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martes, 10 de julio de 2018

Discurso por el Día de la Independencia




Por el Prof. Enrique Raúl Pizarro
 
Queridas familias:

       Hoy es el día en que rendimos justo homenaje a los próceres que proclamaron nuestra independencia, un día 9 de julio de 1816. Honrado con la difícil tarea de rememorar tan glorioso acontecimiento, comienzo por aclarar que no lo haremos con la crónica histórica de aquellos sucesos, sino con una evocación y una reflexión sobre las cualidades personales de los patriotas que los protagonizaron, para poder apreciar cabalmente su calidad de verdaderos argentinos. Y ello, como respuesta a la necesidad de tomar conciencia del peligro actual e inminente que corre la Patria argentina de perder definitivamente su identidad nacional, y junto con ella, toda forma de independencia.

     La Argentina no nació por casualidad, ni apareció de la nada, o como hija de nadie, como bien lo dice el padre Ignacio Ezcurra: tiene un pasado, una cultura, una raza, una religión, una lengua. Y todo eso, se hunde en  las raíces de la Historia…
 
     ¿Por qué decimos que eran verdaderos argentinos los patriotas que declararon la Independencia? Responder a tal cuestión implica verificar qué sabían aquellos hombres y mujeres de 1816, sobre el mundo y ellos mismos. En qué creían; cuáles eran sus fidelidades y sus problemas. Es decir, conocer de qué se quisieron independizar, y de qué no. Qué afectos, compromisos y lealtades los ligaban a esta tierra nuestra.
  
     Ante todo, tenían en claro el concepto de libertad. Y eran fieles al alma de la Patria. Los treinta y nueve representantes de las ciudades, pueblos y localidades rurales argentinas que se reunieron en el Congreso de Tucumán sabían que, en última instancia, toda libertad tiene como finalidad alcanzar la felicidad eterna que Dios reserva a sus hijos, y que lo demás se daría por añadidura. Por eso nunca se les pasó por la cabeza independizarse de su propia cultura, de sus tradiciones, de su cosmovisión trascendente del mundo; y menos aún, de su propia conciencia moral.
   
      Recordemos que tanto se identificaba a la argentinidad con la Cristiandad, que once de aquellos diputados eran sacerdotes, justamente porque los pueblos elegían curas por su representatividad popular. Los treinta y nueve eran católicos, lo que les permitía doblar la rodilla ante Dios para reconocer sus faltas, y pedir perdón por sus pecados. Y no doblarla ante el dinero y el poder, única “religión” de nuestros representantes de hoy…¿ Se arrepentirían de sus pecados los políticos de hoy?, ¿Se confesarían?, ¿Se reconciliarán con Dios y con el prójimo, con el pueblo agraviado al que dicen representar? No será así mientras conciban la libertad como una mera rebelión contra todo código y compromiso responsable. De modo inverso al de nuestros héroes fundadores.
   
     Estos nunca cortaron amarras con una cosmovisión trascendente de la vida, en la que el Bien, la Verdad, la Justicia y la Belleza tienen el valor permanente e inmutable de ser los caminos hacia Dios; es decir, las cuatro vocaciones del alma humana. Valores absolutos que resultan, para algunos líderes actuales, “meros puntos de vista”. Una cuestión de gustos, o una opción tan válida como los vicios, la corrupción, el dinero, o el capricho individual; que parecen confundirse con la democracia.
     
     Los fundadores de la argentinidad no solo quisieron asegurarle un cuerpo a nuestra patria, es decir, un territorio poblado y con un sistema político libre de toda dominación extranjera. También quisieron garantizarle un alma que la identificara.
    ¿Y cuál era esa alma, sino la del cristianismo heredado?: la de la cultura que le rezaba en castellano a Dios Uno y Trino. La del reconocimiento y apego al orden natural.
La de la fidelidad a la propia historia y a las tradiciones. La de la lealtad y el respeto a los compromisos asumidos. La cultura del trabajo, y el sacrificio personal, la del cumplimiento voluntario de los deberes y obligaciones como fuente de todo derecho.

