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lunes, 27 de enero de 2014

EL OCASO ESPAÑOL Y EL AMANECER BRITÁNICO EN AMÉRICA SEGÚN EL VIRREY ABASCAL


Por Fernando de Estrada

“Realismo mágico” es una expresión difundida en el mundo para calificar a la literatura contemporánea de los países latinoamericanos. Si se tratara de su historiografía y su política difícilmente podría conservarse el primer término del binomio, mientras el segundo ahondaría su sentido. En efecto, existe en esas naciones una tendencia vehemente a interpretar la política y la historia política como instrumentos de transformación de la realidad, de considerarlas herramientas para dar forma a un deseo, o sueño, o proyecto. Este “idealismo mágico” antecede al análisis de las cuestiones y las predispone para ser entendidas como la paulatina realización de alguna ideología, sea cual fuere el contenido de ella. No es extraño así que sucesos y figuras con densidad importante queden postergados en la medida que no calcen dentro de tales explicaciones evolutivas.
Y tampoco es extraño, por consiguiente, que en las recordaciones de fecha redonda de las independencias de los países iberoamericanos quede en muy módico rincón José Fernando de Abascal, virrey del Perú entre 1805 y 1815. Pese a su exclusión del grupo protagónico entre los evocados, Abascal representó la posición más auténtica del partido realista en lo que comenzó como guerra civil y acabó como guerra de emancipación; su figuración y sus ideas merecen, pues, atención más concienzuda a la hora de interpretar aquellos acontecimientos. Un acercamiento a esta tarea se logrará con la lectura de la “Memoria de Gobierno” que este enérgico virrey presentó ante la Corona española al cesar en sus funciones.
Éstas no suponían originalmente dirigir el gobierno del Perú, sino encabezar el del Río de la Plata como reemplazante del virrey Gabriel de Avilés. El cambio de destino lo sorprendió iniciado ya el viaje hacia Buenos Aires, desde donde continuó por tierra hasta Lima, a la cual arribó el 26 de julio de 1806. El largo trayecto no le significó un disgusto, pues, como buen funcionario real, lo aprovechó para familiarizarse con la realidad americana. En sus palabras, el viaje terrestre de mil trescientas leguas “me dio a conocer con anticipación una parte muy considerable del territorio que venía a mandar, su local situación, el carácter y costumbres de sus naturales: y finalmente me hizo capaz de sus más precisas y urgentes necesidades, para poder hablar de todo de una manera que no es fácil ejecutarlo quando se procede con relaciones”.
La experiencia no resultó alentadora. Abascal había llegado con la convicción de que el sistema de Intendencias, establecido unos treinta años antes por los Borbones de España a imitación de los Borbones de Francia, era una institución muy eficaz; así se opinaba en la metrópoli, pero una visión más aproximada demostraba que la burocracia había malogrado las posibilidades del sistema. Las partidas presupuestarias solían derivarse a gastos diversos de los establecidos y ello iba en detrimento de la organización general del virreinato. Pero instituciones más tradicionales como los Bienes de Comunidad y la Caja General de Censos de Indios colmaban mucho de aquellas deficiencias y, señala Abascal, “una ligera idea sobre tan ventajosos establecimientos...hubiera bastado para destruir la injuriosa nota que han esparcido contra nuestro Gobierno acerca de la estudiada rusticidad y barbarie en que dicen los extranjeros y aun algunos desnaturalizados españoles se ha procurado mantener a estos naturales, y (hubiera bastado también) para hacer la apología de los soberanos de España”. Es evidente que la leyenda negra de la colonización española ya estaba suficientemente desarrollada.
La jurisdicción que correspondía gobernar al nuevo Virrey se había estrechado con relación a sus antecesores. La autoridad que Lima ejerció originalmente sobre las posesiones españolas de toda América del Sur fue reduciéndose hasta la situación que encontraba Abascal, poco después de la separación de la Capitanía General de Chile y de Guayaquil; el Río de la Plata constituía desde 1776 un virreinato aparte en el cual se había integrado la región del Alto Perú, cuya pérdida ocasionaba consecuencias económicas a las autoridades y el comercio de Lima. Pero el pasado casi imperial del primer virreinato se negaba a marcharse del todo y pretendía mantenerse con las formas de una burocracia arcaica, cuyos vicios había advertido Abascal ya en su largo viaje terrestre de arribada.
