Por Hirpinus
El hecho
30 Giorni, abril del 2006:
entrevista al prepósito general de la Compañía de Jesús, Peter Hans Kolvenbach,
con ocasión del quinto centenario del nacimiento de San Francisco Javier:
«Javier era, en muchos aspectos,
hijo de su tiempo -dice Kolvenbach-. La teología que había aprendido en París y
el ambiente religioso en que había vivido consideraban que el bautismo
constituía una necesidad absoluta para la salvación. Javier sufría muchísimo al
ver llorar a los japoneses después de decirles que sus antepasados se habían
ido al infierno por no estar bautizados. Más tarde, Javier hizo más hincapié en
la misericordia de Dios, quien, según decía, había hallado aceptas las vidas
rectas de los que ignoraban, sin culpa alguna por su parte, la necesidad del
bautismo. Hoy sabemos, guiados por la Iglesia y el Vaticano II, que la semilla
de la verdad no puede por menos de encontrarse en todo hombre, y que Dios
brinda también la salvación a los que no llegan a conocer a Cristo.
Pero ésta no era la doctrina de los
tiempos de Javier».
La tradición
apostólica
No sabemos con exactitud qué
teología aprendió San Francisco Javier en París (pero seguro que no era la
“neoteología” del Vaticano II), ni en qué ambiente religioso vivió, mas tenemos
por imposible que él y sus maestros parisienses ignoraran (o no se cuidasen de
saber) que «la Iglesia considera desde la antigüedad que al bautismo de agua
(baptismus fluminis) pueden suplirlo tanto el martirio por Cristo (bautismo de
sangre: baptismus sanguinis) cuanto el deseo del bautismo si va acompañado de
la contrición perfecta (baptismus flaminis)» (*).
Los Padres de la Iglesia, testigos
de la tradición apostólica, combatieron el abuso de quienes, porque contaban
con el bautismo de deseo, dejaban el bautismo de agua para el final de la vida.
San Gregorio Nacianceno, p. ej., dice que quien se contentare en esta vida con
el bautismo de deseo habrá de contentarse en la otra con desear la bienaventuranza
(Orat. 40, 23), mientras que San Agustín pone de relieve, al aducir el caso del
centurión Cornelio como ejemplo del bautismo de deseo (Hechos 10), que éste,
con todo, recibió el bautismo de agua a renglón seguido (De Bapt. 4, 22).
Ahora bien, el abuso que combatían
los Padres atestigua la antigüedad de la doctrina del bautismo de deseo, al
paso que la lucha de éstos contra el abuso en cuestión testimonia, por su
parte, lo antiguo de la doctrina según la cual debe recibir el bautismo de agua
todo el que pueda hacerlo: el deseo del bautismo no puede suplir al sacramento
cuando, pudiéndolo uno recibir, se desentiende, sin embargo, de su recepción.
Mas donde no se dé rechazo o negligencia, sino una auténtica imposibilidad
(física o moral) de recibir el bautismo de agua, los Padres reconocen
unánimemente que el bautismo de deseo posee la virtud de suplir al bautismo de
agua. Así lo dice San Ambrosio en la oración fúnebre en honor del emperador
Valentiniano II, que Arbogastes asesinó cuando era todavía catecúmeno:
«Sé que lamentáis que no recibiera
el sacramento del bautismo. Pero decidme, ¿qué está en nuestra mano allende el
deseo y la súplica? Y el deseo de hacerse bautizar lo había concebido él hacía
tiempo: un deseo tan grande, que se había hecho iniciar incluso antes de venir
a Italia, y aun me dijo hace poco que quería recibir de mí el sacramento de la
regeneración [...] ¿Hemos de decir, pues, que no obtuvo la gracia que había
deseado e invocado? Lo cierto es que, pues la pidió, la recibió» (De obitu
Valent. 51).
Y también: «Yo lo he perdido a él,
a quien estaba a pique de regenerar; pero él no ha perdido la gracia que había
pedido» (ibídem).
Añadamos que a la doctrina del
bautismo se liga la del limbo de los niños, que hoy se quiere echar en olvido;
en efecto, el bautismo de agua es de necesidad absoluta para los niños
precisamente porque, al hallarse privados aún del uso de razón, son incapaces
del bautismo de deseo, como lo corroboró Pío XII en su célebre discurso a las
comadronas.