   El orgullo por la civilización e instituciones heredadas de Grecia y de Roma, y recreadas por la Hispanidad en América. La del sentido del bien común, cuando se ejercía la política como servicio al prójimo y no a sí mismos. Una cultura basada en la familia como fundamento no ya de toda nación organizada, sino incluso de toda realización y felicidad personal y social.
 
  Una patria de varones y mujeres educados en la fe, la esperanza y la caridad; en la justicia, la fortaleza, la prudencia y la templanza… Esta era el alma de la Patria, esta o ninguna. De estos valores esenciales y constitutivos del alma nacional no quisieron independizarse nunca los hombres de julio de 1816.
  
       Hoy, los poderosos, las elites que manipulan la economía y las finanzas, los medios, la farándula, la educación, la legislación, etcétera, parecen creer que se puede tener un país sin alma. Pues han traicionado todas y cada una de sus notas constitutivas, y desde luego, el mandato de los representantes del Congreso de Tucumán. No es que antes no hubiese traidores. No hacía mucho, en 1815, Alvear había querido recolonizar esta tierra bajo bandera británica. Y Rivadavia intentaba entregar la riqueza nacional a Londres, y se dedicaba a perseguirlo a San Martín y a la Iglesia Católica, o a venderse al Brasil. Unos pocos “doctores unitarios” miraban hacia fuera con vergonzosa e inconfesable añoranza de patrias ajenas, desde la clandestinidad de las logias, necesaria para ellos pues conspiraban en medio de un pueblo con alma cristiana y dignidad. Nuestro pueblo no les toleró sus actos en cuanto trascendieron.

     Hoy parece inversa la situación: en el seno del poder político una minoría silenciosa, fiel al ser nacional, quiere a la patria y a su gente. Y la defienden como pueden. Y una mayoría se vende a los poderes tenebrosos de la Cultura de la Muerte, a la tiranía del pensamiento único. Es decir, a la injusticia, y el desprecio por la vida inocente.
  
     Entonces, pareciera prevalecer ese poder que quiere impedir una Argentina libre, unida, grande y soberana. Esto nos conduce a reflexionar sobre una sentencia evangélica: “por sus frutos los conoceréis”. En efecto, si el fruto de la cultura y la sabiduría de nuestros héroes fundadores fue la libertad (pensemos en Saavedra, Artigas, Dorrego, Belgrano, San Martín y Rosas, entre otros), los frutos de los anti-hérores de ayer y de hoy han de ser sin duda, peor que la dependencia, una amarga esclavitud.
   Esclavitud del imperio global del dinero, y más aún, de los vicios que se instalarán sin redención posible en una sociedad “construida” al margen de Dios y sus mandamientos.
 
    Quizás estos constructores de patrias sin alma no han caído en la cuenta de que no se puede hacer una sociedad sin Dios, sin hacerla al mismo tiempo contra los propios hombres, mujeres y niños de esa sociedad, quienes solo en Dios tienen derechos por naturaleza.
     No son nuestros el rechazo a la obra de Dios, a las Bienaventuranzas de su Hijo, como a su sacrificio redentor. No son argentinos el rechazo a la pureza de la Virgen, ni a la maternidad en sí.
    La persecución de lo más sagrado, tiene la intención de que nosotros no participemos de ello. Intenta alejar de nosotros al Modelo mismo, que es Cristo. Y con Él, la verdad que nos hace libres.
    Algún día, los perseguidores de hoy  sabrán que son reales y posibles la Verdad, el Bien, la pureza y el pudor. La caridad, la humildad, la nobleza de espíritu. Será cuando dejen de mirarse en el espejo  de sus propios fracasos y rencores. Mientras tanto, seguirán intentando amaestrarnos. Haciéndonos como ellos: débiles, sobornables, sin autonomía de pensamiento, masificados. Para que no seamos libres ni capaces de plantarnos ante el injusto secuestro de nuestras almas y del alma nacional.
   
