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martes, 24 de agosto de 2010

LA VENTA DE LAS ACCIONES DE PAPEL PRENSA SEGÚN CAMPS

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Por Carlos Tórtora

Fuente: El Informador Público

El general Ramón Camps condujo la investigación del caso Graiver como Jefe de Policía de la Provincia de Buenos Aires. Su versión del tema la volcó en el libro “El poder en la sombra”. En relación al punto crítico de la actual ofensiva del gobierno contra Clarín y La Nación, Camps describe que la venta se aceleró ante la investigación que el gobierno estaba realizando sobre el patrimonio de Graiver. Es decir, que Lidia Papaleo vendió -sin coacción alguna- para evitar que sus empresas fueran intervenidas por los militares, ante la evidencia de que eran en parte el producto del lavado de los fondos de Montoneros. Éstas son algunas partes claves del testimonio de Camps.

La fortuna de Graiver

“La investigación que inicié en 1977 descubrió que los terroristas Montoneros habían entregado a Graiver 17 millones de dólares para que los trabajase. Este capital negro aumentó enormemente las posibilidades de maniobrar en el mercado financiero. Por esta “atención”, Graiver pagaba mensualmente U$S 133.000, que la organización gastaba en armas, explosivos, sobornos y viajes al exterior para recibir instrucciones e informar a sus dirigentes sobre el desarrollo de la guerra. Parte de los fondos provenían de los incontables secuestros extorsivos que habían perpetrado hasta entonces”.

Las confesiones de Lidia Papaleo

“Quizá haya algo de verdad cuando Lidia me dijo que no sabía nada de la relación entre Graiver y Montoneros hasta después de la muerte de David, pero también es cierto que jamás se le pasó por la cabeza ponerse bajo la protección de las autoridades legales, sino que siguió manejando las cosas por su cuenta: la relación con los subversivos fue una herencia que aceptó íntegramente”.

La venta de las acciones

“En mayo de 1976 reaparece en escena Francisco Manrique, que venía de los EEUU, donde había conversado con Graiver y le dijo que éste tenía una propuesta importante. Graiver se había comunicado con Miguel de Anchorena dos meses antes, exactamente el 24 de marzo y desde los EEUU le preguntó telefónicamente y muy preocupado “si era verdad que se había ido el Ministro de Economía”. Los que se van son todos, contestó Anchorena. Graiver aprovechó la oportunidad para ofrecerle un cargo de director de banco, pero recibió una negativa. David insistió con otra llamada y después con una carta. Gracias a la intervención de Manrique, de quien Anchorena es muy amigo, éste aceptó la propuesta y Silvia Fanjul le informó superficialmente sobre las empresas que componían el holding. Después los acontecimientos se precipitan: en una nueva llamada, Silvia Fanjul le avisa que al Banco Comercial ha llegado una inspección de la Comisión Nacional Investigadora y otra del Banco Central. También se estaba tramitando un proceso que la Asociación Bancaria había iniciado en un juzgado de instrucción reclamando la inversión de fondos que había hecho en el Banco Comercial de La Plata. Con semejantes novedades, Anchorena desistió de los planes de jerarquizar los directorios. Después del accidente aéreo, el Dr. Rubinstein le propuso que se hiciera cargo de la sucesión. Anchorena aceptó y nos contó cómo estaba llevando el asunto. Había hecho tres ventas importantes. Una de acciones de Galería Da Vinci a los diarios La Nación, La Razón y Clarín por ocho millones trescientos mil dólares, operación mediante la cual los diarios citados tomaban el control de Papel Prensa. La venta requería la aprobación del gobierno nacional, el representante de menores (por haber menores de edad con derechos sucesorios) y el juez. También había tratos para vender el Banco de Hurlinghan en tres millones de dólares, previa autorización del Banco Central y del juez. En cambio, Anchorena no participó en la venta de acciones del Banco Comercial de La Plata, porque cuando se realizó la operación él se había tomado unas vacaciones, pero creía que de todas maneras el precio del banco había quedado “terriblemente bajo” por las intervenciones y los rumores que corrían.”

“Según sus palabras, los conocimientos que tenía sobre el patrimonio de los Graiver eran bastante vagos para un abogado que está tramitando la sucesión de ese patrimonio. Jamás había sabido que podían pertenecer al grupo las empresas Ultima Hora, La Opinión, Diario de la Tarde, Criagro, Kerik Publicitaria y varias más. Nunca había oído una palabra de las inversiones en el exterior, salvo una en Brasil, otra en Paraguay (la compra de un campo) y un grupo internacional de bancos. De todo lo demás no sabía nada”.

