Por el Prof. Enrique Raúl Pizarro
Queridas familias:
Hoy es el día en que rendimos justo
homenaje a los próceres que proclamaron nuestra independencia, un día 9 de
julio de 1816. Honrado con la difícil tarea de rememorar tan glorioso
acontecimiento, comienzo por aclarar que no lo haremos con la crónica histórica
de aquellos sucesos, sino con una evocación y una reflexión sobre las
cualidades personales de los patriotas que los protagonizaron, para poder
apreciar cabalmente su calidad de verdaderos argentinos. Y ello, como respuesta
a la necesidad de tomar conciencia del peligro actual e inminente que corre la Patria argentina de perder
definitivamente su identidad nacional, y junto con ella, toda forma de
independencia.
La Argentina no nació por casualidad, ni apareció de
la nada, o como hija de nadie, como bien lo dice el padre Ignacio Ezcurra:
tiene un pasado, una cultura, una raza, una religión, una lengua. Y todo eso,
se hunde en las raíces de la Historia…
¿Por qué decimos que eran verdaderos
argentinos los patriotas que declararon la Independencia?
Responder a tal cuestión implica verificar qué sabían aquellos hombres y
mujeres de 1816, sobre el mundo y ellos mismos. En qué creían; cuáles eran sus
fidelidades y sus problemas. Es decir, conocer de qué se quisieron
independizar, y de qué no. Qué afectos, compromisos y lealtades los ligaban a
esta tierra nuestra.
Ante todo, tenían en claro el concepto de
libertad. Y eran fieles al alma de la Patria.
Los treinta y nueve representantes de las ciudades, pueblos y
localidades rurales argentinas que se reunieron en el Congreso de Tucumán
sabían que, en última instancia, toda libertad tiene como finalidad alcanzar la
felicidad eterna que Dios reserva a sus hijos, y que lo demás se daría por
añadidura. Por eso nunca se les pasó por la cabeza independizarse de su propia
cultura, de sus tradiciones, de su cosmovisión trascendente del mundo; y menos
aún, de su propia conciencia moral.
Recordemos que tanto se identificaba a la
argentinidad con la
Cristiandad, que once de aquellos diputados eran sacerdotes,
justamente porque los pueblos elegían curas por su representatividad popular.
Los treinta y nueve eran católicos, lo que les permitía doblar la rodilla ante
Dios para reconocer sus faltas, y pedir perdón por sus pecados. Y no doblarla
ante el dinero y el poder, única “religión” de nuestros representantes de hoy…¿
Se arrepentirían de sus pecados los políticos de hoy?, ¿Se confesarían?, ¿Se
reconciliarán con Dios y con el prójimo, con el pueblo agraviado al que dicen
representar? No será así mientras conciban la libertad como una mera rebelión
contra todo código y compromiso responsable. De modo inverso al de nuestros
héroes fundadores.
Estos nunca cortaron amarras con una
cosmovisión trascendente de la vida, en la que el Bien, la Verdad, la Justicia y la Belleza tienen el valor
permanente e inmutable de ser los caminos hacia Dios; es decir, las cuatro
vocaciones del alma humana. Valores absolutos que resultan, para algunos
líderes actuales, “meros puntos de vista”. Una cuestión de gustos, o una opción
tan válida como los vicios, la corrupción, el dinero, o el capricho individual;
que parecen confundirse con la democracia.
Los fundadores de la argentinidad no solo
quisieron asegurarle un cuerpo a nuestra patria, es decir, un territorio
poblado y con un sistema político libre de toda dominación extranjera. También
quisieron garantizarle un alma que la identificara.
¿Y cuál era esa alma, sino la del
cristianismo heredado?: la de la cultura que le rezaba en castellano a Dios Uno
y Trino. La del reconocimiento y apego al orden natural.
La de la fidelidad a la propia
historia y a las tradiciones. La de la lealtad y el respeto a los compromisos
asumidos. La cultura del trabajo, y el sacrificio personal, la del cumplimiento
voluntario de los deberes y obligaciones como fuente de todo derecho.
