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miércoles, 21 de octubre de 2009

EL P. HORACIO BOJORGE PRESENTÓ SU LIBRO "VIVIR DE CARA AL PADRE"





En la foto: El Dr. Gerardo Palacios Hardy realiza la presentación del P. Horacio Bojorge y de su nuevo libro "Vivir de cara al Padre", en que el sacerdote denuncia la omisión de la persona del Padre en la Santísima Trinidad por muchos que caen en un "Jesusismo" fraternal pero sin filiación Divina.


El Padre Horacio Bojorge presentó su nuevo libro “Vivir de Cara al Padre – Nacidos de Nuevo y de lo Alto”, que tuvo lugar el viernes 16 de octubre de 2009 en la sede del Instituto de Filosofía Práctica.

Un público numeroso colmó el lugar, siguiendo atentamente las palabras del presentador, el Dr. Gerardo Palacios Hardy, para luego escuchar al Padre Horacio Bojorge.

La reunión se extendió amablemente entre dedicatorias escritas por el Padre a los que llevaban su nuevo libro, y un ameno vino de honor que como un sello amistoso cerró el encuentro.

A continuación presentamos la transcripción de las palabras del P. Horacio Bojorge, en tanto que los videos se hallan disponibles en Internet mediante la página de youtube.


VIVIR DE CARA AL PADRE

Este librito que presento esta noche se ubica en un itinerario personal, espiritual y pastoral. Pasados los años y mirando hacia atrás, puedo reconocer el camino que se le trazó a mi predicación y a los escritos nacidos de ella. Porque Vivir de Cara al Padre. Nacidos de Nuevo y de lo Alto, es también, como otros títulos que lo anteceden: [- El Anuncio del Sermón de la Montaña, las Bienaventuranzas y las Elevaciones al Padre Nuestro,] - el resultado de la predicación, especialmente en retiros espirituales.

Los que, entre Ustedes, hoy aquí presentes, han seguido los títulos que se han ido publicando durante los últimos quince años, recordarán el itinerario recorrido. Para los que no los conocen vuelvo a bosquejar el itinerario.

Primero fueron algunos escritos y libros que tratan de lo que fui aprendiendo, -- no dudo que iluminado y guiado por el Señor en el estudio de los tesoros de la tradición --, sobre los impedimentos que hay en el corazón humano para que amemos a Dios. Impedimentos con que los sacerdotes nos enfrentamos y luchamos en nuestra tarea entre las almas, pero que también experimentamos en la nuestra.

Así fue cómo escribí primero algunos folletitos sobre la Indiferenciay la apostasía[1] y luego dos libros sobre la acedia[2] y otro sobre los vicios capitales[3], que son los efectos lógicos de la acedia. Junto con el carácter demoníaco de estos obstáculos espirituales para amar a Dios, redescubrí la importancia y la actualidad y suma utilidad del poder de expulsar demonios con que Jesús dotó a los que enviaba a anunciar el evangelio.

Luego se me dio a sentir que ya era hora de ocuparme de llamar, a pesar de todos los impedimentos, y quizás por eso mismo con oportunidad o sin ella y a los gritos, al amor a Dios…

… de invitar al amor a Dios y de escribir sobre el amor a Dios. Y entendí que debía presentar este camino del amor a Dios tal como Jesús lo presenta en el Sermón de la Montaña, en las Bienaventuranzas y en el Padrenuestro.

Fruto de esas predicaciones vinieron entonces tres libros dedicados a mostrar el camino de la vida y de la oración filial, el camino para vivir y orar como el Hijo, para vivir y orar como hijos: Anuncio del Sermón de la Montaña, Las Bienaventuranzas y ¡Upa Papá! Elevaciones al Padre Nuestro[4]. En ellos expuse el evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, la esencia de cuyo mensaje consiste en revelarnos que Dios es su Padre y puede ser el nuestro también.

Posteriormente me sentí impulsado a predicar y a escribir sobre el amor humano. Porque si el río del amor creado se corta de su fuente celestial y divina, le pasa lo que a cualquier río, queda sólo el “lecho” y una sed que no se logra apagar con nada. La relevancia del mensaje sobre el amor divino, quedaba así corroborada, por ser la condición de posibilidad del logro y feliz término de los amores humanos.