“El celo de mis predecesores para extirpar semejante abuso no fue bastante a conseguirlo ni lo podrá ser nunca si en los Jefes Subalternos de Rentas, encargados de la ejecución y que son el órgano por donde el Superior puede encaminarse para realizarlos, reina la indolencia y les falta el amor al servicio y a la Patria”, se lee en la Memoria, que casi enseguida agrega: “La muchedumbre de estos (empleados) hace que sirva cada uno en particular por un corto estipendio, que apenas puede sufragar a sus propias necesidades, y una dolorosísima experiencia acredita que los hijos de éstos, por falta de educación, quedan sin destino alguno pues no hay que pensar que ellos desciendan al servicio de un particular; ni en el doméstico pueden tener lugar sus cortas disposiciones, porque... éste se halla enteramente resignado a la gente de color”.
La gente de color era en su mayoría esclava, y la mención de la esclavitud abunda en la Memoria pues para Abascal se trata de una institución que, al margen de los aspectos morales, resultaba desastrosa para la economía y la vida social del Perú. Según el virrey, las necesidades de mayor cantidad de mano de obra hubieran debido satisfacerse mediante el trabajo de hombres libres que con su esfuerzo obtuvieran propiedad y dominio de los oficios. “A vista pues de tantos perjuicios como la introducción de negros ha traído a la población, a la verdadera riqueza del país y a las rentas, manténganse enhorabuena los hacendados en la posesión de un permiso (de poseer esclavos) que los empobrece, en lugar de asegurar y adelantar sus capitales, pero no sea de ningún modo a costa del bien general, y aun del individuo en particular que no es propietario”.
Para Abascal, la esclavitud, el latifundio improductivo y la desocupación entre la población libre son problemas que se entrelazan estrechamente: “Los terrenos productivos se hallan repartidos en manos de grandes propietarios que para su cultivo los trabajan con negros africanos quedando muy pocos a los naturales (...). El mayor valor de estos fondos consiste en el número de esclavos, y consumiéndose éstos con el excesivo trabajo y malos alimentos, de muy ricos y poderosos hacendados vienen a quedar en la clase de indigentes cuando no tienen medio de reponer esos brazos en tiempo oportuno para continuar la labor de sus terrenos propios”. Y pasa enseguida Abascal a enumerar con minuciosidad de contable los costos económicos de la esclavitud, en comparación de los cuales el trabajo libre resulta más aconsejable también en este orden de las consideraciones materiales.
No estaba, ciertamente, en las facultades del virrey desarraigar enérgicamente estos males, pero no por ello omitió cuanto estaba en sus manos hacer, y que consistió en lo que actualmente se denomina obra pública, que en este caso fueron puentes y caminos. Comprobó sin asombro que la maquinaria burocrática no le proveería de fondos con la diligencia necesaria y recurrió a ese tipo de instituciones vecinales cuya eficacia había observado a lo largo de su camino a Lima: “El escollo en que se tropieza generalmente para la ejecución de estas obras es la falta de fondos para costearlos calculado el valor de ellas en todo; pero esto es una dificultad de muy poco momento, pues al principio bastaron sólo unas veredas seguras, y unos puentes provisionales construidos con la mayor economía, que el tiempo con mayores proporciones hará más cómodos y firmes. Los pueblos han tenido la obligación de asistir personalmente a estos reparos y lo han cumplido...”. “A beneficio de estas mejoras en los caminos se transportarán a mayores distancias los frutos peculiares de un suelo a otro, y el menor precio de las conducciones aumentará los consumos y el producto no sólo de los terrenos que ahora se hallan en cultivo, sino de otros muchos que en el día son eriazos por falta de exportación. Ni las tierras repartidas a los originarios del país han sido tan productivas como pudieron serlo, pues dificultándoseles a éstos su transporte, las cosechas se han limitado en general al preciso consumo de sus familias. La propiedad de esas mismas tierras que corresponde por derecho de reversión al Estado y sus muchos sobrantes son un medio que se presenta oportunísimo para colocar infinitas familias de mestizos, redimiéndolos de la miseria en que han vivido y de la mala reputación que se han granjeado por los vicios, y sobre todo el de la embriaguez, a que se han entregado por falta de toda ocupación”.