La doctrina tradicional,
defendida y profundizada por la escolástica
La doctrina de los Padres la
defendió la primera escolástica, precisamente en París, contra Abelardo, a
quien impugnaron Hugo de San Víctor y San Bernardo. Este último escribe: «el
hombre puede justificarse con sola la fe y el deseo del bautismo» (Ep. 77, 8).
A continuación, la gran escolástica
ahondó, con Santo Tomás sobre todo, en la doctrina patrística relativa al
bautismo de deseo: «En tanto se dice que el bautismo es necesario para salvarse
en cuanto que nadie puede obtener la salvación si no recibe el bautismo al
menos con el deseo, el cual „vale ante Dios tanto como la obra realizada‟ (San Agustín,
Enarrat. In Psalm. 57, 3)» (Summa Th., q. 68, a. 2 ad 3).
El bautismo de deseo estriba
esencialmente en esto, en que «uno puede obtener el efecto del bautismo, por
virtud del Espíritu Santo, no sólo sin el bautismo de agua sino también sin el
bautismo de sangre, en cuanto que el Espíritu Santo mueve a su corazón a creer
en Dios, a amarlo y a arrepentirse de sus pecados» (Summa Theologiae III, q.
66, a. 11). Y Santo Tomás apela aquí a la autoridad de San Agustín:
«Que el martirio haga en ocasiones
las veces del bautismo lo argumenta válidamente San Cipriano con base en el
caso de aquel ladrón no bautizado a quien se le dijo: „hoy estarás conmigo en
el paraíso‟. Y yo, pensándolo
bien, encuentro que no sólo el padecimiento por el nombre de Cristo puede
suplir lo que falta por parte del bautismo, sino, además, la fe y la conversión
del corazón si acaso no pudiera uno recurrir, falto de tiempo, a la celebración
del sacramento del bautismo (4 De Baptismo contra Donatist., c. 22)». Pedro
Lombardo, por su parte, concluye lo siguiente de este mismo pasaje agustiniano:
«Es evidente, pues, que algunos pueden justificarse y salvarse sin el bautismo
de agua» (4 Sent., d. 4, c. 4).
Así que la Iglesia ha enseñado
siempre la necesidad del bautismo, pero no ha enseñado nunca la necesidad
“absoluta” del bautismo de agua para la salvación cuando se dé una verdadera
imposibilidad, física o moral, de recibirlo (excepción hecha de los niños
carentes del uso de razón).
El Magisterio
Inocencio II, llamado a resolver el
caso de uno que había fallecido sin bautismo, echa mano de San Agustín y San
Ambrosio y recomienda se custodie la doctrina transmitida por los Padres sobre
el bautismo de deseo (Denzinger, n. 388).
Inocencio III declara a su vez que
nadie puede administrarse el bautismo a sí propio, ni siquiera en caso de
necesidad, pero que, en caso necesario, el hombre puede salvarse mediante la fe
en el sacramento aun sin el sacramento de la fe: propter sacramenti fidem, etsi
non propter fidei sacramentum (Denz., n. 413).
Dicha doctrina la definió el
concilio de Trento, el cual enseña que no puede uno justificarse «sin el
lavatorio de la regeneración [bautismo] o su deseo (sine lavacro regenerationis
aut eius voto fieri non potest)» (Denz., n. 796).
Si se dio una novedad en tiempos de
San Francisco Javier, fue ésta: hasta que llegó la época de los grandes
descubrimientos geográficos se pensaba que el evangelio se había anunciado a
todo el orbe; pero se descubrieron, por el contrario, muchos pueblos a los
cuales no se había predicado aún el evangelio. No era cuestión, sin embargo, de
mandar al infierno a todos sus antepasados, sino de aplicar la antigua doctrina
sobre el bautismo de deseo, que ya los Padres de la Iglesia habían aplicado a
los paganos que no habían podido oír hablar de Cristo. En tales casos, en
efecto, no puede hablarse de negligencia, ni de desprecio al sacramento, sino
de ignorancia invencible y, por ende, de una auténtica imposibilidad moral de
recibir el bautismo de agua, por lo que ha de reconocerse al bautismo de deseo
(cuando se verifique éste por obra de la gracia) la virtud de suplir al
bautismo de agua. Dicho deseo del bautismo puede ser explícito, como en el caso
de los catecúmenos muertos antes de ser bautizados, pero puede estar asimismo
implícito en el deseo general de cumplir en todo la voluntad de Dios (Pío XII,
Carta del Sto. Oficio al arzobispo de Boston, 8 de agosto de 1949). Como quiera
que sea, no deja de constituir un secreto de Dios el número de los que se
salvan por este camino extraordinario (la senda ordinaria es la de la fe
recibida mediante la predicación: fides ex auditu, de donde se deriva la
necesidad de las misiones). Por otra parte, es cierto que los que se salvan por
este camino extraordinario no pueden estar seguros de su propia salvación y
carecen, además, de los medios ordinarios de que dispone la Iglesia para
conseguirla (Pío XI, Singulari quadam; Pío XII, Mystici Corporis).
