Por Antonio Caponnetto
A Antonio Murciano, que sin culpa alguna me inspiró estos renglones
Caminaba sumiso tras el último Mago,
muy lejos del incienso, de la mirra y del oro,
con andar de exiliado, de errabundo sin tiempos,
de forastero eterno que ha extraviado un tesoro.
Harapiento de soles, ni un mendrugo en la alforja,
por sostén un cayado de madera negruzca,
parecía que el paso le cerraba el camino,
que el viento lo tumbaba con su mano más brusca.
El Ángel del pesebre creyó reconocerlo
y echó el puño a la espada de contorno invisible,
los pastores se abrían, temerosos acaso,
de su rostro de barro, doliente e impasible.
Se oyó un gemido inmenso, como gimen las cosas
convertidas en haces de carbones o astillas,
el visitante quiso poner firme su pecho
pero oyó un latigazo crujiendo en sus costillas.
Cuando al fin ante el Niño se encontró genuflexo,
lloró siglos, milenios, en un instante mudo,
lloró generaciones, edades de la tierra,
centurias y almanaques lloró el llanto desnudo.
Pero era cada endecha un son transfigurante,
remozaba el plañido el perfil de ese hombre,
su linaje era augusto, su juventud la exacta
antigüedad del Cielo que le dio el primer nombre.
José lo abrazó fuerte, lo irguió y lo llamó Padre,
se contemplaron limpios, virilmente los dos.
Adán le dijo entonces (y era su voz fundante):
Custodio de la Virgen, Madre Nuestra y de Dios.
Al marcharse advirtieron que en las manos del Niño
quedaba un numinoso y esplendente regalo,
era el leño de un Arbol de fragancia indeleble,
del Arbol de la Ciencia de lo Bueno y lo Malo.
Epifanía del 2011