El orgullo por la civilización e instituciones heredadas de Grecia y de
Roma, y recreadas por la
Hispanidad en América. La del sentido del bien común, cuando
se ejercía la política como servicio al prójimo y no a sí mismos. Una cultura
basada en la familia como fundamento no ya de toda nación organizada, sino
incluso de toda realización y felicidad personal y social.
Una patria de varones y mujeres educados en la fe, la esperanza y la
caridad; en la justicia, la fortaleza, la prudencia y la templanza… Esta era el
alma de la Patria,
esta o ninguna. De estos valores esenciales y constitutivos del alma nacional
no quisieron independizarse nunca los hombres de julio de 1816.
Hoy, los poderosos, las elites que
manipulan la economía y las finanzas, los medios, la farándula, la educación,
la legislación, etcétera, parecen creer que se puede tener un país sin alma.
Pues han traicionado todas y cada una de sus notas constitutivas, y desde
luego, el mandato de los representantes del Congreso de Tucumán. No es que
antes no hubiese traidores. No hacía mucho, en 1815, Alvear había querido
recolonizar esta tierra bajo bandera británica. Y Rivadavia intentaba entregar
la riqueza nacional a Londres, y se dedicaba a perseguirlo a San Martín y a la Iglesia Católica, o a venderse
al Brasil. Unos pocos “doctores unitarios” miraban hacia fuera con vergonzosa e
inconfesable añoranza de patrias ajenas, desde la clandestinidad de las logias,
necesaria para ellos pues conspiraban en medio de un pueblo con alma cristiana
y dignidad. Nuestro pueblo no les toleró sus actos en cuanto trascendieron.
Hoy parece inversa la situación: en el
seno del poder político una minoría silenciosa, fiel al ser nacional, quiere a
la patria y a su gente. Y la defienden como pueden. Y una mayoría se vende a
los poderes tenebrosos de la
Cultura de la
Muerte, a la tiranía del pensamiento único. Es decir, a la
injusticia, y el desprecio por la vida inocente.
Entonces, pareciera prevalecer ese poder
que quiere impedir una Argentina libre, unida, grande y soberana. Esto nos
conduce a reflexionar sobre una sentencia evangélica: “por sus frutos los
conoceréis”. En efecto, si el fruto de la cultura y la sabiduría de nuestros
héroes fundadores fue la libertad (pensemos en Saavedra, Artigas, Dorrego,
Belgrano, San Martín y Rosas, entre otros), los frutos de los anti-hérores de
ayer y de hoy han de ser sin duda, peor que la dependencia, una amarga
esclavitud.
Esclavitud del imperio global del dinero, y más aún, de los vicios que
se instalarán sin redención posible en una sociedad “construida” al margen de
Dios y sus mandamientos.
Quizás estos constructores de patrias sin
alma no han caído en la cuenta de que no se puede hacer una sociedad sin Dios,
sin hacerla al mismo tiempo contra los propios hombres, mujeres y niños de esa
sociedad, quienes solo en Dios tienen derechos por naturaleza.
No son nuestros el rechazo a la obra de
Dios, a las Bienaventuranzas de su Hijo, como a su sacrificio redentor. No son
argentinos el rechazo a la pureza de la Virgen, ni a la maternidad en sí.
La persecución de lo más sagrado, tiene la
intención de que nosotros no participemos de ello. Intenta alejar de nosotros
al Modelo mismo, que es Cristo. Y con Él, la verdad que nos hace libres.
Algún día, los perseguidores de hoy sabrán que son reales y posibles la Verdad, el Bien, la pureza
y el pudor. La caridad, la humildad, la nobleza de espíritu. Será cuando dejen
de mirarse en el espejo de sus propios
fracasos y rencores. Mientras tanto, seguirán intentando amaestrarnos.
Haciéndonos como ellos: débiles, sobornables, sin autonomía de pensamiento,
masificados. Para que no seamos libres ni capaces de plantarnos ante el injusto
secuestro de nuestras almas y del alma nacional.
Para los hombres de la independencia,
semejantes planes hubiesen resultado la negación de la libertad misma que ellos
consolidaron. Cuando ellos cortaron los lazos que nos hacían dependientes de un
sistema decadente: la monarquía borbónica, reyes degradados e indignos, lo
hicieron justamente porque estos ponían en riesgo el cuerpo y el alma de la Patria, es decir, su
territorio y su cultura; al entregarse en manos de tiranos extranjeros (como Napoleón).