Se condena así, por igual, sea a
los que excluyen de la salvación a los hombres que están unidos a la Iglesia
por solo el bautismo de deseo (explícito o implícito), sea a los que afirman
que todos los hombres pueden salvarse, por su rectitud natural, en todas las
religiones (indiferentismo). Ahora bien, al decir del padre Kolvenbach, San
Francisco Javier pasó, ante las lágrimas de los japoneses, del primer error al
segundo, el cual constituye -y aquí sí que no podemos negarle la razón- el
“buen fruto” que ha llegado hoy a su sazón con el Vaticano II, cuyo ecumenismo
extiende en la práctica el bautismo de deseo indiscriminadamente y sin
condiciones a todos los infieles, con lo que vuelve inútiles el bautismo de
agua y las misiones.
El naturalismo
Éste es, de hecho, el otro error
que el padre Kolvenbach atribuye a San Francisco Javier, el de pensar que «Dios
[...] había hallado aceptas las vidas rectas de los que ignoraban, sin culpa
alguna por su parte, la necesidad del bautismo».
También sobre este punto hay una
doctrina constante de la Iglesia: puesto que el fin del hombre es sobrenatural,
resulta imposible salvarse en virtud de sola la rectitud natural (la cual, no
cabe duda, dispone al hombre para recibir la gracia, pero no puede
substituirla): para salvarse es menester la fe sobrenatural; de ahí que
mientras el bautismo de agua puede ser suplido, en determinadas circunstancias,
por el bautismo de sangre y de deseo (incluso implícito), la fe sobrenatural,
en cambio, no puede suplirse en los adultos en ningún caso (sólo en los
párvulos bautizados suple la fe de la Iglesia).
La Sagrada Escritura y el
magisterio son categóricos: «Sin la fe es imposible agradar a Dios» (Heb.
11,6). San Clemente Romano declara que nadie se justifica nunca sin la fe
sobrenatural (Epist. I ad Cor., c. XXXII). Idéntica doctrina sostienen San
Cipriano, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría, San
Gregorio Magno,. etc. El concilio de Orange (año 529) exige para nuestra
regeneración una fe sobrenatural que sea obra de la gracia desde el principio
(Denz., n. 178), y el concilio de Trento afirma que «sin esta fe [la
sobrenatural] jamás a nadie se le concedió la justificación» (Sesión 6, cap.
7), y anatematiza a quien ose sostener que la fe que se exige para la
justificación es obra de los esfuerzos humanos y no procede de la inspiración
preveniente del Espíritu Santo (can. 3).
Se halla al respecto en el concilio
de Orange una definición que condena por anticipado al modernismo actual: «Si
alguno dice que está naturalmente en nosotros lo mismo el aumento que el inicio
de la fe y hasta la propia inclinación a creer [...], no por don de la gracia
-es decir, por inspiración del Espíritu Santo, que dirige nuestra voluntad de
la infidelidad a la fe, de la impiedad a la piedad-, se muestra enemigo de los
dogmas apostólicos, como quiera que el bienaventurado Pablo dice: „(...) De
gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, puesto
que es don de Dios‟ (Eph. 2, 8). Porque quienes dicen que la fe, por la que
creemos en Dios es natural, definen, en cierto
modo, que son fieles todos aquellos que son ajenos a la
Iglesia de Dios» (Denz., n. 178) (¿y no es ésta, acaso, la anormal conclusión
que el ecumenismo saca hoy de su naturalismo de fondo?). Dicha necesidad de la
fe sobrenatural -ésta sí que es una necesidad absoluta- la corroboró el
concilio dogmático Vaticano I (Denz., n. 1793): «Mas porque „sin la fe ... es
imposible agradar a Dios‟ (Heb. 11, 6) y llegar al consorcio
de los hijos de Dios, de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella,
y nadie alcanzará la salvación eterna si no „perseverare en ella hasta el fin‟ (Mt. 10, 22; 24, 13)»
(adviértase que el concilio prosigue afirmando que la Iglesia se
instituyó precisamente para dicho fin: «para que pudiéramos cumplir el deber de
abrazar la fe verdadera y perseverar constantemente en ella»).