  

LAS MIL CARAS DE DAVID GRAIVER, EX DUEÑO DE PAPEL PRENSA Y BANQUERO DE MONTONEROS

Fuente: Urgente24

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Restaurada la democracia, en 1983, el gobierno de Raúl Alfonsín indemnizó a los herederos de David Graiver con US$ 84 millones y la devolución de 40 inmuebles, en calidad de compensación por los daños y perjuicios ocasionados durante el régimen militar. Así se terminaron los reclamos judiciales por la usurpación de sus bienes. El monto fue concertado entre el Estado y los damnificados, y pareció cerrar las causas judiciales. Sin embargo, todo está abierto hoy día, con el tema Papel Prensa. Pero ¿quién fue 'Dudi' Graiver?

Juan Gasparini escribió 'David Graiver: El banquero de los Montoneros' (Grupo Editorial Norma, 2007). Aqui un fragmento (muy interesante lo de cómo consiguió Graiver quitarle a los Civita las acciones de Papel Prensa: un ahogo financiero que produjo José Ber Gelbard, por entonces ministro de Economía de la Nación):

"(...) Al volante de un Mercedes Benz 220 gris metalizado, Franco Grimaldi, el chofer portugués de Graiver, lo conducía al dúplex de dieciséis habitaciones de los pisos 7º y 8º de la Quinta Avenida y 81, pagadero en cuotas hasta completar su valor de 300.000 dólares.

En el asiento de atrás, el financista de 35 años se arrancaba distraídamente algunos pelos de la espesa barba. Trataba de imaginar los interrogantes que Gelbard podría llegar a presentarle.

Al costado izquierdo, los árboles del Central Park desfilaban sin ser vistos.

A diferencia de Gelbard, María Estela Martínez de Perón y los dirigentes del peronismo, Graiver consiguió que sus firmas no cayeran bajo el control de las Fuerzas Armadas después del 24 de marzo de 1976, cuando se identificó como enemigos a “los subversivos y los corruptos”.

Aquel esquive al golpe militar fue el asidero para reunirse expresamente con dos de los más duchos abogados de los círculos políticos nacionales, a los que encargó terminaran de sanear su imagen, poniéndola a tono con el cambio de gobierno.

Con tal propósito convocó a una reunión en el Hotel Copacabana de Río de Janeiro a los doctores Mariano Montemayor e Hipólito Jesús Paz, a quienes encomendó un plan de acción para minar en sus raíces la usina de rumores que lo presentaban como protegido de Gelbard.

El “Tuco” Paz había sido director de Institutos Penales de 1943 a 1945, asesor legal del Ministerio de Justicia de 1945 a 1949, canciller de Perón entre 1949 y 1951, y embajador en Washington desde 1951 hasta 1956. Su misión era podar la hojarasca en medios justicialistas de forma que la desgracia de Gelbard no ensombreciera el nombre de Graiver.

El abogado Mariano Montemayor, un amigo del ex presidente Arturo Frondizi, debía ocuparse de similar cometido en el frente militar, donde contaba con los mejores contactos.

A las relaciones del mismo Graiver en el Ejército, Montemayor contribuía con el ingrediente de ser asesor político del nuevo hombre fuerte de la Junta, el almirante Emilio Eduardo Massera.

El cónclave había tenido lugar semanas antes. ¿Se habría enterado Gelbard?

Una vena palpitaba en la sien derecha de Graiver. ¡Cómo le hacía falta Lidia a su lado en un momento como ese!

No confiaba en nadie más que en su mujer. Licenciada en Psicología en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de La Plata en 1967, poseía un intrigante conocimiento de los vericuetos del cerebro humano.

No por casualidad Lidia era la psicóloga preferida de los intelectuales de la farándula, como el clan del cineasta David Stivel. Graiver analizaba con ella cada entrevista difícil. Gelbard era un animal político intrincado. Más allá de la objetividad de las técnicas y de las relaciones de fuerzas determinantes de los negocios que unían a los dos, estaba el factor psicológico. Cada uno lo escondía en los pliegues del inconsciente. Las circunstancias le mudaban
permanentemente el aspecto.

Descubrirlo y sojuzgarlo era parte del oficio, hacía al dominio de uno sobre los otros, significaba recorrer desapasionadamente esa especie de misterioso sendero que conduce a las profundas verdades del alma. Había que abrirse paso con seducción, desafío, ansias de poder, hundiéndose en la mente de los mortales según la personalidad de cada uno.

¿Cuál sería el secreto, ese mismo día, para que Gelbard capitulara?

Un dibujo de Hermenegildo Sábat mostraba a Graiver más gordo de lo que era. Acaso para significar todo el poder económico y político que reuniera en la meteórica carrera de nueve años, amalgamando bancos, compañías de seguros, empresas constructoras, explotaciones mineras, diarios, el Canal 2 de la televisión de La Plata, hoteles, sociedades import-export, agencias de PRODE, e industrias varias. También propiedades inmobiliarias de todo formato, como el Bristol Center de Mar del Plata de un costo superior a los 60 millones de dólares, varias estancias, decenas de departamentos, y un centenar de predios, cocheras, locales y otras fincas.