El primer libro sobre este tema fue La casa sobre roca. Noviazgo, amistad matrimonial y educación de los hijos. Y el segundo, de carácter testimonial, fue un documento, el epistolario amoroso que presenté con el título de “José y Felicita. Una Historia de Amor. Cartas 1925 – 1932”.

Me pregunto si en algún momento, se completará también una trilogía sobre este tema del amor humano, caído y sanado, santificado y sacralizado por Dios.

Llegamos así al título que les presento esta noche. Para ubicarlo en el itinerario recién trazado, tenemos que volver atrás, de alguna manera, para retomar el tema del amor a Dios en la clave de la Revelación de Jesucristo en su Sermón de la Montaña.

Pensaba yo que mis exposiciones del evangelio filial habían concluido con la trilogía formada por el Anuncio, las Bienaventuranzas y el Padre Nuestro, que terminaron de salir de prensa hacia fines del 2004.

Pero del 2005 hacia acá, empecé a abrir los ojos para percibir ciertos fenómenos que a partir de la publicación de la trilogía fui percibiendo con mayor claridad. El libro que presento hoy nace del proceso que comenzó entonces y viene, con cierto rezago, a completar lo expuesto en la trilogía del Sermón de la Montaña.

Ciertos hechos a los que me referiré a continuación, me fueron convenciendo de la necesidad de insistir sobre la doctrina revelada de la vida cristiana como vida filial. Y consecuentemente en empeñarme y luchar por la explicitación del Nombre del Padre.

Un primer hecho fue que la trilogía sobre el Sermón de la Montaña no tuvo el eco que yo esperaba ni concitó la atención entusiasta que yo me auguraba.

Si los libros sobre los impedimentos al amor de Dios habían tenido tan entusiasta recepción y se les había reconocido tanta utilidad, yo esperaba que la presentación positiva del camino del amor filial sería objeto de una entusiasta bienvenida. Sin embargo, no fue tan así. Y esto me dio un primer motivo de intriga y de reflexión.

Vivir como el Hijo, vivir como hijos; orar como el Hijo, orar como hijos, era el horizonte espiritual cristiano, que yo había aspirado a presentar con la trilogía sobre el Sermón de la Montaña. Pero numerosos ambientes eclesiales parecían no conmoverse, en la práctica, ante esta sabiduría revelada por el Hijo acerca del Padre y que me resultaba tan necesario reexponer.

No entendía, y me debatía por entenderlo, el porqué de esa cierta indolencia en la recepción que me hacía llegar un mensaje de “déjà vu” para una enseñanza que a mí, personalmente, me deslumbraba con un brillo de “lo nunca antes visto ni entendido”. “Lo nunca entendido antes” parecía caer como noticia vieja, en un terreno donde todo el mundo parecía estar ya enterado.

El discurso evangelizador de Jesús en el Sermón de la Montaña no era un “best seller” ni entre los mismos creyentes convencidos. A fuerza de darle vueltas a la reacción que suscitaba en algunos, he podido ubicar esta perplejidad paralizante, no sin sorpresa, en la misma línea de la extrañeza que produjo en su tiempo la predicación del Hijo de Dios en el Sermón de Monte: “Y sucedió que cuando acabó Jesús estos discursos, la gente quedó extrañada con su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus maestros”[5]. Lo que le pasó a Jesús con el Sermón de la Montaña, pasará siempre y en todo tiempo y lugar, me dije.

Hay hoy muchos maestros de cristianos, que ya no enseñan lo mismo que Jesús ni de la misma manera, de modo que los católicos formados en sus cátedras, y yo entre ellos, encontramos extraño el mensaje cristiano original y sin glosas, por resultarnos ajeno a lo que siempre hemos oído y entendido.

Fui cayendo en la cuenta, progresivamente, de que si bien Jesucristo enseña claramente que “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti [Padre], único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”[6]; y de que él se presenta a sí mismo solamente como “revelador del Padre”[7] y “Camino al Padre”[8], sin embargo, en muchas presentaciones eclesiales y eclesiásticas de su evangelio, el Padre suele estar ausente, implícito, o ser objeto de menciones puramente formales.

Esto es observable en el discurso catequístico, o de las “pastorales especiales” (juvenil, matrimonial, de la vida consagrada…) y aún en documentos como el Mensaje final de Aparecida (aclaro que no me refiero al Documento final, sino al Mensaje final previo al Documento).

