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viernes, 13 de enero de 2012

DEFENSA DE LO INDEFENDIBLE

 

Por Ignacio B. Anzoátegui

Siempre he creído que nada es tan fácil como de­fender lo indefendible.

         Porque, históricamente hablando, lo indefendi­ble no es lo que no puede ser defendido, sino lo que no ha sido defendido, quizá porque se lo con­sideró indefendible o quizá porque pareció incómodo defenderlo.

         Y es fácil defenderlo precisamente por eso: porque nunca —o en escasas o en ya olvidadas ocasiones— fue defendido; porque las palabras con que puede defendérselo suenan a nuevas, que es cuando ellas tienen verdaderamente valor.

         Es que las palabras gastan. Gastan porque se las malgasta. Ellas son la moneda de las ideas. Y, mal­gastadas, desgastan a las ideas que hasta ayer las respaldaban.

         Usted —que, por británica, es supersticiosamente británica—, usted anoche pretendió defender a la democracia frente a uno de sus invitados que intentó la defensa del totalitarismo. Yo la oía hablar y la sentí fracasar: la sentía fracasar ante usted misma. Porque usted defendía a la democracia con las vie­jas palabras de la democracia: con las gastadas pala­bras de los demócratas que hasta ayer se creían sinceramente los últimos salvadores del mundo. Y a la democracia no puede defendérsela así; no puede defendérsela con palabras traicionadas: debe de­fendérsela con palabras que sólo los hombres que están de vuelta de la democracia se atreven a emplear.

         Yo, en un arranque irreprimible, la interrumpí: —¡Vivan los vencidos!

         Y usted me miró inexpresivamente, sorprendidamente inexpresiva, porque no sabía si vivaba a usted o al ex oficial de la cara alambrada de ci­catrices.

         Yo vivaba a los vencidos; no a los vencidos de un bando sino a los vencidos de uno y otro bando; a los ex combatientes, llamados unos vencidos y otros vencedores, pero vencedores todos ellos de una civilización que se descascaraba palabra tras pala­bra: de una civilización a la que ellos obligarían a revisar su vocabulario.

         No es la conducta de los hombres, no son las acciones de los hombres las que corroen a las ideas; son las palabras corroídas, es el pancake diario el que las envejece.

         Y cuando una idea ha envejecido, cuando ha descendido a todos los cafetines y ha trepado a todos los cajones improvisados de todos los parques de la oratoria pública y privada, entonces, ya es casi imposible defenderla. Para hacerlo posible es indis­pensable reanimarla antes con palabras nuevas, echarle a la cara el balde de agua de un nuevo diccionario —quizá de un diccionario de ideas des­afines—, auxiliarla con voces que suenen a trinos o a cañonazos o a carcajadas.

         Porque hoy el hombre exige que se lo rehumanice, que se lo vuelva a su condición de hombre ne­cesitado de asombro, que se lo escandalice, en suma, con la verdad.

         Hoy el hombre necesita que se lo reanime aún a Dios mismo; que se lo rescate de la “mala pren­sa” que durante tantos siglos ha tenido; que se lo desentumezca de ese protocolo de visita de pésame que los hombres de las viejas palabras quisieron imponerle.

         Necesita que Dios vuelva a ser una sorpresa, que vuelva a ser inexplicable, que vuelva a ser indefen­dible. Necesita que vuelva a hablársele de Él como del prestidigitador de la Creación, como del financista de la Redención, como del tramoyista del Juicio Final. Necesita volver a admitir a Dios, más que como un ser susceptible de ser demostrado, como un hecho; aunque sea como un hecho susceptible de ser ofendido. Necesita que Dios vuelva, si es preciso, a ser negado, antes que ser olvidado. Necesita que vuelva a ser blasfemado, si es pre­ciso, antes que ser ignorado. Necesita que vuelva a ser un misterio —indefendible como todo miste­rio—, precisamente, para reconocerlo, para recordar­lo, para defenderlo.

         Y lo que ocurre con Dios ocurre con todas sus manifestaciones.

         Ocurre con el amor, que es por excelencia —y por excelente— el más vehemente de los hobbies de Dios.