Como todos los caminos, los recomendados por Abascal llevaban a alguna meta, que en este caso era los puertos de la costa, pues el virrey era partidario de superar la economía de subsistencia y practicar la de exportación, lo cual le hacía “recomendar de nuevo lo más esencial, que consiste en la construcción de puentes y mejora de los caminos, mediante los cuales puedan extraerse las propias lanas y algodones en rama a menos precio que el que hoy tienen por los crecidos transportes, hasta ponerlos en estado de embarque. Estos nuevos artículos de exportación agregados a la quina, producción de las montañas de este Reino, al cacao de Guayaquil ...y otros que la prolija investigación del comerciante o su codicia adelantare, como son resinas, gomas, bálsamos y drogas medicinales; formarán una balanza de contraposición más ventajosa al comercio de él y a sus habitantes, para lo cual es necesario tener presente la bien sabida máxima que así como la ociosidad es madre de la miseria, del mismo modo el trabajo y útil ocupación de los hombres es la única fuente donde debe ocurrirse a buscar su verdadera felicidad”.
Este programa de reformas lo veía el virrey dificultado por el auge del contrabando, fenómeno muy difundido en los dominios españoles cuyo efecto perjudicial para el erario consistía no tanto en la introducción de mercaderías competitivas de la producción local sino en la pérdida de oro y plata, fundamento del sistema monetario de entonces. Resulta interesante cómo este fiel funcionario de la Corona formula con plena libertad y espontaneidad su crítica al importante Real Decreto que en 1778 había establecido la libertad de comercio en los puertos americanos. Según Abascal, esa norma tan preciada en la metrópoli contribuía a acentuar los efectos negativos del contrabando, y las cosas no podrían mejorar mientras no se contara con una flota mercante propia: “Pero si fue grande este error hablando en economía, aun es mucho mayor en política, porque dando campo abierto a los extranjeros para fomentar su Marina, la nuestra será tanto menor, cuanto las otras se adelanten y engrandezcan”.
Llegado a este punto, Abascal pasa a especificar sus quejas y califica de fatal la concesión adjudicada a Gran Bretaña para la caza de ballenas en los mares del Perú con el consiguiente uso de sus puertos. Y recomienda como “el único medio, el más fácil y el más proficuo para los intereses del comercio, a los de este Público y a los de Sus Majestades el establecimiento de una Compañía de Pescadores Nacionales, cuando no haya sujetos que se animen en particular a emprenderla, para que la ocupación sea libre y disfruten todos de ella”.
La reflexión de Abascal acerca de que los acuerdos con Inglaterra habían sido más funestos en lo político que en lo económico expresaba una convicción muy profunda. Hay que recordar que la Memoria fue redactada en época de relaciones cordiales entre España y Gran Bretaña, casi inmediatamente después de haber contribuido ésta en modo decisivo a la expulsión de Napoleón de la península. Sin embargo, tal cambio de circunstancias no opaca los recelos de Abascal, que no endulza retroactivamente sus percepciones experimentadas a poco de llegar a Lima: “La comunicación y frecuente trato con extranjeros desde el año de 789, época desgraciada en que se les concedió la entrada en estos mares para la pesca de ballenas y otras particulares licencias para la introducción y venta de algunas especulaciones mercantiles, hizo desaparecer también desde entonces la felicidad con que el Gobierno ordenaba y disponía sus providencias al bien común. Se han generalizado desde entonces las ideas de rivalidad cuya semilla si es cierto que está en el corazón de los americanos no es menos evidente que necesitaba avivarse con el soplo de los extranjeros porque es claro en que dado caso que en algún tiempo pudiesen conseguir el designio de la independencia de España ese mismo momento sería el de su esclavitud para con los ingleses, pues con el estado inmaturo en que está la América coincide el despotismo de aquella nación en los mares por donde han de traficarse los frutos de las colonias a los lugares de su consumo. Entre los dos extremos de corresponder a una nación en una clase a la que impropiamente se le ha dado el título de colonos y la vergonzosa dependencia de otra que no conoce límites en su ambición no hay medio y nadie dudaría en decidirse por el primero como el más justo y benéfico, si no se hubiese trabajado sobre la ceguedad de los americanos para abrazar el segundo”.