El silencio sobre Dios Padre es un hecho que han comprobado, por otra parte, algunos centinelas vigilantes de la bibliografía teológica y espiritual. El Emmo. Cardenal Josef Cordes, se asombra, en su obra “El Eclipse del Padre”, del silencio acerca del “Nombre del Padre” reinante en la literatura teológica contemporánea. Dice el Cardenal Cordes: “Cuando se pregunta a grandes teólogos contemporáneos de ambas confesiones (protestantes y católicos) por el Padre de Jesucristo, se obtiene una perspectiva sorprendente: los investigadores piensan más frecuentemente y más expresamente en ‘Dios’ que en el ‘Padre eterno’. Si se hace una estadística sobre las veces que en la relación Padre-Hijo utilizan en sus investigaciones la palabra ‘Padre’, ésta queda desconsoladoramente relegada”[9].

Estos dichos del Cardenal Cordes corroboran con autoridad académica lo que en mí venía siendo una sensación creciente pero cuya objetividad yo ya no estaba en condiciones de comprobar y convalidar.

De hecho sólo han llegado a mi conocimiento dos obras teológicas de importancia que se ocupen del Padre. Una es la del redentorista François-Xavier Durrwell, El Padre[10]. Otra la del dominico francés M. J. Le Guillou, El misterio del Padre. Fe de los Apóstoles. Gnosis Actuales. Cuya traducción aparece en la editorial Encuentro en 1998, un cuarto de siglo después de su original francés.

Según el teólogo dominico J.M. Le Guillou, que percibía el silenciamiento del Padre ya en los años 1970[11], las corrientes gnósticas modernas y modernistas, infiltradas en los ambientes católicos en forma de secularismo y de sentido común modernista, han dado lugar a lo que él llama “jesuanismo”, una actitud religiosa de corte gnóstico que, - son sus palabras – “Sitúa […] a Cristo no con el Padre, sino en lugar del Padre. De ese modo se ve diseñar vagamente una especie de cristicismo o de jesusismo (dejando en silencio generalmente el nombre del Padre) que trata de hacerse pasar por el verdadero cristianismo”[12].

La obra del P. Le Guillou me resultó iluminadora, porque me enseñó a situar el silencio acerca del Padre, difundido por vía de implicitación, en el contexto de la historia de la teología católica y de las herejías.

Fui entendiendo así, mejor, lo que hay detrás de un Jesús sin Padre, sin relación al Padre, que se convierte, por eso mismo, bajo pretexto de cristocentrismo, en el horizonte último de la predicación y por lo tanto de la fe. Me encontré así sorpresivamente re-puesto a mí mismo ante la misma situación de conflicto que llevó al Hijo de Dios a decirle a sus oyentes: “No me conocéis ni a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre”[13]. “El Padre y yo somos uno”[14].

Se aplicaba también a esta situación, clarificándola, lo que dice San Pablo “¿Cómo creerán si no se les predica?”[15]. Y si se les predica un Cristo sin Padre ¿Es ése el verdadero Cristo? ¿O es un impostor fraguado, desvirtuado, o desfigurado, light o delicuescente?

Hay que decir con toda claridad que este Jesús sin Padre, ya no es el Jesús verdadero, sino una figura impostora que se coloca en su lugar, diciendo “Yo soy”, pero que ya no es él. Y así es posible entender por qué, en una época donde se aspira a un mayor cristocentrismo en la evangelización, en la catequesis, en todas las ramas de la pastoral y en la teología, el Cristo que ocupa el centro, puede ser un Cristo sin Padre, y hasta puede llegar a desplazar al Padre del trono central que le corresponde. Es un Cristo que ya no está sentado a la derecha de nadie.

Era por otra parte algo que había predicho el mismo Hijo de Dios y que empezaba a percibir que sucedía ahora delante de mis ojos: “Mirad que nadie os engañe. Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo ‘Yo soy’ y engañarán a muchos”[16].

El Jesús sin Padre es pues una de las formas actuales de la impostura del Anticristo que estamos viendo difundirse y engañando a muchos, incluso letrados y maestros.

[Y me permito una aclaración por si es necesaria para alguien de los presentes: entiendo al Anticristo como un opositor a Cristo, pero que no se le opone abierta y frontalmente, sino por impostura. Ataca al Cristo haciéndose pasar por él].