Graiver miró por enésima vez el cartón del festejado dibujante uruguayo, colgado en la penumbra del living, en el deshabitado piso. Sonrió. ¡Cuánta agua había pasado bajo los puentes desde que en 1967 se filtrara en las grandes empresas y en las finanzas!

Ese año, su padre, Juan Graiver, acababa de fracasar con el Banco Popular Argentino, acoplado al avis satanica de la curia platense: el arzobispo Antonio Plaza.

El Banco Central lo cerró cuando la quiebra golpeaba a las puertas de la inmobiliaria familiar, cuyo pasivo de 10 millones de dólares no encontraba dinero fresco que la rescatara de la ciénaga. David decidió tomar el toro por las astas. Su progenitor no tenía la capacidad, la energía, ni la edad para transformar ese revés en victoria y resolver la crisis creciendo.

Aquel inmigrante polaco que empezó vendiendo corbatas por la calle, transfigurándose luego en prestamista y más tarde en rematador y constructor, para llegar a ser síndico titular de la Cámara de Comercio Argentino-Israelí, había alcanzado su tope. Sangre nueva debía reemplazarlo.

Isidoro, el hijo menor, no poseía muchas luces. David, el mayor, apuntaba alto. Traía ideas innovadoras, mucha imaginación y no menos apetito de poder y, tal como ordena la tradición, todo cuadraba para que el primogénito hiciera el relevo.

La lucha que David entabló con los bancos para salvar a Juan Graiver Inmobiliaria de la desintegración, grabó con letras de molde la divisa que guiaría su carrera.

En la Argentina, el atajo para consolidar el poder económico pasaba por la posesión de bancos, pues el 75 por ciento del aparato productivo estaba en sus manos.

En vez de ir a pedir créditos, nada mejor que tener la estructura apta para hacerlos otorgar cuando se los necesitaba, ahorrando los trámites. La oportunidad de llevar esa convicción a la práctica se presentó el 15 de octubre de 1968 al morir el doctor Héctor Isnardi, dueño del Banco Comercial de La Plata y de la concesionaria de automóviles Chevrolet. David lo conocía pues una de las primeras actividades que acometiera independientemente de su padre fue la compra-venta de autos.

Por esa razón también había trabado relación con José Iturreria, miembro del directorio del mismo banco, concesionario de Dodge en La Plata.

La viuda de Isnardi no quería seguir y la institución se deslizaba por la pendiente: o se le incorporaban nuevos capitales, o se transferían las acciones a otro propietario, de manera que se rehiciera la solvencia necesaria para recuperarlo del puesto 158, el último entre los bancos argentinos de tercera categoría.

El grupo financiero Santamaría, subsidiario del complejo Techint, había hecho una oferta. Graiver se adelantó. Obtuvo avales del Crédit Suisse de Zürich gracias a Martín Antonio Aberg Cobo, del Banco Torquinst, y lo arrebató por el equivalente a 3 millones de dólares.

La familia vació sus bolsillos, los amigos, entre ellos el padre de Susana Rotenberg, la primera esposa de David, y Enrique Brodsky, el suegro de Isidoro, ayudaron como pudieron.

Corría 1969. “Dudi” Graiver acababa de cumplir 28 años. Luego todo pareció sobrevenir sin esfuerzo, tal vez porque, como suelen repetir los hombres de empresa, un negocio trae otro.

El Banco Comercial de La Plata dejó de ser provincial. Cobró estatura nacional, con cabecera en la Capital Federal, y triplicó el número de sucursales. Le confiaron sus cuentas corrientes desde el Arzobispado de la Provincia de Buenos Aires hasta el Hipódromo de La Plata, pasando por grandes gremios de trabajadores como la UPCN (Unión Personal Civil de la Nación) y SMATA (Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor).

La inmobiliaria platense se reprodujo en Buenos Aires y Mar del Plata. Construyó edificios por doquier, consiguió muchas licitaciones de obras públicas, compró y vendió casas, campos, chacras, pisos y terrenos. Y con la misma astucia aplicada en la apropiación del Banco Comercial de La Plata, o sea comprar una institución con dificultades para luego revalorizarla sacándola adelante, David Graiver –también con sostén del Banco Torquinst– se aventuró adquiriendo el Banco Hurlingham.

En 1970, por 6 millones de dólares, lo incorporó a su grupo. Rápidamente lo hizo escalar posiciones gracias a los aportes de la comunidad judía, que se había quedado sin un banco de confianza al desaparecer el Israelita.

El Hurlingham fue el banco dominante del barrio comercial de Plaza Once, en Buenos Aires.

Rememorar el andamiento que había posibilitado en 1973 su propulsión al exterior, expandiendo sus dominios financieros a bancos en Israel (Swiss-Israel Bank), Bélgica (Banque pour l’Amérique du Sud) y los Estados Unidos (CNB y ABT), renovó la confianza de Graiver.

