Por Barraqueño
1.- El hombre, cercano a cumplir medio siglo de vida, es peatón. Padre de familia, hace como diez años que no tiene auto, y la verdad es que añora su impar Ford Falcon Futura del ´71, pero… mientras no haya tela como para otro medio, pocas veces toma taxi, anda en subte regularmente, viaja en colectivo bastante y camina mucho. Según la ocasión y el destino, se entiende.
El hombre es también un feligrés, de los “tradis”. Porteño de ley, va la capilla “de Venezuela” (nombre de calle y no de país bolivarianizado ). Se reserva los “mangos” para el auto de alquiler con chofer y todo para algún domingo, cuando el alistar (a las apuradas) a la prole y las propias demoras le juegan en contra de llegar, como Dios manda, a Misa con la debida antelación. Como dijera una vez en su sermón, justamente en dicha capilla, el obispo Richard Williamson, es menester llegar a horario a Misa: se debe hacer, es parte de los divinos Mandamientos. Y si lo dijo Monseñor Williamson, todo un obispo de esos que llevan sotana, faja del color correspondiente a su grado y cruz pectoral, más todavía ha de ser.
El hombre, pasajero y feligrés, hace no muchos días, en una tarde calurosa de día hábil a eso de las cinco y media, andaba por los flamantes pasillos de la cabecera Corrientes del subte “H”, su favorito últimamente, ahí donde desde dicha estación puede caminarse hacia la Pueyrredon de la línea “B”. Y se topó, en medio de la masa, con un sacerdote conocido de sus tiempos en que iba a “la otra” Misa, la de la forma ordinaria del rito, se entiende. “¡Adiós, Padre…!”, atinó a decirle, ante la atónita mirada del presbítero, un poco mayor que él, look “Los tres mosqueteros” en rostro, cabello y barbita… y vestido de médico. O de paramédico, vaya uno a saber. Llevaba un ambo de color celeste. A paso rápido (“Siempre fue rápido para caminar, y más para dar Misa, recuerdo las hebdomadarias de 25-30 minutos, con homilía y todo”, piensa rumiando el fiel), modales amanerados, iba en sentido contrario, como quien dice, del trabajo a casa.
El hombre, después del velocísimo cruce, prosiguió su marcha escaleras abajo para esperar la salida del “H” recordando que el tal cura fue destinado (ya cuando era vicario en la parroquia-santuario donde solía concurrir y donde, incluso, se casó hace más de una década) a la Maternidad Sardá, con carácter de capellán. De ahí, precisamente, que el sacerdote que llevaba puesto el ambo celeste (no celestial) luciera bordada la palabra que explica su misión en dicho ámbito sanitario municipal: “Capellán” se leía en rojo, en el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta.
El hombre iba con su pequeña hija, a la que tuvo que explicar que, en efecto, el aparente profesional de la salud es ni más ni menos que un sacerdote de la Iglesia fundada por Nuestro Señor Jesucristo. “¡Qué importante es un cura en un hospital!”, recordó. “Y si encima va vestido de tal, como para ser reconocido, identificado fácilmente, mejor”, se corrigió, comentándole a la niña.
…
2.- El hombre asistió en compañía de su esposa y sus dos hijos menores a Misa vespertina, otro “día hábil”, no menos cálido que el anterior, la semana pasada. Uno de dichos hijos está aprendiendo a acolitar, y lo hace mucho más adecuadamente que él mismo cuando intentaba ayudar en Misa, por ejemplo, mientras celebraba el “padre paramédico”. Acabada la celebración, mientras ayudaba a quitarse el roquete y la sotanita roja al chico, observó en el ropero de la sacristía que algunas de las sotanas, incluyendo las negras que llevan los acólitos adultos en las Misas dominicales, se merecían una visita a la tintorería. Tomó una roja -mediana- y dos negras, dio aviso al pater y las retiró, para llevarlas a limpiar a la brevedad. Cosa que sólo pudo hacer dos días más tarde, el sábado, y por intermedio de su esposa, con el compromiso de ser él quien retirara las mismas.
