En la imagen: San Pedro Damián, uno de los santos medievales que fue presentado por el Papa Benedicto XVI
Fuente:
http://www.h2onews.org/index.php?option=com_content&view=article&id=22187&catid=71&Itemid=15
John Thavis: El Papa Benedicto XVI fue en su tiempo profesor pero como Papa nunca ha realmente dejado de enseñar. No sólo son encíclicas, sino que su formato favorito como profesor parecen ser las audiencias generales de cada semana. En ete reportaje vaticano veremos lo que el Papa ha intentado comunicar en las catequesis de audiencias recientes sobre los pensadores cristianos de la Edad Media. Soy John Thavis, jefe en Roma de Catholic News Service.
Carol Glatz: Soy Carol Glatz, corresponsal en Roma de Catholic News Service. Cada miércoles el Papa lleva a cabo su audiencia general semanal para muchos miles de visitantes. El eje de este evento es una charla de cinco o diez minutos en donde el Papa habla en italiano con versiones cortas en otros idiomas. Ahora, en estas ocasiones el Papa también tiene la atención de los medios de comunicación y podría hablar de lo que quisiera, desde el desarme nuclear hasta la injusticia económica. Pero en los últimos meses se ha estado concentrando en una serie de escritores y monjes cristianos de la Edad Media, muchos de los cuales no son conocidos.
JT: Cuando el Papa empezó citando a san Odón, un abad benedictino del siglo X, mucha gente incluso en el Vaticano dijo: ¿Quién es? Bueno, san Odón fue parte de un movimiento de reforma monástica que impulsaba a los monjes y cristianos de la época a volver la espalda a la decadencia social y adoptar un estilo de vida mucho más modesto. Fue un mensaje radical en su momento y el punto del Papa fue que tiene relevancia en la cultura materialista y, como otros dirían, hedonista.
CG: De modo similar el Papa hizo referencia a san Pedro Damián, un monje del siglo XI que pidió a la gente de su época sacar un poco de tiempo de sus ocupadas vidas para la meditación y la oración. Creo que el Papa le estaba recordando a la gente hoy que no es la primera en enfrentarse a un horario frenético y a un exigente trabajo cotidiano. Y dijo que, igual que en la Edad Media, no puedes oír la voz de Dios cuando está ahogada en el ruido de la rutina cotidiana.
JT: Otra figura interesante que el Papa escogió evidenciar fue un hombre llamado Pedro el Venerable, un abad francés del siglo XII conocido por su papel como mediador y por su apertura al Judaísmo y al Islam. El Papa dijo que una de las razones de la tolerancia de Pedro el Venerable hacia los musulmanes era que había estudiado el Islam desde sus fuentes originales, de nuevo, un gran desafío para los cristianos modernos en nuestro tiempo en donde existen tensiones interreligiosas.
CG: el Papa ha utilizado, desde el comienzo de su pontificado, las catequesis de las audiencias para recordar las figuras importantes que ha tenido la Iglesia a través de los siglos, comenzando por los apóstoles y los evangelistas. Es una especie de Catolicismo 101 y está convencido de que es muy necesario el día de hoy.
JT: Finalmente, una observación inesperada: A través de estas charlas, el Papa, que es un ratón de biblioteca de la teología, enfatizó que entender los misterios divinos no puede lograrse a través del mero estudio, los libros o los argumentos. Tienes que tener fe, dijo, y tienes que darle tiempo a la práctica espiritual, algo - dijo - que era bien entendido por los santos medievales.
02-09-2009
Benedicto XVI presenta a San Otón, "el reformador bondadoso"
Durante la audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 2 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI dirigió este miércoles a los peregrinos reunidos en el Aula Pablo VI del Vaticano para la audiencia general. Tras ella, el Papa volvió a su residencia veraniega de Castel Gandolfo.