Decidió no llamar a Lidia a Acapulco como se le cruzó por la mente en el ascensor. Ahora estaba seguro de que se hallaría disfrutando de la playa con María Sol, restableciéndose de la interrupción de su segundo embarazo en noviembre de 1975 y de los malestares intestinales posteriores que le impedían recobrar su peso normal. No iba a preocupar a Lidia por una charla con Gelbard que finalmente podía dominar sin ayuda.

Una oleada de ternura lo invadió al fantasear con su esbelta mujer en bikini, jugando con la niña en las aguas de Acapulco. ¡Cómo había costado que quedara embarazada!

Tuvieron que encerrarse un fin de semana en el Sheraton de Bruselas cuando Lidia calculó que estaba ovulando. Dejaron plantados a empresarios europeos ansiosos de conocer al banquero prodigio del Cono Sur. Se deslizaron entre las sábanas, lamiéndose estremecidos por el deseo de un hijo.

Fogosos, unieron sus cuerpos hasta que el cansancio pegoteó sus huesos. Mientras se sumían en el sueño, en el vientre de Lidia maduraba María Sol, la heredera de David.

La evocación de los prolegómenos sexuales de la apertura de su banco belga, persiguió a Graiver hasta el dormitorio.

Cambió de camisa. Huyó del espejo ni bien se anudó la corbata. Le disgustaba encontrarse con sus propios ojos.

Puso los regalos semanales para la familia y algo de ropa deportiva en la valija Gucci de cerradura con combinación de seis dígitos. Se sentó en la cama. Desde el teléfono de la mesa de luz marcó el interno de su auto.

–¡Franco!

–Sí, señor.

–Suba a recoger la valija y después la lleva al banco. Cambié de parecer: iré a pie al Cirque. Pase a buscarme por allí a las 14.

El mediodía neoyorquino no estaba desagradable a pesar de la calidez del verano. Una brisa refrescaba la transpiración que la temperatura y la tensión nerviosa derramaban en las axilas y en la frente de David.

El cómodo traje de fina gabardina gris confeccionado por Ignacio Jorge Mazzola, “George”,su sastre de Buenos Aires, lo enflaquecía. Nueva York apasionaba a Graiver. Allí serpenteaban los meandros de la banca mundial, la estructura por excelencia del capitalismo, la que decide la vestimenta, la comida y el techo de miles de millones. Ahí estaba el dédalo del poder donde él entraba para quedarse.

Resopló excitado. Los 96 kilos abultaban su estatura mediana.

Enfiló por Quinta Avenida. Adoraba el Upper East Side, su nuevo barrio, abarrotado de supermillonarios, con sus mansiones de cincuenta habitaciones estilo ítalofranco- británico de finales del siglo XIX, su concentración de un tercio de las galerías de arte de la ciudad, sus casas de antigüedades y tiendas excéntricas.

Siendo la pintura una de sus pasiones, David de tanto en tanto encontraba un hueco en su agenda para regalarse con alguna exposición. Y si perseguía serenidad, remontaba la Quinta Avenida hasta la 103 para visitar el Museo del Ayuntamiento, haciendo escala en el Metropolitan, el Guggenheim, el Jewish Museum y el Centro Internacional de Fotografía.

Ahora sus pasos se dirigían en sentido inverso. Descendió hasta la 78. Al doblar hacia Avenida Madison, vio el Museo de Bellas Artes y su memoria se abrió como una flor. ¿Qué sería de la vida de Nelson Blanco, Dalmiro Sirabo, César Paternostro, Alejandro Puente, Lalo Panceira y Horacio Elena, los principales integrantes de “SI”, el primer grupo de 18 pintores informalistas de la Argentina que se estructurara en La Plata a principios de los 60, del cual David fue el mecenas?

Imágenes de otra década, de sitios lejanos y de amigos perdidos le impidieron ver el Sotheby Parke Bernet, en Madison y 77, una de las galerías de arte de mayor prestigio en Nueva York, y, dos calles más abajo la pirámide invertida del Whitney Museum of American Art.

Siguió caminando por Madison. Antes de cruzar la 65, una nota de desesperación despejó su mirada acuática. Se dio cuenta de que había recorrido trece manzanas como enajenado. Emergió del letargo girando la cabeza hacia Park Avenue, buscando el 58 East de 65. En diagonal, divisó el restaurante.

Al abotonarse el saco se sintió relajado por la caminata, aunque la camisa de seda celeste estuviera empapada. Dio cuerda al Blancpain de oro, una reliquia que se había dejado de fabricar en 1970 cuando el cuarzo desbarató la tradición en la industria relojera suiza. Marcaba las 12 y 34. Giró el picaporte y entró. Gelbard no había ido con Dina Askell.

Los hombres se abrazaron. El de más edad era bajo y rollizo. Vestía un clásico saco azul y pantalón gris, camisa blanca y corbata de seda roja, con lunares negros y celestes.

–¡José!, ¿cómo estás?

