que todos los hechos de corrupción del Gobierno están costando la vida de comunidades enteras, ¿no constituye un genocidio?
Pero, en lugar de ocuparse del presente, este proyecto de odio y venganza prefiere hacerlo, para usarlo como bandera ideológica, de los derechos de los delincuentes subversivos de los 70’s, en una tergiversación de la Justicia a la cual, además, ha dejado tuerta. Tan tuerta como para permitir, hace pocas horas, que fueran absueltos individuos a los cuales cientos de testigos coincidentes vincularon con el secuestro, la trata y la prostitución de personas, mientras persigue, como he dicho, a militares por el solo hecho de haberlo sido.
Para llevarla adelante, con la imprescindible complicidad de la Corte Suprema, se ha atropellado todo el andamiaje basal del derecho penal, en causas que se llevan adelante con mentiras manifiestas, con falsos testigos, con contradicciones notorias y con evidente uniformidad en las penas. Todos los que se ven obligados a comparecer ante estos pseudo jueces saben, de antemano, que están condenados, y casi todos ellos reciben cadenas perpetuas o por períodos tan prolongados que, dada la edad de los protagonistas, se convierten en penas de por vida.
La indignación se hace más profunda cuando se comprueba, a diario, que quienes atentaron contra la Argentina, quienes mataron y robaron a mansalva en nombre de teorías mesiánicas, reciben cargos públicos y elevados sueldos, como inicuo premio otorgado por una nación a la que se ha puesto de rodillas.
Tan de rodillas como para tener que soportar, sin posibilidad de reacción alguna, la retención de la fragata “Libertad” por los jueces de Ghana, una de las democracias más serias y prestigiosas de África, o la demora en recuperar la corbeta “Espora”, fondeada en Ciudad del Cabo por la falta de pago a quienes deben suministrar los repuestos necesarios para su reparación.
Este insensato gobierno, que ha hecho perder a la Argentina la mejor oportunidad de crecimiento real y sostenido que dio en décadas, nos ha convertido en parias internacionales, merecedores sólo del desprecio del mundo globalizado, y todo ello en aras de implantar modelos ya fracasados en muchos otros países.
Esta digresión acerca de la situación de la Argentina no es gratuita, ya que gran parte de ese desprestigio que nos ha hecho desaparecer del mapa de las abundantes inversiones que se dirigen, por necesidad, al resto de Latinoamérica, se vincula con la falta de seguridad jurídica que reina entre nosotros.
Somos, a la luz del mundo, un país que viola las leyes y los contratos, cuyo parlamento nacional deroga normas ya sancionadas y donde el Poder Judicial, que debiera ser la última barrera de defensa de los derechos individuales frente a los abusos del poder se ha transformado, en las propias palabras del Presidente de la Corte Suprema de Justicia, en cómplice de “políticas de Estado” concertadas con el Ejecutivo para llevar adelante juicios ilegales e inmorales como el que hoy nos ha traído hasta aquí.
A la vez, mientras permitía el pisoteo de todos los principios del Derecho, este mismo Poder Judicial ha sido cómplice, todos estos años, en la desenfrenada corrupción de este gobierno, postrándose ante la Casa Rosada y las diferentes sedes de los ejecutivos provinciales, es decir, ensañándose sólo con los más débiles.
Así, hemos visto como se ha arrastrado ante los estrados de estos nefastos magistrados a ancianos enfermos, algunos de ellos ya sin conciencia real de lo que sucede a su alrededor, sometiéndolos a indignantes tratamientos, sin frenar siquiera ante la muerte inminentes de muchos, tantos que ya han superado largamente el centenar quienes han fallecido en cautiverio.
¿Qué peligro pueden representar, para el trámite de los procesos o para la seguridad ciudadana, ancianos que superan los setenta años si se les concede la prisión domiciliaria? Sin embargo, no solamente se hace caso omiso del beneficio legal sino que se los obliga a comparecer hasta en camilla, como fue el caso del Comisario Patti, o con las arterias canalizadas para el suministro de medicación. ¿Dónde está la Justicia que estos jueces pretenden corporizar?
Debemos recordar, ahora en especial dada la parodia de juicio a que es sometido nuestro distinguido colega y amigo Jaime Smart, que cuando se juzgó legalmente a los imputados de cometer crímenes con las armas guerrilleras, muchos de ellos fueron absueltos y aquéllos a los cuales se les comprobó la comisión de tales delitos, fueron liberados de las cárceles y, poco tiempo después, volvieron a empuñarlas para asesinar, entre otros, a los mismos jueces que los habían condenado.
Pero no estamos sólo ante un acto de venganza, utilizada como instrumento por el kirchnerato para disfrazarse de defensor de los derechos humanos, sino que también es un acto de notable corrupción. Para las dos organizaciones más reputadas por su actuación en el tema –me refiero, obviamente, a las Madres y a las Abuelas de Plaza de Mayo- los derechos humanos se han transformado en un verdadero negocio, sea por la vía de las indemnizaciones a los familiares de hasta quienes murieron asaltando cuarteles, sea por la construcción de viviendas, como demostró el caso Bonafini-Shocklender.
¿Alguien puede imaginar, detrás de la nebulosa con que el Gobierno ha ocultado el tema, cuántos millones de dólares del erario fueron a parar a estos fines? ¿Cómo fueron compartidas esas indemnizaciones entre los familiares de los guerrilleros y los funcionarios que los otorgaron? Para incrementar la cantidad de pagos, se ha recurrido a retrotraer el período que la ley contempla cada vez más hacia el pasado y, si esto sigue así, terminaremos indemnizando a los deudos de los indios muertos en los malones.
Pero no debemos perder las esperanzas. Este siniestro régimen que hoy impera en la Argentina terminará, más temprano que tarde. No porque se produzca una revolución, que debe ser descartada de plano, sino simplemente porque resulta imposible que el país continúe tres años más en este generalizado desmadre.
Y cuando se acabe, cuando implosione ante las naturales contradicciones entre sus alas ideológica y ladrona, dado el odio generalizado que han sabido cosechar sus funcionarios de todo nivel, estos sí serán juzgados por su corrupción, y ni siquiera estos jueces podrán evitar esa suerte, dado el prevaricato en que continúan incurriendo.
La República vive uno de los momentos más aciagos de su historia, ya que su Presidente pretende ahora someter a su voluntad al Poder Judicial, como ya lo ha hecho con el Legislativo, no para destruir a Clarín, que a nadie le importa, sino terminar con nuestras libertades más profundas, como son la libertad de informarnos y decidir. Una sociedad como la nuestra no puede tolerarlo, y saldrá a impedir que se nos sojuzgue como hicieron Chávez o Correa con sus pueblos.
Mal que le pese a nuestras autoridades, que no merecen serlo, la ciudadanía está de pie, ha reconquistado la calle y no dejará avanzar más a este totalitarismo de opereta. Jesús, el Señor de la Historia, nos lo exige, y nosotros cumpliremos el mandato.
Buenas noches, y gracias.
San Miguel de Tucumán, 12 Dic 12