Invocar a un Jesús del que se silencia la condición de Hijo de Dios, es ya una falsificación engañosa del nombre y de su identidad, una corrupción de su verdadera esencia. Porque la Persona del Hijo de Dios que asume la naturaleza humana, es relación sustancial con el Padre, de la que su naturaleza humana entra a tomar parte. Cuando se desconoce su relación al Padre, en la que ha sido asumida la naturaleza humana, se desconoce la identidad de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios vivo y se ignora su verdad.

Recuerdo haber asistido en esos años, en que iba madurando en mí la reflexión sobre el silenciamiento del Padre, a una reunión de “agentes de pastoral” en una diócesis del interior del Uruguay. En esa reunión, una religiosa, encargada de orientar la pastoral juvenil, expuso un discurso evangelizador que aspiraba a ser “cristocéntrico”, pero en cuyo centro había un Jesucristo sin Padre. Me atreví a hacer notar la conveniencia de hacer explícito lo que quedaba implícito. La respuesta fue un “¡por supuesto!”. Como si se me dijera: “¡pero qué tontería! ¡qué necesidad hay de decirlo!”. Precisamente eso era lo que consideraba necesario decirle: “que había necesidad de explicitar al Padre en toda presentación evangelizadora de su Hijo Jesucristo dirigida a sus jóvenes. Y que, de no hacerlo, se les amputaba la vía de acceso al conocimiento de Jesús como hijo y por lo tanto a la vida filial, a la justicia del Reino de los cielos y al cumplimiento de la voluntad del Padre”.

Algo parecido me sucedió en un Congreso internacional convocado en preparación de la Conferencia de Aparecida. Acudí con la inquietud de la que vengo hablando, convertida ya en una daga en el corazón. En un grupo de trabajo durante ese Congreso, sufría interiormente ante el mismo silenciamiento del nombre del Padre en el discurso grupal, donde se hablaba y discutía acerca de los contenidos prioritarios que debía tener la nueva evangelización a la que se iba a convocar en Aparecida. Cuando en determinado momento señalé la necesidad de un anuncio más explícito del vínculo de Jesús con el Padre, me respondieron con el mismo “¡por supuesto!” pero esta vez, no la encargada de la pastoral juvenil de una parroquia, sino ¡un Señor obispo!

No me asombra que el jesuanismo, o cristicismo pastoral, sea frecuente en la propuesta de las sectas y comunidades protestantes. Pensemos en lo que se oye predicar en algunas carpas y audiciones radiales de predicadores protestantes, donde todo se queda en el anuncio de Cristo “tu salvador personal”, sin referencia al Padre ni a la entrada en comunión con Él, como punto de llegada de la salvación que se anuncia. A estas presentaciones subyace una cristología arriana y modernista.

Pero sí me aflige que el mismo mal se haya venido extendiendo y penetrando subrepticiamente también en el sentido común de los católicos, clero y teólogos incluidos. Los remito a su experiencia propia como oyentes de la predicación habitual en nuestros templos.

Me ha llamado dolorosamente la atención, en este sentido, el Mensaje final de la Conferencia de Aparecida, - aclaro que no me refiero al Documento final de la Conferencia, sino al Mensaje final, de alguna manera provisorio, redactado por una Comisión ad hoc – me ha llamado la atención, digo, que, en ese Mensaje, a diferencia del posterior Documento, el Padre ha quedado relegado a la región de los implícitos en toda la primera parte, la doctrinal-kerygmática, en la que se presenta a Jesús (10x) o al Señor Jesús (1x) o a Jesucristo (4x).

En este Mensaje, que tengo entendido que fue redactado por un renombrado teólogo argentino, se nombra al Padre solamente ¡tres veces! Pero ni una sola vez se lo nombra en la primera parte, donde, precisamente, se presenta al Jesucristo que debe ser anunciado en la nueva evangelización a la que envían los obispos reunidos en Aparecida.

Y las únicas tres veces que se nombra al Padre es sin relación con la presentación de Jesucristo. Recién se lo nombra después de pasado el momento doctrinal-kerygmático, en un contexto parenético (exhortativo), en los números cuarto y quinto. De modo que el Jesús (10 x), o Jesucristo (4x) o el Señor Jesús (1x) del Mensaje, es presentado sin referencia explícita a su Padre y nunca se explicita su condición de Hijo de Dios. Se lo presenta predominantemente como Jesús, el histórico, el de Nazaret, el humano, es decir dejando implícita su condición filial y mesiánica y por lo tanto su relación personal sustancial, constitutiva e individuadora, con Dios Padre. Se suscita fundadamente un interrogante: ¿Acaso tiene Jesús únicamente una naturaleza humana?