–Bien. ¿Y vos, “Dudi”?

–Muy bien. ¿Por qué no trajiste a Dina?

–Dice que se aburre en las conversaciones de negocios.
Prefirió quedase en el hotel. Te agradece las flores.

–¡Por favor! –exclamó Graiver mientras se sentaban.

Cada uno abrió un menú y ambos se abstrajeron del murmullo ambiente. En el “4º restaurante” de Nueva York, según las recomendaciones de la guía Michelin, ¿quiénes podrían imaginarse que esos dos anónimos comensales, algo trabajados por la obesidad, habían hegemonizado la economía argentina durante tres años? Uno como ministro y dirigente empresario. Otro como asesor del Banco Central y factotum de un líder en la economía y las finanzas.

Los dos treparon a las cumbres empezando prácticamente de la nada.

A sus 59 años, Gelbard podía pasar por el padre de Graiver, con apenas 35. De allí que lo tuteara paternalmente y lo llamara con el sobrenombre de David en idisch: “Dudi”.

Las alianzas políticas y económicas, y las rivalidades por mayores fracciones de poder, los unían y los enfrentaban.

Los dos supieron servirse del apogeo de la dictadura del general Lanusse, maniobrando con éxito la transición hacia el gobierno peronista.

Gelbard logró conseguir el monopolio de la fabricación de aluminio a través de la compañía Aluar, en 1971, y Graiver aparejó sus iniciales armas políticas como
subsecretario de Francisco Manrique en el Ministerio de Bienestar Social, haciendo adjudicar licitaciones a granel a su empresa constructora Fundar.

David supo retribuir. Colaboró financieramente con la campaña presidencial de la oficialista Alianza Federalista Popular de Manrique-Martínez Raymonda mediante la “Fundación del Palo”, en la que todos los meses reunía gente importante que pagaba un millón de pesos por una comida.

Ello no le impidió arrimar fondos a la fórmula peronista Cámpora-Solano Lima, o contratar a los hijos del dictador amigo: Marcos Lanusse en el directorio de Electro Erosión, una fábrica de jeringas descartables, y Virginia Lanusse, su primera secretaria privada.

A ella la nombró empleada jerárquica en la sección personal del Banco Comercial de La Plata, y lo asistió en armonizar la labor de 600 empleados distribuidos en 18 sucursales desde Sarmiento 372, sede en la Capital del “banco fuerte” como se jactaba su eslogan publicitario.

Virginia Lanusse sería esposa de Mario Bartolomé, de la Policía Federal, jefe de la custodia de los Graiver, el mismo Bartolomé que integraría más adelante la protección personal del siguiente dictador, general Jorge Rafael Videla.

Decididamente David Graiver era de aquellos que no ponían todos los huevos en una sola canasta.

Valiéndose de prestanombres diversos, Gelbard y Graiver estaban asociados en inversiones varias: Sabina Siegler, Juan Manuel Palli y Mario Seoane en Rivadavia Televisión (Canal 2); Manuel “Lito” Werner en tres campos en Carlos
Tejedor, General Villegas y La Pampa (Santa Cecilia, Indalco y Timbo).

En el avión “Criagro”, tuvieron por piloto al vicecomodoro Jorge Alezza. Y el general de Brigada (RE) Delfor Félix Otero, los unió a Héctor Ricardo García en los cotidianos Última Hora y Crónica.

Por otro lado se involucraron con el ahogo “reglamentario” que el Ministerio de Economía habría impuesto al Grupo Civita de Editorial Abril para que cediera a Graiver, en diciembre de 1973, el 26 por ciento de las acciones de Papel Prensa.

Este era un proyecto para monopolizar la fabricación de papel de diario en la Argentina con tecnología nacional, combinando la pasta química (fibra larga obtenida de coníferas) con pasta mecánica (fibra corta obtenida de salicáceas).

El Estado era socio en el 25 por ciento y tutelaba aquel diseño para producir 105.600 toneladas anuales de papel, programando invertir en 30.000 metros cuadrados de usinas y 150 hectáreas de forestación evaluadas en 62 millones de dólares. El 49 por ciento restante del paquete accionario lo ampararon unos 30.000 anónimos accionistas.

A poco andar, Graiver otorgó parte de las grandes obras de construcción (3.000 toneladas de hierro y 20.000 toneladas de hormigón armado) a Ingeniería Tauro, Rey y Loreti, uno de cuyos directivos era el antes mencionado Werner, quien con la venia de Gelbard pasó a integrar el directorio de Papel Prensa con Graiver.

El traspaso de Civita a Graiver del 26 por ciento de acciones necesarias para el control de la sociedad se concretó con créditos del Estado que Gelbard hizo acordar a Graiver, quien también obtuvo que los pagos regulares de impuestos fueran varias veces diferidos.

La trama se extendería a la CGE, donde Gelbard reinaba sobre dos mil cámaras afiliadas y 1.200.000 empresarios a través de Julio Broner.