    Para los hombres de la independencia, semejantes planes hubiesen resultado la negación de la libertad misma que ellos consolidaron. Cuando ellos cortaron los lazos que nos hacían dependientes de un sistema decadente: la monarquía borbónica, reyes degradados e indignos, lo hicieron justamente porque estos ponían en riesgo el cuerpo y el alma de la Patria, es decir, su territorio y su cultura; al entregarse en manos de tiranos extranjeros (como Napoleón). O de ideologías afrancesadas (como el despotismo ilustrado), o anglófilas (como el liberalismo masónico).
  
    Tenían buen olfato nuestros pueblos criollos y sus caudillos. Sabían qué defender. Por eso nos independizaron.
    Más tarde, en 1820, las provincias argentinas, para salvar la argentinidad tendrían que cortar lazos con la Buenos Aires unitaria; es decir, con la oligarquía porteña, implantando el sistema federal. Las preguntas que nos surgen son:
      ¿Dónde quedó ese sentido del propio ser de los argentinos, de conservación de la propia identidad? ¿Dónde está la herencia que los valientes próceres de la Independencia nos legaron? ¿Existe todavía?¿Podrá renacer? ¿Dónde se oculta…?

   Y han aparecido las respuestas ayer, nomás. Puestos los argentinos ante una insólita y traidora disyuntiva impuesta por el poder ilegítimo: la de seguir existiendo como pueblo y cultura en el tiempo histórico y en la tierra americana que supimos conseguir desde la independencia. O la de optar por la más indigna de las muertes: la muerte cobarde por mano propia; la extinción demográfica que implicará inexorablemente aceptar este ultimátum de los amos del dinero y esclavos del Príncipe de este mundo, quien cree llegada su hora de dar el zarpazo final. Y parece contar con un ejército de “argentinos” serviles a tal fin. Quiere robarnos lo único que nos queda de más propio y auténtico… Los niños, el alma nacional, el futuro.

   Gracias a Dios bendito, y a la Reina del Cielo, la Santísima Virgen María, este pueblo les está diciendo que NO al enemigo. Y lo está haciendo cubierto y amparado en el manto celeste y blanco de la Madre de Dios; que es también  la propia bandera de Belgrano. Le dice que NO al enemigo con sus marchas pacíficas multitudinarias; con sus procesiones, con los sermones de sus curas fieles, con sus devotas oraciones, súplicas e invocaciones. Le dice que NO con sus lágrimas, que expresan un dolor visceral ante la traición; pero también expresa la furia, por ahora, contenida. Y le dice que NO con su consagración a nuestra Señora de Luján.

   Este es el pueblo argentino que sale a la luz como sociedad, como comunidad nacional, después de tantos años de aparente sumisión silenciosa.

   La vez anterior que se mostró como tal en defensa de lo propio y de su identidad nacional, fue en ocasión de la resistencia contra los piratas en la guerra de Malvinas.
   El alma de la Patria está de nuevo a la vista en las calles; buscando y reclamando con esperanza lo mismo de siempre: PAZ, RESPETO, JUSTICIA, DIGNIDAD y AMOR.
   Mal que les pese a los medios masivos en manos de malvados verdaderamente oscurantistas, se acabó el silencio sumiso de los buenos.

   Tenemos el honor como pueblo, de habitar en aquel lugar del mundo donde más tenaz, lúcidamente se ha defendido la vida de los inocentes; amenazada por los muchos Judas, Pilatos y Herodes que las logias serviles nos han impuesto.

   La antorcha recibida de la Cristiandad está en nuestras manos: no podemos replegarnos de esta última trinchera. Porque se juega lo más sagrado: la vida y la inocencia de nuestros hijos. Esta vez sí es una cuestión de vida o muerte. Y si nos toca morir en el lance, que sea con honor y gloria, de frente al enemigo, como hubieran muerto los patriotas de 1816 en Tucumán si los realistas hubiesen triunfado en el Alto Perú.

   El enemigo quiere que no tengamos a quiénes heredarles esta antorcha; pero nosotros tenemos todo por ganar si se lo impedimos. Incluso puede ser el impulso y la ocasión de proclamar una segunda independencia, y refundar la República en su verdadera esencia signada por los mismos principios que la original. Y así reencontrarnos con nuestro destino.

DIOS LO PERMITA.

¡VIVA LA PATRIA!



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