El contraste entre el discurso de este Mensaje con el discurso inaugural de Benedicto XVI, es llamativo. Porque Benedicto XVI anuncia reiterada y explícitamente al Padre como la meta del proceso evangelizador al que convoca la Conferencia de Aparecida y se refleja, efectivamente, en el Documento final. Lo menos que puede decirse es que el autor del Mensaje no recogió este aspecto central de la fe, cuya centralidad subraya el magisterio pontificio.

Todos estos hechos, que se fueron escalonando a lo largo de los años 2004 al 2008, me iban confrontando con un hecho innegable pero por lo común no reconocido y en muchos casos negado taxativamente. “Existe hoy una extendida implicitación del nombre del Padre en la proclamación del kerigma cristiano y en la presentación de la figura del Hijo de Dios hecho hombre”.

Y eso es algo grave. Porque lo que no se explicita no se predica y lo que no se predica no se cree. [o no se lo predica porque no se lo cree], y lo que no se cree no se vive.

Y, [duele decirlo, pero es necesario hacerlo para que se advierta la gravedad del hecho], si no se advierte que se lo está silenciando, es porque no se lo ama.

Aunque se esté dispuesto a profesarlo, a pedido, con la boca, el corazón no reclama nombrarlo. No se lo predica porque no se lo considera necesario ni se lo cree con el corazón, que significa creer amorosamente. Y si no se cree en el Padre amorosamente y con el corazón, ¿cómo se podrá alcanzar, alguna vez, la justicia filial?[17]. Si es verdad que “de la abundancia del corazón habla la boca”[18]. ¿Qué significa que la boca deje de nombrar al Padre?

Lo más dramático es que los fieles se están perdiendo la dicha de vivir como Hijos, y se estrechan o aún se cortan los canales de la gracia regeneradora que es la que vitaliza al pueblo de Dios.

Jesús vino a explicitar al Padre, porque su corazón vive vuelto de cara a la profundidad del seno del Amor que es el Padre. Pero hoy se escucha a menudo un mensaje que se presenta como el mensaje de Cristo, pero donde el Padre está ausente, por lo menos implícito. Y en momentos en que se envía a una Nueva Evangelización, muchos, aún entre nuestros “sabios”, no reparan en esta mutilación sustancial del mensaje evangélico.

Pero me faltaba quizás recibir más luz todavía acerca de la naturaleza de este fenómeno que me punzaba el corazón desde la oscuridad.

En octubre del año pasado, los amigos Gristelli, de la Editorial Santiago Apóstol y de los Encuentros de Formación San Bernardo de Claraval, me pidieron que diera una conferencia en el Encuentro de Estudios anual, que tuvo lugar en Escobar. El tema que me encomendaron fue: “El liberalismo es pecado”. El tema se me transformó durante la preparación, en este otro: “El liberalismo es el pecado: es la iniquidad. La rebelión contra el Padre”[19]. Mientras meditaba este hecho, pude ir cayendo en la cuenta de cómo, en el itinerario espiritual de la apostasía de nuestra cultura, lo que está implicado en el Jesús sin Padre, es un Jesús contra el Padre.

Porque al dejar de explicitarse su condición de Hijo de Dios, el Jesús Hijo de Dios es suplantado por un Jesús arriano, que personifica al hombre usurpador del lugar del Padre. Es un Jesús impostor, que el Jesús verdadero preanunció que engañaría a muchos: un Jesús sin Padre que se opone al Padre usurpando su lugar. De modo que este Anti-Cristo, este impostor que trae el rostro de Cristo como antifaz, es también un Anti-Padre.

Se me aclaraba la relación que hay entre el rechazo y el silenciamiento de Dios Padre por un lado, con la aspiración de la ideología liberal, que consiste en rechazar toda autoridad divina que limite la voluntad humana. Pero también me quedaba claro, primeramente, por qué una vez desplazado Dios Padre, surge una sociedad y una cultura sin padres. Y, en segundo lugar, por qué la implicitación del Nombre del Padre en el discurso evangelizador y religioso, es un signo del insensible proceso de protestantización del mundo católico.