Entonces Graiver capitaneaba la corriente de mayor peso interno, la Confederación Económica de la Provincia de Buenos Aires (CEPBA), encabezada por Juan Ramón Nazar, uno de sus fieles lugartenientes, a quien David facilitara los fondos para editar el diario La Opinión de Trenque Lauquen.

Como pasa a la mayoría de los argentinos, por las venas de ellos circulaba sangre extranjera: uno era polaco naturalizado argentino, el otro hijo de polacos naturalizados.

Gelbard se parecía en algo al padre de David: ambos eran vendedores ambulantes que hicieron fortuna, estableciéndose en el país durante la década de los 30, tras huir del nazismo que devastaba Europa.

Al igual que Juan Graiver, José Gelbard contrajo matrimonio con una judía y trajo dos hijos a este mundo, Fernando y Silvia.

Paradójicamente David se asemejaba a Gelbard no en el éxito sino en una desgracia que los marcara por igual, pues habían sucumbido a la voluntad de José López Rega, consejero de “Isabelita” Martínez de Perón, la efímera presidenta argentina.

Gelbard fue eyectado del Ministerio de Economía el 21 de octubre de 1974. Graiver se alejó antes del Banco Central. Escapó de Buenos Aires cuando Osvaldo Papaleo, uno de sus cuñados –marido de la actriz Irma Roy, secretario de Prensa y Difusión de Isabelita– le sopló que figuraba en las listas de futuros blancos de la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A.

Días antes, el 14 de mayo de 1974, hacia las 9 de la noche, su hermano Isidoro se libró por milagro de que lo raptaran mientras caminaba por la calle Ayacucho entre la Avenida Corrientes y Lavalle, en el centro comercial de Buenos Aires. David tuvo la certeza de que no eran guerrilleros quienes estaban detrás de él.
Gelbard culminaba su ciclo y lo aquejaba una dolencia cardíaca. Iba para los 60 años, había sufrido un infarto en 1974 y varias veces debió internarse preventivamente por dolores torácicos, ahogos y transpiraciones repentinas.
Graiver gozaba de buena salud y se postulaba como su sucesor. Los cortesanos de la época afirmaban que David era para José el hijo varón que le habría gustado tener. El suyo, Fernando, estaba todavía lejos de abandonar la música y el cine por la diplomacia, decisión que tomó en 1989, cuando aceptó la embajada argentina en Francia, invitado por el presidente peronista Carlos Menem.
Mientras Fernando Gelbard prefería tocar la flauta o el piano con Jorge López Ruiz, el ChivoBorraro o el Pocho Lapouble en las cuevas de la bohemia del jazz porteño, y su hermana Silvia se enamoraba de Juan Pablo Warroquiers, dueño de la boîte de moda en Punta del Este, David Graiver seguía a “don José” hasta las madrugadas diseñando el futuro del empresariado argentino.

Para llegar hasta allí el joven se supo mantener en un segundo plano, eludiendo conductas que pudieran contrariar a quien amaba como a un padrino. Poco a poco consiguió que lo tratara de igual a igual. Las suspicacias se despejaron. El segundo apuntaló decididamente el crecimiento del primero a cambio de contraprestaciones políticas y un porcentaje en las ganancias.
Cuando Perón ofreció a Graiver la presidencia del Banco Central, éste declinó, aunque no se apartó del caudillo justicialista, proponiéndose como asesor ad honorem de la entidad bancaria estatal. De ese modo no haría sombra a Gelbard ni disgustaría al general, con quien había compartido fatigantes caminatas, ganando su confianza en la quinta “17 de Octubre”, de Puerta de Hierro, en Madrid.

Gelbard devolvió el gesto. No pocas licitaciones de obras públicas recayeron en las constructoras de Graiver. El Banco Industrial dio un préstamo para levantar la planta impresora de La Opinión –diario que asociara a Graiver con Jacobo Timerman– y gran parte de las cartas de crédito de los 1.200 millones de dólares de exportaciones que produjo la reanudación de relaciones con Cuba, luego del giro diplomático de 1973, se tramitaron por el Banco Comercial de
La Plata, que se convirtió así en el primer corresponsal del Banco Nacional de Cuba en América Latina.

Dividendos equivalentes produjo el establecimiento de vínculos comerciales con los países socialistas del Este europeo.

Graiver supo hasta jugar de instigador de la venalidad, como a la sazón pregonara la prensa. En el vestíbulo del poder se habrían repartido con Gelbard 5 millones de dólares con los que la CIFARA –el organismo de los representantes de la industria automotriz y productores de repuestos– consiguió que un impuesto del 15 por ciento que deberían pagar sólo las empresas sin que se transfiriera al precio de los autos, se transformara en otro de 10 por ciento que en cambio recayó exclusivamente sobre los compradores. ¿Cuál fue el ardid?