El hombre, avisado de que por tratarse de una de esas tintorerías “rápidas” -de una cadena cuyos locales se ubican mayormente bajo el mismo techo que ciertos hipermercados- tenía tiempo hasta las nueve de la noche para pasar a buscar las tres sotanas y un ambo negro de su propiedad, con el que suele ir a Misa. Porque es uno de esos que, hace un tiempo, cumple a rajatabla lo de “a Misa se viene con lo mejor que se tiene”. Y lo mejor, en ropa, claro, es su apreciado (y cuasi único) ambo negro. Así que, a horas ya del domingo, partió presuroso en colectivo, circulando por sobre las aguas del Riachuelo que la media Luna creciente engalanaba, a Avellaneda, ciudad sede de dicho hipermercado (y de la susodicha tintorería, claro).
El hombre, chomba verde y pantalón sport al tono, llegó a tiempo, retiró las prendas, prolijamente protegidas por bolsas plásticas transparentes que, se sabe, llevan impreso el logotipo de la cadena, y se dedicó por un rato a recorrer los pasillos del hiper, husmeando en las góndolas en busca de novedades, ya que de “El precio más bajo o le devolvemos la diferencia” sólo queda el recuerdo. A poco de andar, una figura conocida se acerca como emergiendo de las heladeras, empujando su chango y en plena compra. Alto, bien plantado, de lentes (como él mismo), luce una camisa de color violeta suave y un pantalón de vestir, negro. Se miran a sabiendas de haberse visto antes, tal vez un par de veces personalmente, y detienen su marcha. “Sí, es él”, se convence.
El hombre toma la iniciativa: “¿Cómo está, Monseñor?”, saluda, y tras el apretón de manos le besa reverencialmente el anillo episcopal. El obispo diocesano, el ordinario del lugar, reacciona como intentando impedir el beso: “¡No, por favor!”, exclama. Roto el hielo, el hombre le cuenta al prelado que es egresado de una escuela local, a pesar de vivir del otro lado del Riachuelo, en la Capital Federal. El obispo, viendo las sotanas, le pregunta: “¿Es actor, trabaja en algún teatro?”. El hombre, sorprendido por la frase, se repone enseguida y le cuenta de qué se trata, que pertenecen a la capilla donde va a la Misa tradicional, de la Fratenidad San Pío X, y que también su hijo mayor es acólito. “¡Ah, va a Venezuela!”, señala, conocedor, Monseñor Frassia, “¿y cuántos hijos tiene?”, le pregunta. “Cuatro”, responde el fiel, seguidamente felicitado por el clérigo.
El hombre, luego de resumirle con la rapidez que la circunstancia exigía su derrotero en la fe y de intercambiar con el obispo datos sobre sacerdotes y seglares en común conocidos, requiere la opinión del otro hombre, del que está vestido como él, de paisano, de laico, acerca de dicha congregación. Monseñor Frassia subraya: “La Iglesia es la Iglesia”, rematando su tajante frase con un atisbo de movimiento, como queriendo reafirmar el juicio en un sentido de pertenencia amplio, tipo “gran techo”, como (piensa el hombre) que la Iglesia es una y hay lugar para todos por igual. “Para los Williamson y los Frassia, para los pater y los padres -capellanes hospitalarios”, se dirá más tarde.
El hombre y el obispo se despiden. No hay beso de anillo. Sí, el mutuo deseo de un buen porvenir. Monseñor Frassia sigue su camino, de compras, ahora por el pasillo central del hiper . El hombre se pierde entre chocolates y galletitas dulces, dos de sus rubros predilectos a la hora de las provisiones, rumbo a la salida. Piensa en que el obispo, seguramente según su apurado juicio, se irá en automóvil. “Se comunica que por disposiciones legales ha finalizado por el día de hoy la venta de bebidas alcohólicas”, se oye a través de los altoparlantes del local. Las puertas corredizas automáticas se abren, el hombre sale, camina hacia una salida lateral, para peatones, toma la calle costera y cruza el viejo puente, recientemente remodelado, dejando atrás Avellaneda y volviendo a territorio de su arquidiócesis, la primada.