Vi también con mayor claridad la honda sabiduría y la actualidad de la recomendación de San Juan en su primera carta, cuando describe la actitud que define el corazón filial cristiano: “no améis al mundo… amad al Padre”[20].

Esa es la alternativa, la disyuntiva de hierro. Si los bautizados nos hemos ido mundanizando sin remedio e inevitablemente hoy, - sin excluir a los clérigos y a veces con ellos a la cabeza, y en la conducción - hacia la fosa y el barranco, - si hemos ido aceptando progresivamente y en forma acrítica la cultura mundana, sin que nos ardan ni escuezan sus ácidos anticatólicos, es porque, al perder de vista al Padre, nos hemos extraviado en la feria del mundo, y hemos perdido de vista esta incompatibilidad espiritual implacable, entre los dos amores: al mundo o al Padre.

Creo que con lo que llevo dicho queda dibujado el fenómeno al que quisiera salir modestamente al paso el librito que les presento hoy, y que invita, desde su tapa, a los bautizados, a ponerse a “Vivir de cara al Padre, para nacer de nuevo y de lo alto”.

¿Cómo pretender que se viva como hijo, es decir, de cara al Padre, si no se cree en el Padre? ¿Y cómo pretender que se crea en el Padre, si no se lo predica? La crisis de la predicación produce inevitablemente una crisis de fe. Y la crisis de fe se refleja en la ruina de la vida bautismal, y de la espiritualidad cristiana, católica, auténtica. Hay que empezar, por lo tanto, a predicar al Padre, o a insistir en explicitar al Padre.

No puede haber vida filial si no se predica al Padre y al Hijo. La implicitación del Padre, corta la efusión de la corriente de gracia que vivifica a la Iglesia. Porque siendo el Padre la fuente de la Vida y del Amor, si se lo silencia, y si en lugar del Jesucristo Hijo del Padre, se lo permuta por un Jesús sin Padre, la Iglesia, los fieles, las almas se cortan de las fuentes de la gracia.

Podría continuar, pero creo que con esto he dibujado lo suficiente el fenómeno eclesial al que pretende salir al encuentro este librito. Es un humilde alegato. Quizás un grito en el desierto. Una llamada a volverse filial y fervorosamente al Padre, que nace de mi propia necesidad y es, en primer lugar, exhortación a mí mismo, a vivir en cada momento como hijo y recibiéndome del Padre.

Me restaría quizás exponer a grandes rasgos la estructura de su contenido. Es lo que puede leerse en el texto de contratapa y se advierte recorriendo el índice.

Como otros libros anteriores, éste ha nacido de fichas destinadas a que los fieles que asisten a un retiro, en muchos casos sacerdotes y seminaristas, tengan una guía de la exposición del tema. En este libro he reunido las tres primeras fichas de una exposición del Padre Nuestro.

Santificado sea tu Nombre. Venga tu Reino. Hágase tu voluntad.

Se le podría preguntar al fiel común, glosando la pregunta de Felipe al Eunuco de la Reina de Etiopía: ¿Entiendes lo que dices? ¿Sabes lo que pides? Y si no sabes lo que pides ¿cómo puedes desearlo en realidad? ¿Qué es lo que en realidad desea el corazón del bautizado cuando ora con estas palabras?

La santidad, el reino, la voluntad de Dios. He ahí tres conceptos centrales de nuestra fe y de nuestra vida cristiana cuyo significado me sentía urgido a explicitar. Porque advertía que al amparo de las vaguedades en la enseñanza habían ido cundiendo las deformaciones acerca de su real contenido. Y esto había acarreado graves daños en la fe y la vida cristiana de los fieles.

El capítulo dedicado a la santidad del Nombre, recupera por eso los dos aspectos esenciales de la santidad divina: trascendencia ontológica y proximidad existencial. El capítulo dedicado al Reino, despeja, siguiendo la enseñanza de la Redemptoris Missio las desviaciones del concepto del Reino de Dios, y lo reconducen a la condición filial. El capítulo dedicado a la obediencia filial, apunta a la vivencia concreta de la espiritualidad filial. A cada uno de estos capítulos corresponde un anexo donde se trata de las desviaciones prácticas correspondientes.

En esos anexos me ocupo de cómo el “ver, juzgar y actuar” fue entendido en sentido modernista, puesto en cuarentena por Santo Domingo y por fin, rescatado por Aparecida, para que, tanto el ver, el juzgar como el actuar, fuesen los de la fe, y no los de una experiencia puramente humana y anterior a la fe, postulada como un propedéutico para llegar a creer y actuar como creyente.