¿Tal vez el asesor del Banco Central ofició de mediador convenciendo al ministro de que la carga fiscal bien podía cambiar de espaldas por la friolera de 2,5 millones de dólares para cada uno? Ni uno ni otro despejaron la duda jamás.

La defenestración de Gelbard del Palacio de Hacienda pospuso el negociado que hubiera barnizado con otros nombres el final de la compañía de la Compañía Ítalo-Argentina de Electricidad (Ítalo), abastecedora de corriente eléctrica en Buenos Aires y subsidiaria de la helvética Motors Columbus.

Mientras el ministro instaba al gobierno a tasar alto, David Graiver en su nombre y Manuel “Lito” Werner en el de Gelbard, habían comprado 125.000 acciones baratas en la bolsa de Ginebra. Desalojando a Gelbard, López Rega interrumpió la maquinación. La retomarían los hermanos Juan y Roberto Alemann, Francisco Soldati –director del Banco Central y, justamente, hijo del presidente de la Ítalo– y José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía de la dictadura a partir de 1976, quienes consumarían el latrocinio al nacionalizar la Ítalo el 31 de octubre de 1978 por 394,5 millones de dólares. Estos esquilmaron a los contribuyentes de la Argentina en 155,5 millones de dólares, tal como probó la comisión parlamentaria que investigó esa operación en 1984.

Ni Gelbard ni Graiver sacarían tajada pues ya no estaban en este mundo y porque habían vendido con antelación, a 100 francos cada una, las acciones que les costaron 55, ganando 5.625.000 dólares. Comprador: José Klein, el banquero húngaro-chileno que se incorporó a esta crónica cediendo a Graiver el Swiss-Israel Bank, de Tel Aviv, y el ABT, de Nueva York.

El gusto, compartido, por los desafíos en la conquista de más poder, revivió con el arrojo que evidenció David acaparando bancos en Israel, Bélgica y los Estados Unidos.

Gelbard se tentó. Aceptó asociarse con 7 millones de dólares en la primera extensión de envergadura del banquero argentino en el exterior. Los dos sabían que 4 de esos 7 millones eran la comisión secreta que la sociedad italiana Italimpianti y la canadiense Atomic Energy habían depositado en la cuenta cifrada de Gelbard en el Trade Development Bank de Ginebra. Era una remuneración oculta por la autorización de compra, rubricada por el ministro Gelbard, de la planta nuclear de Embalse Río Tercero.

Lo que sólo uno de los dos hombres sabía era que 16.825.000 de los 28.500.000 dólares que costaron inicialmente los títulos de los bancos CNB y ABT, provenían de una inversión de los Montoneros en el grupo Graiver.

Ese dinero era parte de los rescates pagados por Bunge & Born (U$S 63.600.000) y Mercedes Benz (U$S 4.000.000) para liberar a sus directivos, Juan y Jorge Born, y Henrich Franz Metz, respectivamente, secuestrados por la guerrilla peronista el 19 de septiembre de 1974 y el 23 de octubre de 1975.

Del primer rapto, 14 millones de dólares entraron en las arcas de Graiver, en un cinematográfico traspaso de valijas rebosantes de billetes que cambiaron de manos en Ginebra, a mediados de junio de 1975.

Otros 2.825.000 provenían del segundo secuestro. A pocos días de comenzar 1976 los recibió en Buenos Aires el brazo derecho de David, el abogado Jorge Rubinstein, mientras comía langostinos en el restaurante Barrio Norte, de Sarmiento 643. Llegaron escondidos en el bolso de su invitado, Carlos Torres, alias “Ignacio”, jefe de finanzas de Montoneros, quien compartía periódicamente selectas mesas con el número dos del grupo Graiver.

Ignacio no pagaba jamás la adición.

Rubinstein –dirigía Empresas Graiver Asociadas, conocida por la sigla Egasa, el “control superior” que coordinaba a todas las compañías de “Dudi” en la Argentina– destinó 825.000 dólares a tapar huecos en el Banco Comercial
de La Plata, ocasionados por préstamos a varias de esas empresas (Construir y Fundar –constructoras–, Metropol –seguros–, Kerik y Helicón –publicidad y producción cinematográfica–, Círculo y Triángulo –inmobiliarias–, Euroexport y Daveexport –comercio internacional–, Complat –computación–, Bagual –agropecuaria–).

El ritmo vertiginoso de desarrollo que se les imprimía a estas no les permitía reembolsarlos a término. Los otros dos millones los hizo transferir al ABT de Nueva York, utilizando un procedimiento bastante común en el mercado negro de cambios.

Silvia Cristina Fanjul, una de las dos secretarias de Graiver en Buenos Aires, llevó la carga de billetes a la central del Banco de Galicia, en Reconquista 228. Allí, en el sector de los ascensores, al lado de la escalera que baja al Tesoro, la esperaba Francisco “Paco” Fernández Bernárdez, el cambista preferido de “Dudi” desde que, en octubre de 1974, había abandonado a Paz Mallmann, de cuyo trabajo estaba insatisfecho.