Abascal aspiraba sin duda a desempeñarse como un gobernante reformista e ilustrado mientras tomaba el pulso a sus nuevas funciones virreinales, pero al tiempo que esto ocurría la ciudad de Buenos Aires capitulaba ante una fuerza militar inglesa, circunstancia que posiblemente no asombró al virrey de Lima pero sí le obligó a derivar su atención principal a las consideraciones políticas y militares. En su Memoria relata que su apreciación de la situación le hizo prever que las siguientes etapas de la invasión tendrían alcance continental y consistirían en la ocupación de territorio en Chile –menciona la isla de Chiloé- para proceder después a asaltar al Perú por vía marítima. Si bien las intenciones que en ese momento abrigaba el general inglés ocupante de Buenos Aires, William Carr Beresford, no podían ser ésas a causa de lo reducido de su ejército, los proyectos de la más formal expedición británica arribada al Plata el año siguiente correspondían completamente a las estimaciones de Abascal.
En la Junta de Guerra celebrada el 10 de septiembre de 1806, el virrey comunicó a los jefes militares su intención de adelantarse a la estrategia británica y dirigir él personalmente una fuerza que pasaría a Chile para obtener allí refuerzos, cruzar la cordillera de los Andes y desplazarse hasta Buenos Aires para reconquistarla. El plan se suspendió al conocerse la recuperación de la plaza por Santiago de Liniers, operada el 12 de agosto, pero la permanencia de la flota inglesa en el río de la Plata determinó que los preparativos bélicos continuaran y se prosiguiera con la organización de las milicias y otros cuerpos militares en el Perú, a la vez que se remitía una remesa importante de armamento a Buenos Aires, que llegó apenas a tiempo para su utilización en la exitosa defensa de 1807.
En la Memoria se aprecian las señales de perplejidad que manifestó entonces el virrey del Río de la Plata, Rafael de Sobremonte y que no escaparon a la perspicacia de su colega del Perú. Uno de tales indicios consistió en su no aceptación del armamento ofrecido, que de todos modos hizo su trayecto a Buenos Aires y tuvo el uso recién referido. Pero lo que mostró inconfundiblemente la debilidad que afligía a Sobremonte en aquellas circunstancias fueron las resoluciones del Cabildo Abierto reunido en Buenos Aires el 14 de agosto, según opinión de Abascal “celebrado sin previo conocimiento del Gobierno, bajo el especioso pretexto de afirmar la victoria obtenida sobre el enemigo, pero cuyo verdadero espíritu era la deposición del virrey”. Destaca Abascal que la autoridad de Sobremonte quedó mellada entonces, pero tanto que al conocerse en febrero del año siguiente la caída de Montevideo en poder de las tropas inglesas y la ineficacia demostrada nuevamente por el virrey, éste fue separado de sus funciones por una Junta de autoridades de Buenos Aires, que transfirió el mando político al Tribunal de la Real Audiencia y el militar a Liniers. La medida era de tipo provisional, para regir hasta que las autoridades centrales en España resolvieran definitivamente el escabroso asunto.
Los miembros de la Audiencia consideraron como un presente griego lo que a ellos se refería y participaron reservadamente al virrey del Perú su convicción de que se había dado un paso fuera de la legalidad y que por lo que hacía a soluciones provisorias lo más indicado sería que Abascal asumiera las funciones quitadas a Sobremonte en razón de la igualdad de jerarquía entre los cargos.