O de ideologías afrancesadas (como el despotismo ilustrado), o anglófilas (como
el liberalismo masónico).
Tenían buen olfato nuestros pueblos
criollos y sus caudillos. Sabían qué defender. Por eso nos independizaron.
Más tarde, en 1820, las provincias
argentinas, para salvar la argentinidad tendrían que cortar lazos con la Buenos Aires unitaria; es
decir, con la oligarquía porteña, implantando el sistema federal. Las preguntas
que nos surgen son:
¿Dónde quedó ese sentido del propio ser
de los argentinos, de conservación de la propia identidad? ¿Dónde está la
herencia que los valientes próceres de la Independencia nos
legaron? ¿Existe todavía?¿Podrá renacer? ¿Dónde se oculta…?
Y han aparecido las respuestas ayer, nomás. Puestos los argentinos ante
una insólita y traidora disyuntiva impuesta por el poder ilegítimo: la de
seguir existiendo como pueblo y cultura en el tiempo histórico y en la tierra
americana que supimos conseguir desde la independencia. O la de optar por la más
indigna de las muertes: la muerte cobarde por mano propia; la extinción
demográfica que implicará inexorablemente aceptar este ultimátum de los amos
del dinero y esclavos del Príncipe de este mundo, quien cree llegada su hora de
dar el zarpazo final. Y parece contar con un ejército de “argentinos” serviles
a tal fin. Quiere robarnos lo único que nos queda de más propio y auténtico…
Los niños, el alma nacional, el futuro.
Gracias a Dios bendito, y a la Reina del Cielo, la Santísima Virgen
María, este pueblo les está diciendo que NO al enemigo. Y lo está haciendo
cubierto y amparado en el manto celeste y blanco de la Madre de Dios; que es
también la propia bandera de Belgrano.
Le dice que NO al enemigo con sus marchas pacíficas multitudinarias; con sus
procesiones, con los sermones de sus curas fieles, con sus devotas oraciones,
súplicas e invocaciones. Le dice que NO con sus lágrimas, que expresan un dolor
visceral ante la traición; pero también expresa la furia, por ahora, contenida.
Y le dice que NO con su consagración a nuestra Señora de Luján.
Este es el pueblo argentino que sale a la luz como sociedad, como
comunidad nacional, después de tantos años de aparente sumisión silenciosa.
La vez anterior que se mostró como tal en defensa de lo propio y de su
identidad nacional, fue en ocasión de la resistencia contra los piratas en la
guerra de Malvinas.
El alma de la Patria está de nuevo a la vista en las calles; buscando y
reclamando con esperanza lo mismo de siempre: PAZ, RESPETO, JUSTICIA, DIGNIDAD
y AMOR.
Mal que les pese a los medios masivos en manos de malvados
verdaderamente oscurantistas, se acabó el silencio sumiso de los buenos.
Tenemos el honor como pueblo, de habitar en aquel lugar del mundo donde
más tenaz, lúcidamente se ha defendido la vida de los inocentes; amenazada por
los muchos Judas, Pilatos y Herodes que las logias serviles nos han impuesto.
La antorcha recibida de la Cristiandad está en nuestras manos: no
podemos replegarnos de esta última trinchera. Porque se juega lo más sagrado:
la vida y la inocencia de nuestros hijos. Esta vez sí es una cuestión de vida o
muerte. Y si nos toca morir en el lance, que sea con honor y gloria, de frente
al enemigo, como hubieran muerto los patriotas de 1816 en Tucumán si los realistas
hubiesen triunfado en el Alto Perú.
El enemigo quiere que no tengamos a quiénes heredarles esta antorcha;
pero nosotros tenemos todo por ganar si se lo impedimos. Incluso puede ser el
impulso y la ocasión de proclamar una segunda independencia, y refundar la
República en su verdadera esencia signada por los mismos principios que la
original. Y así reencontrarnos con nuestro destino.
DIOS LO PERMITA.
¡VIVA LA PATRIA!