Fernández Bernárdez, subgerente de cambios del Banco de Galicia hasta julio de 1966, manejaba desde una cuenta del mismo banco una “mesa” de dinero “negro” con el exterior, cuyas riendas compartía con Ricardo Jorge Bertoldi y Ernesto María de Estrada, en la oficina 10, del cuarto piso de Lavalle 534.

En canje por aquellos dólares –de los que dedujo una comisión– “Paco” emitió un mensaje telefónico en clave a Manfra Tordella, conocida agencia de cambios neoyorquina, que debitó su cuenta por una suma ligeramente inferior, remitiendo el monto en un cheque bancario entregado por mensajero al ABT, a favor de la cuenta que allí tenía New Loring, una sociedad fantasma inscripta en Panamá.

La escritura y el anónimo paquete de acciones de New Loring dormían en una caja de seguridad a nombre de Graiver en el Principado de Liechtenstein. En el directorio servía de pantalla Alejandro Mujica, hermano del sacerdote tercermundista asesinado por la extrema derecha del peronismo el 10 de mayo de 1974, al conducir su misa en la capilla San Francisco Solano, en una villa miseria de Buenos Aires.

Así quedaron enmascarados el origen y el destinatario de aquellos 2 millones de dólares. Rubinstein, de 50 años, abogado de linaje israelita, militante del Partido Comunista en su juventud, profesor en la Universidad de La Plata, fugaz gerente de Wobron –la primera fábrica argentina de embragues, propiedad de Julio Broner, su cuñado– era el único subordinado de David Graiver que conocía la procedencia del capital montonero.

Además de Lidia Papaleo, que naturalmente estaba al corriente de todo desde siempre.

–¿Qué pasa en el ABT? –preguntó Gelbard, aguardando que sirvieran el lenguado al oporto–. Una gestión que generalmente tarda algunas semanas ha entrado en el undécimo mes de espera –agregó–. ¿No tenés un “topo” en el “Fed” que te husmee lo que está sucediendo? –El “Fed” era, en lenguaje de entendidos, seudónimo del Federal Reserve, el banco central del Estado de Nueva York.

–Esta tarde me entrevisto con Abraham Beame, alcalde de Nueva York, para ver que opina. Entre 1966 y 1969, cuando era tesorero del municipio, integró el directorio del ABT. Sin el sostén del banco Beame no hubiese llegado a intendente. Y a mí me debe un gran apoyo a sus obras de beneficencia municipal. Seguro que puede averiguar en qué estado se halla el trámite.

Gelbard paladeaba su plato sin replicar. Graiver se extendió en una reflexión para ser convincente.

–La actitud del Fed es por un lado preocupante. Pero por otro demuestra la importancia que he cobrado como banquero en Norteamérica, ya que con la compra del ABT, sumada a la del CNB que adquirimos con anterioridad, he
subido desde el puesto 312 del ranking, hasta el 129. Y vos sabés que al acercarte a la barrera de los 100 te ponen bajo la lupa. De todos modos no te preocupes por tus 7 millones. Tenés mis cheques certificados a la orden de Huescohills, tu sociedad financiera en Bahamas, que cubren esa suma en caso de que te quieras retirar del negocio. Y hasta que se defina lo del ABT te propongo que eso te produzca el 8 por ciento de interés, retroactivo al día que me diste el dinero, contrato garantizado personalmente con mi firma y la de
Kreitman, que está habilitado para comprometer al ABT.

–De acuerdo. ¿Y después? –Una de las cejas de Gelbard se enarcó, subrayando la ansiedad del interrogante. Siete de sus millones de dólares estaban en juego.

–Una vez que salga la aprobación, tendrás una posición destacada en la asamblea de accionistas y vas a cobrar regularmente las ganancias que producirán esos títulos. Tenés un puesto a tu disposición en el Consejo de Administración. Lo aceptes o no, quiero que acordemos juntos mis planes de desarrollo del banco, la política de inversiones, la posible fusión con el CNB, así que me ocuparé como corresponde.

David vació media botella de agua mineral. Se secó los labios con la servilleta blanca y siguió monologando.

–Para imponerme en el directorio necesito tu apoyo. No olvides que mi mayoría accionaria es relativa. Poseo el 51 por ciento adeudándole a Klein 11,6 millones de dólares. Además, cuando tenga la residencia, cambiará también mi situación impositiva. El fisco me va a apretar el torniquete. Por esas dos razones necesito hacer guita urgente; pero no tomaré ninguna decisión sin consultarte. Por ahora no tengo las manos suficientemente libres.

Graiver acometió con voracidad las costillas de cordero asadas, después de haber dado cuenta de tres rodajas de jamón con perejil. Gelbard rellenó las copas con Musigny Grand Cru, cosecha 1970, tinto en que coincidieran los gustos de aquellos dos argentinos. (...)".

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