Abascal no precisaba la exhortación para sentirse preocupado con los acontecimientos, de manera que no vaciló en responder afirmativamente, aunque haciéndose presente de momento en el Plata a través de un representante sin duda ilustre, pues se trataba del marqués de Avilés, antaño virrey del Río de la Plata y luego del Perú, inmediatamente antes de Abascal.
Pero la iniciativa no contó con el apoyo del Cabildo de Buenos Aires, que objetó las condiciones militares de Avilés a la par que se derramaba en elogios para con las de Abascal, invitándolo a que fuese él quien se presentara y se pusiera al frente del gobierno en todas sus ramas. Avilés prefirió desistir de su intervención, y la llegada de los ingleses seguida por su derrota volvió ociosa de momento a la cuestión. No obstante, Abascal conservó sus recelos respecto a las intenciones separatistas que sospechaba en los porteños y esa misma desconfianza la extendió a Liniers, pese a los elogios que nunca le escatimó en el orden personal.
En este contexto, la actitud de Abascal con relación al partido nucleado en Buenos Aires alrededor de Martín de Álzaga desmiente una vez más la visión clásica de inveterado realista atribuida a este personaje. Por el contrario, su influencia sobre los autores de la secesión de Montevideo resultaba para Abascal prueba suficiente de que el alzaguismo conspiraba a favor de la independencia al procurar el derrocamiento de las autoridades legales del virreinato del Plata; mayor evidencia la encontró en la tentativa de golpe de Estado ejecutada por Álzaga y los suyos el 1º de enero de 1809. La separatista Junta de Montevideo, presidida por Francisco Javier de Elío, se ocupó además de rescatar a los vencidos de aquella asonada y darles generoso asilo en su ciudad amurallada. Esta escisión terminó superándola la Junta de Regencia designando a Baltasar Hidalgo de Cisneros nuevo virrey del Río de la Plata con la consiguiente jurisdicción sobre todas las regiones en pugna, cosa que no agradó del todo a Abascal por cuanto veía la decisión como debilitamiento del principio de autoridad. Tal sentimiento se le volvió más profundo al enterarse de que Cisneros entraría a Buenos Aires llevando junto a sí a Elío como jefe de las fuerzas militares del Virreinato, decisión que sólo serviría para agudizar las disensiones. A este respecto es interesante la observación de Abascal de que este error tuvo como peor consecuencia la reanimación de resentimientos entre criollos y peninsulares. A su juicio, en Buenos Aires estos acontecimientos preparaban la declaración de independencia para cuando se presentara una circunstancia favorable, la cual se manifestó en mayo de 1810.
Son interesantes los argumentos jurídicos opuestos por Abascal a los de la Junta de Buenos Aires para sostener su ilegitimidad. La discrepancia jurídica adquirió relevancia mayor al pretender la Junta extender su poder a todo el territorio del Virreinato. Abascal invocó entonces los pedidos que le formularon los gobernadores del interior del Virreinato del Río de la Plata para que, dada la situación extraordinaria, se volviera a la organización política anterior a la creación de este Virreinato en 1776 y pasaran sus provincias interinamente a la jurisdicción del Perú. Este enfrentamiento de criterios corresponde a las dos posiciones de derecho político que explican jurídicamente el conflicto iniciado en 1810 y concluido con la batalla de Ayacucho en 1824 que conocemos como guerra de la Independencia.
A lo largo de la Memoria de Abascal se destaca la profunda desconfianza del virrey para con la diplomacia de Portugal, país al cual considera firme aliado, casi satélite, de Gran Bretaña. En 1808, al producirse la invasión de Portugal por Napoleón, la familia real y su corte emigraron a Brasil, acontecimiento que merece este comentario de Abascal:
“Los anales de la América Meridional presentan como uno de los acontecimientos más notables y acaso como el más peligroso para su existencia política el de la imprevista traslación de la Real Familia de Portugal a sus Estados del Brasil. Este solo suceso sin antecedente orden ni prevención alguna por parte de nuestro soberano, y en tiempos tan inmediatos al de las mayores empresas de su aliado Inglaterra contra estas posesiones dan una idea bastantemente clara del apoyo de sus gobernadores para hacer variar el espacio pacífico de estas regiones y estar al reparo y a la defensa contra las asechanzas de una nación émula perpetua de nuestras glorias, y compañera inseparable de la que sin cesar ha aspirado a la posesión de nuestras riquezas”.
