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sábado, 8 de enero de 2011

OTRA VISIÓN SESGADA DE LOS AÑOS SETENTA

Maria Lilia Genta y Daniela Donda

Por María Lilia Genta

Impacta -impacta bien- ver un titular en un prestigioso diario nacional que recuerde a las “víctimas olvidadas del terror en la Argentina” que reproduce, a su vez, un artículo nada menos que del Wall Street Journal. El mismo día, además, una entrevista televisiva, muy bien conducida por un periodista que hacía mucho tiempo no trataba temas tabú. ¿Habrá vuelto el dueño del canal a la senda de sus comienzos o impresionado por el espaldarazo de un poderoso medio norteamericano se preocupa, ahora, por los muertos del silencio y convierte su recuerdo en políticamente correcto?

Sea como sea, es importante que el tema se instale, aunque debo discrepar profundamente respecto del modo en que se lo ha presentado tanto en el artículo como en la entrevista.

Victoria Villaruel me convocó hace tres años para su proyecto. Le hice saber enseguida que no compartía su orientación. Le agradezco que me convocara en su momento porque soy consciente de que entre esos muertos pocos hay tan “políticamente incorrectos” como mi padre, Jordán B. Genta; lo fue en los setenta y lo es hoy en 2011.

Trataré de explicar mi discrepancia. Desde luego no opino sobre los aspectos jurídicos (no soy abogada) que pueden ser técnicamente irreprochables; pero hay algo de lo que sí puedo opinar: me refiero a las cuestiones filosóficas, políticas e históricas relativas a la Guerra Revolucionaria que asoló nuestro país y cuyo último zarpazo fue el asalto al cuartel de La Tablada, hecho curiosamente olvidado en la evocación de víctimas que estamos comentando. En realidad, no sólo La Tablada, todo el hecho central y situante de la Guerra ha sido lisa y llanamente omitido.

No me parece ético y, a la postre, tampoco creo que resulte útil la construcción de “la otra cara de la mentira”. Rechazo vivamente que se apele a levantar una impostura para oponerse a la impostura establecida por la izquierda revolucionaria que tiene, ahora, los resortes del poder. Tengo un respeto profundo por la vida, las enseñanzas y la ejemplaridad del muerto que me compete. En su memoria, rehúso sumarme a cualquier tergiversación de la historia vivida, sea cual fuere. La Argentina libró una guerra justa. Fue una guerra defensiva ante la invasión venida desde afuera siguiendo la estrategia, el modo y el uso de la Guerra Revolucionaria del Comunismo. La guerra fue lo sustancial, lo importante de los años setenta.

Los atentados terroristas fueron sólo el medio elegido para amedrentar. Sin duda, hubo crueldad y horror en esa guerra. Pero en las situaciones límites, y toda guerra lo es, asoman la máxima grandeza y la máxima vileza de la condición humana. Desafío a que alguien me señale una guerra donde esto no haya ocurrido. La tendencia al mal nos viene del pecado original.

Dios se apiade de las almas de los combatientes de ambos bandos que cometieron crímenes o injusticias; que se arrepientan y encuentren justicia y misericordia en el Tribunal de Dios. Los hechos delictivos debieron ser juzgados en tiempo y forma antes de que prescribieran. Eso es lo que corresponde según la justicia de los hombres.

Pero esta pretendida “justicia universal” que ahora inventa la “lesa humanidad” comenzó en Nüremberg cuando se juzgó hacia atrás a los criminales del bando vencido y no a los de los bandos vencedores. ¿Se escuchó hablar, acaso, de los miles de oficiales polacos asesinados por los rusos o de los millones de seres humanos asesinados en y por la Unión Soviética? Sin llegar a estos horrores, ¿quién nos puede vender que los Aliados occidentales no cometieron excesos? Pero ellos vencieron, ellos juzgaron. A los que rechazaron, en su momento, esta “justicia” hipócrita, en nuestro país, se los vituperó de nazis aunque fueran católicos fieles a Cristo y a la Iglesia y no hubiesen compartido jamás la ideología pagana del nacionalsocialismo.