Vinculado con este método estaba el que fue durante años, dogma de la enseñanza catequística, y era la comprensión modernista del “hecho de vida” como punto de partida de la revelación y puerta de acceso al sentido verdadero de la historia sagrada.

En esta obrita, pues, se conjuga por un lado la exposición de las nociones centrales de la santidad del Padre, la vida filial, la obediencia filial; con, por el otro lado, la señalación de algunas desviaciones modernistas que se difundieron bajo forma de métodos de pastoral y catequesis que, en los hechos funcionaban desautorizando la revelación histórica y sustituyéndola por una presunta revelación que sucede “en la vida” y que es posible “ver” y “enjuiciar” dejando en suspenso la fe, por razones de método.

Creo que esas deformaciones “metódicas” modernistas forman parte del “clima” del desafecto moderno hacia Dios Padre, autoridad del Amor divino que da el Ser, y su manipulación de la figura del Hijo para convertirlo en un simple “hombre para los demás”, que viene a ser “un dios que me sirva”.

P. Horacio Bojorge

[1] El Indiferente: ¿Es Indiferente?: La Indiferencia como Estado Espiritual a la Luz de Marcos 1,21-28, en: Documentación Celam (Consejo Episcopal Latinoamericano, Secretariado General), 6(Oct-Dic 1981) Nº30, pp. 493-514.

[2] 1) En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia. Ensayo de Teología pastoral. Editorial Lumen, Buenos Aires, 1999. 2) Al que siguió completándolo: Mujer: ¿Por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia. Editorial Lumen, Buenos Aires, 1999

[3] El lazo se rompió y volamos. Vicios capitales y virtudes. Grupo Editorial Lumen, Buenos Aires – México, 2001.

[4] 1) Primero se publicó: Las Bienaventuranzas. Comentario espiritual. Vivir como el Hijo, vivir como Hijos. Grupo Editorial Lumen, Buenos Aires – México, 2003. 2) Luego: Anuncio del Sermón de la Montaña, Vivir como el Hijo, vivir como Hijos, En cinco lecciones. Grupo Editorial Lumen, Buenos Aires – México, 2004.

3) Y por último: ¡Upa Papá! Elevaciones al Padre Nuestro. Orar como el Hijo, orar como Hijos. Grupo Editorial Lumen, Buenos Aires – México, 2004

[5] Mateo 7, 28-29; ver Marcos 1, 22; Lucas 4, 12; 7,1

[6] Juan 17, 3

[7] Juan 1, 18: “A Dios nadie le ha visto jamás, el Hijo único que está vuelto hacia el seno del Padre, él nos lo ha contado, explicado” (exegésato)

[8] Juan 14, 6: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, Nadie va al Padre si no es por mí, Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre ”

[9] Mons. Paul Josef Cordes, El Eclipse del Padre, Ed. Palabra, Madrid 2003, cita en p. 167

[10] François-Xavier Durrwell; Nuestro Padre, Ed. Sígueme, Salamanca 1992; Der Vater Gott in seinem Mysterium. - St. Ottilien : EOS-Verl., 1992. - 399 S.; (ger / dt.) ISBN 3-88096-670-2

[11] M. J. Le Guillou O. P., Le Mystère du Père. Foi des Apôtres, gnoses actuelles, Fayard, Paris 1973, 291 pp.

[12] M. J. Le Guillou O. P., El Misterio del Padre. Fe de los Apóstoles. Gnosis Actuales. Ed. Encuentro, Madrid, 1998, cita en p. 196

[13] Juan 8, 19

[14] Juan 10, 30

[15] Romanos 10, 14

[16] Marcos 13, 5-6

[17] Romanos 10, 9-10

[18] Cfr. “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón, saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de la abundancia de su corazón habla su boca” Lucas 6, 45

[19] Editorial El Alcázar, Buenos Aires, 2008, 52 págs.

[20] 1ª Juan 2






Introducción



Parte 1


Parte 2




Parte 3


Parte 4


Parte 5


Parte 6


Parte 7


Parte 8


Parte 9


Parte 10


Parte 11
Comentario del Dr. Bernardino Montejano acerca de “la filiación Divina del hombre”


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