Por otro lado, es cierto que Dios
da a todos los infideles negativi (los infieles negativos, aquellos que son
infieles sin culpa alguna por su parte) la gracia suficiente para salvarse. La
universalidad de la voluntad salvífica divina y la universalidad de la
redención hacen inadmisible que a una grandísima parte de la humanidad se le
nieguen las gracias necesarias y suficientes para la salvación; de ahí que
Alejandro VII condenara en 1690 las proposiciones jansenistas según las cuales
los paganos, judíos, herejes y los demás de esa laya no reciben de Cristo
ningún influjo de la gracia (Denz., nn. 1294-1295). El Espíritu Santo obra
también, pues, fuera de los confines visibles de la Iglesia para conducir las
almas a ésta, al menos con el deseo, con tal que no resistan.
Esta doctrina católica sobre la
necesidad de la fe sobrenatural para la salvación de los adultos la
corroboraron y defendieron los Romanos Pontífices hasta el Vaticano II:
- Pío IX, p. ej., precisa, al
hablar de los infieles que por desgracia, sin culpa alguna por su parte,
ignoran invenciblemente nuestra santísima religión y observan diligentemente la
ley natural, precisa, decíamos, que pueden alcanzar la vida eterna, no en
virtud de esa rectitud natural suya, sino «en virtud de la luz y de la gracia
divinas», para cuya recepción los dispone su rectitud natural (Quanto
conficiamur moerore, 10 de agosto de 1863).
- Pío XII, asimismo, puntualiza lo
siguiente al referirse al bautismo de deseo en la Carta del Santo Oficio al
arzobispo de Boston (8 de agosto de 1949):
«No ha de creerse, sin embargo, que
baste para salvarse cualquier clase de deseo de entrar en la Iglesia. El deseo
con que alguien se adhiere a la Iglesia debe estar vivificado por la caridad
perfecta. Un deseo implícito no puede producir su efecto si no se posee la fe
sobrenatural».
Pero ¿cuál es, al decir del padre
Kolvenbach, la novedad que nosotros hemos descubierto “hoy”, “guiados (...) por
el concilio Vaticano II”? Es ésta: “la semilla de la verdad no puede por menos
de encontrarse en todo hombre” y “Dios brinda también la salvación a los que no
llegan a conocer a Cristo”.
Ahora bien, si esto quiere decir
que el infiel posee en sí una luz natural (moral y religiosa) que si no la
apaga con sus pecados personales, sino que conforma su vida con ella, ya lo
encamina a la salvación porque Dios, que quiere que todos se salven, no niega
su gracia a quien hace cuánto está en su mano para salvarse, no se sale de la
senda de la Tradición, por lo que el Vaticano II no nos enseñó nada nuevo (pero no es esto lo que se quiso decir);
mas si, por el contrario, esto quiere decir que el infiel de buena fe se salva
en virtud de su propia rectitud natural (sin gracia, sin fe sobrenatural, sin
Espíritu Santo), el Vaticano II nos enseñó algo nuevo, pero no bueno, algo que la Iglesia había condenado antes varias veces y que por eso no es de recibo, algo que San Francisco Javier no podía
enseñar sin traicionar su misión (y que no enseñó, a buen seguro).
Hirpinus
(*) Así se expresa B. Bartmann en su magnífico Manuale di
Teologia Dogmatica, ed. Paoline, vol. III, pág. 89. Lo de “magnífico” no atañe,
sin embargo, a las añadiduras que efectuó Natale Bussi en la edición italiana
de obra.