Los Abogados por la Justicia y la Concordia denuncian con valentía y solvencia los horrores jurídicos perpetrados en las parodias de “juicios” a los que se somete, hoy, a los combatientes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad que enfrentaron la Guerra Revolucionaria. Esta es la “justicia hemipléjica” que comenzó a gestarse y a aplicarse en Nüremberg.

En las décadas de los sesenta y setenta no eran muchos los que querían escuchar que la Guerra Revolucionaria era principalmente política, cultural y apuntaba a destruir el ser nacional. Ese era el plan de la Unión Soviética y de Cuba para conseguir el dominio de nuestras patrias. Por eso no bastó vencerlos en el terreno de las armas.

En aquellos años, las jerarquías más altas de las Fuerzas Armadas no entendieron la naturaleza esencialmente cultural y política del conflicto. El general Videla, en su sobrio y veraz alegato, tuvo la humildad y la hombría de bien de reconocer esta grave falencia de su gobierno. Fue oportuno e importante que lo hiciera frente a sus subordinados, en primer lugar, y ante la Nación y la historia.

Precisamente, en esa misma época, mi padre exhortaba a emprender la guerra justa: Argentina era agredida; sus fuerzas armadas, y no bandas armadas, debían defenderla en el plano militar. No hacía sino inspirarse en la doctrina de Santo Tomás sostenida, por siglos, por la Iglesia Católica.

Sus enseñanzas no excluían ni los juicios sumarísimos ni, llegado el caso, la pena de muerte aplicada justamente por quien tiene la autoridad competente y responsable. Todo esto llevado a cabo sin hipocresías le gustara o no a la Gran Hipocresía de los poderes mundiales. Su prédica se dirigía especialmente a las Fuerzas Armadas. Los que serían después los más altos responsables políticos y militares del Proceso (estuvo reunido, incluso, con algunos de ellos) no compartieron sus análisis. Pero como sí eran cada vez más numerosos los integrantes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad que lo escuchaban y seguían, la guerrilla decidió callarlo para siempre. ¿Tal vez consideraron “peligroso” su lenguaje?

Al trocar las armas -método de los setenta en que fueron vencidos- por el método gramsciano, los antiguos guerrilleros de ayer se enseñorearon del poder desde el que, ahora, corrompen y destruyen hasta el último resquicio del alma nacional.

Vuelvo al principio de esta nota, lo que más me interesa, hoy, es rescatar el hecho de la Guerra Revolucionaria que signó nuestras vidas más allá de cualquier consideración que corresponda hacer sobre cómo se la enfrentó o cómo se llevó adelante la contraofensiva. Me interesa el reconocimiento de nuestros soldados que lucharon contra este flagelo. No me adhiero a nada que implique una concesión al “nuevo” Derecho con su caricatura de la Justicia. La omisión de los militares asesinados por ser militares en las investigaciones del Celtyv, me ofende como argentina y como miembro de la familia militar. Y me ofende por los presos políticos y sus familiares, víctimas actuales de ese mismo proceso de la guerra. Entre ellos hay muchos que conocí en la cátedra de mi padre. Algunos desde la infancia o la adolescencia, a otros después. No me interesa, tampoco, que una visión jurídica, subsidiaria del mismo Derecho del enemigo, termine, finalmente, por imponer una nueva y falsa historia. La muerte socrática y cristiana de mi padre me impone una conducta: decir la verdad, nada más que la verdad; tristemente la verdad triste, brutalmente la verdad brutal.

No tengo interés en que se juzgue, ahora, fuera de tiempo, en el marco de un derecho espurio a los asesinos de mi padre. Sólo me interesa, sin dejar de asumir el pasado, contribuir desde mi modesto lugar a la pacificación nacional basada en la concordia.

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