Que las aprensiones del virrey estaban justificadas se entiende cuando, renglón seguido, se lee en su Memoria que apenas establecida en Río de Janeiro la corte portuguesa propuso al gobierno de Buenos Aires un tratado que legitimara el sistema de contrabando que venían desde antaño practicando en el Plata tanto Portugal como Inglaterra. La iniciativa, que tendía a que el Cabildo procediera de por sí, hubiera significado una independencia de hecho en relación con España y el inicio de un protectorado portugués con apoyo británico. Pero de momento las cosas quedaron allí pues Napoleón inició su guerra contra España y ésta pasó a ser aliada de sus dos enemigos tradicionales Inglaterra y Portugal, sin que esto trajera alivio a Abascal.
En efecto, escribe, “de este modo, haciéndose comunes los intereses de ambas naciones, fue preciso que variase el plan de los proyectos combinados en aquel gabinete (el de Portugal) con precisa inteligencia de los ingleses en ellos...Suspendiendo por entonces las miras que podían haberse concebido contra la América española, nunca dejó- de trabajarse aunque de diversa manera sobre su aniquilación y ruina”.
Para Abascal esos peligros quizás hubieran sido suficientemente conjurados en caso de haber permanecido Liniers a cargo del Virreinato del Río de la Plata, pero Cisneros carecía de las condiciones necesarias y su ineptitud condujo a la formación de la Junta del 25 de mayo de 1810. A ésta la consideraba Abascal resultante tanto de la influencia extranjera como de la exacerbación de las diferencias fomentadas artificialmente entre peninsulares y criollos, o como expresa el virrey, entre forasteros y patricios. Juicio tan negativo lo ratifica de manera especial al recordar el pedido de auxilio que la Junta le formulara cuando su política en la Banda Oriental dio oportunidad a la entrada en ella de tropas portuguesas, primer paso de lo que algunos años después se transformaría en la ocupación del territorio y por tanto en confirmación de los ominosos pronósticos de Abascal.
Las ocupaciones de la guerra frustraron desde entonces las reformas institucionales proyectadas y en parte ejecutadas por el virrey del Perú. Pero las circunstancias hicieron de él un instrumento de transformación de la realidad americana hasta un punto que seguramente él no intuyó. Pues, sin quererlo y como efecto de la incomunicación con España, se desempeñó como un soberano independiente, inclusive asumiendo facultades prohibidas a los virreyes como la concesión de grados militares superiores. ¿Cómo no hacerlo si se había hecho cargo de una tarea mucho más importante como era la de organizar los ejércitos peruanos que estuvieron a punto de sofocar los movimientos de emancipación sudamericana y derrotar a San Martín y a Bolívar?
Abascal concluyó sus funciones virreinales en 1815, cuando podía suponer razonablemente que América y España volvían a su unidad en la monarquía. Sin embargo, se estaba abriendo entonces la segunda etapa de la guerra de la Independencia y es legítimo preguntarse, sin apelación ninguna al realismo mágico, si en caso de haber permanecido en el Perú ese gran defensor de la Corona hispana devenido soberano de hecho no habría debido anticiparse a la prudencia política de sus colegas de Méjico y fundar un Estado independiente para asegurar la paz entre españoles de una y otra orilla del Atlántico (*).

(*) Las citas han sido tomadas de la Memoria del virrey Abascal preparada por Vicente Rodríguez Casado y José Antonio Calderón Quijano y editada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Publicaciones de la Escuela de Estudios Hispano-americanos de la Universidad de Sevilla), Sevilla, 1944. 

FUENTE: 
UCALP - Instituto de la Realidad Nacional, Director: Fernando de Estrada
año 12 | noviembre – diciembre de 2013 Nº 56

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