         El hombre, como ser creado a su imagen y se­mejanza, como copartícipe de su estilo y de su ma­nera, no podía permanecer solo. No podía sopor­tarse solo; porque estar solo era para él la soledad sin sosiego: era la soledad incompatible con la esencia misma de Dios, su modelo, que es uno, sí, pero trino, vale decir, que es la unidad, sí, pero acompañada. De ahí que el Creador complemen­tando su obra, creara urgentemente a la mujer —quizás el lunes de la segunda semana de la Crea­ción—: porque en el primer week-end de la prehis­toria comprendió sin duda que aquello no andaría como debía andar; que el hombre, para ser, nece­sitaría desdoblarse y reintegrarse luego en unidad de ser y ser.

         Usted sabe cuántas palabras inútiles, cuántas po­bres palabras, cuántas palabras achacosas ha desata­do sobre el mundo esta necesidad de amarse el hombre y la mujer; cuántas justificaciones se han intentado de lo que ya nació justo; cuánta antinaturalidad se ha puesto en movimiento para explicar la antinaturalidad de lo que nació natural.

         Todo eso ha servido para desconcertar al amor —para desbaratar su divino concierto—; ha servido para gastarlo y envejecerlo: para quebrar su be­lleza agreste en las peluquerías de barrio de la lite­ratura, de las que siempre salen las musas y las hadas con la cara dolorida y con el pelo quemado.

         Por eso es necesario rescatar al amor: rescatarlo y defenderlo como a cosa nueva, como a cosa to­davía indefendible. Es necesario reeducar al hombre hasta obligarle a decir simplemente: “Te quiero”. Y reeducar a la mujer hasta acostumbrarla a con­testar sencillamente: “Yo te quiero más”. Obligar al hombre y acostumbrar a la mujer a decirlo in­esperadamente, casi como porque sí, como se dijo la primera vez que se dijo en el mundo.

         Es indispensable que entre el hombre y la mujer se restablezca la mutua conciencia de que él es el hombre inicial y ella la mujer inicial; que entre ella y él se reactualice cada día la inmortal guerra del amor: la guerra del amor inicial, inicial como el hombre y la mujer, la guerra del amor, que no tiene otra explicación que el amor mismo.

         Todo en la Creación debe volver a ser creación, todo debe ser re-creado.

         Es preciso que lo sea, para que el hombre vuelva a ser el descubridor de lo creado, para que vuelva a encontrarse solo consigo mismo, para que vuelva a asombrarse de ser, para que vuelva a saberse in­defenso e indefendible, para que adquiera otra vez la capacidad de asombrarse.

         Él hombre de hoy no vive: se desvive. Y desvi­virse es una manera de suicidarse: es una manera de vivir agitando la matraca del suicidio.

         El hombre de hoy —hombre de su pasado— carga sobre sus espaldas el pasado de todos los hombres. Es el hombre construido con materiales de demo­lición: el hombre para quien el ayer no es un aca­riciado recuerdo sino un amargo cansancio; el hom­bre para quien el mañana no es la esperanza de despertar sino el desgano de tener que despertar; el hombre para quien la vida es apenas un dejarse vencer, un entregarse al no ser, una manera cual­quiera de darse al vicio de vivir.

         Y el hombre no puede vivir eso: no puede vivir como si la vida fuese una cosa meramente admitida. No, la vida no puede ser eso: la vida no puede ser sino una gracia asumida por quien la vive. Y, siendo una gracia, debe ser vivida con la alegría que supone todo lo que es regalo, por el mero hecho de serlo.

         Para vivir es preciso vivir como si se viviera in­merecidamente: como si Dios fuera inmerecido; como si el amor fuera inmerecido; como si la Crea­ción fuera inmerecida. Como lo es todo en último término.

         Sólo así volverá el hombre a defender su derecho: ese derecho suyo, su único derecho, que es el de vivir —más que de prestado— de regalo. Sólo así podrá volver a defenderlo con la gracia del primer día en que lo supo regalado: con la gracia con que sólo puede defenderse una gracia. No con la torva ferocidad con que se defiende lo que se cree ganado, sino con la alegre agilidad con que se defiende lo que se sabe dado. No con la tristeza de quien se siente amenazado en su justicia, sino con la fina sonrisa de quien se sabe actual y cotidia­namente el beneficiario de su gracia.

         Porque para vivir en gracia, es menester vivir de la gracia. Vivir de ella y defenderla sin otras armas y sin otro derecho que ella misma. Vivirla y defenderla como a cosa que, de puro nueva y de puro gratuita, parezca indefendible: como a cosa que parezca indefendible para sus fuerzas y que parezca inexpugnable para su esperanza.

 

Fuente: “Monólogos con Lady Grace”, Bs. As., Emecé, 1953.
 http://almenablog.com.ar/?p=126#more-126

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