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Queridos hermanos y hermanas:
Tras una larga pausa, quisiera retomar la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de Oriente y Occidente de la época medieval, porque, como en un espejo, en sus vidas y sus escritos, vemos qué significa ser cristianos. Hoy os propongo la figura luminosa de san Otón, abad de Cluny: ésta se coloca en ese medioevo monástico que vio la sorprendente difusión en Europa de la vida y de la espiritualidad inspiradas en la Regla de san Benito. Se dio durante aquellos siglos un prodigioso surgimiento y multiplicación de claustros que, ramificándose en el continente, difundieron en él el espíritu y la sensibilidad cristianas. San Otón nos lleva, en particular, a un monasterio, Cluny, que durante la edad media fue uno de los más ilustres y celebrados, y aún hoy revela a través de sus ruinas majestuosas las huellas de un pasado glorioso por su intensa dedicadión la ascesis, al estudio y, de modo especial, al culto divino, envuelto en decoro y belleza.
Otón fue el segundo abad de Cluny. Nació hacia el 880, en los confines entre Maine y Turena, en Francia. Fue consagrado por su padre al santo obispo Martín de Tours, a cuya sombra benéfica y en cuya memoria pasó Otón toda su vida, concluyéndola al final cerca de su tumba. La elección de la consagración religiosa estuvo en él precedida por la experiencia de un especial momento de gracia, del que él mismo habló a otro monje, Juan el Italiano, que después fue su biógrafo. Otón era aún adolescente, sobre los dieciséis años, cuando en una vigilia de Navidad, sintió cómo le salía espontáneamente de los labios esta oración a la Virgen: "Señora mía, Madre de misericordia, que en esta noche diste a luz al Salvador, reza por mí. Que tu parto glorioso y singular sea, oh la más pía, mi refugio" (Vita sancti Odonis, I,9: PL 133,747). El apelativo "Madre de misericordia", con el que el joven Otón invocó entonces a la Virgen, será con el que él quiso siempre dirigirse a María, llamándola también "única esperanza del mundo... gracias a la cual se nos han abierto las puertas del paraíso" (In veneratione S. Mariae Magdalenae: PL 133,721). En aquel tiempo empezó a profundizar en la Regla de san Benito y a observar algunos de sus mandatos, "llevando, aún sin ser monje, el yugo ligero de los monjes" (ibídem, I,14: PL 133,50). En uno de sus sermones Otón se refirió a Benito como "faro que brilla en la tenebrosa etapa de esta vida" (De sancto Benedicto abbate: PL 133,725), y lo calificó como "maestro de disciplina espiritual" (ibídem: PL 133,727). Con afecto reveló que la piedad cristiana "con más viva dulzura hace memoria" de él, consciente de que Dios lo ha elevado "entre los sumos y elegidos Padres de la santa Iglesia" (ibídem: PL 133,722).
Fascinado por el ideal benedictino. Otón dejó Tours y entró como monje en la abadía benedictina de Baume, para pasar después a la de Cluny, de la que se convirtió en abad en el año 927. Desde ese centro de vida espiritual pudo ejercer una amplia influencia en los monasterios del continente. De su guía y de su reforma se beneficiaron también en Italia diversos cenobios, entre ellos el de San Pablo Extramuros. Otón visitó Roma más de una vez, llegando también a Subiaco, Montecassino y Salerno. Fue precisamente en Roma donde, en el verano del año 942, cayó enfermo. Sintiéndose cercano a la muerte, con todos los esfuerzos quiso volver junto a su san Martín, en Tours, donde murió durante el octavario del santo, el 18 de noviembre del 942. Su biógrafo, al subrayar en Otón la "virtud de la paciencia", ofrece un largo elenco de sus demás virtudes, como el desprecio del mundo, el celo por las almas, el compromiso por la paz de las Iglesias. Grandes aspiraciones del abad Otón eran la concordia entre el rey y los príncipes, la observancia de los mandamientos, la atención a los pobres, la corrección a los jóvenes, el respeto a los viejos (cf. Vita sancti Odonis, I,17: PL 133,49). Amaba la celdita donde residía, "alejado de los ojos de todos, preocupado por agradar sólo a Dios" (ibídem, I,14: PL 133,49). No dejaba, sin embargo, de ejercitar también, como "fuente sobreabundante", el ministerio de la palabra y del ejemplo, "llorando este mundo como inmensamente mísero" (ibídem, I,17: PL 133,51). En un sólo monje, comenta su biógrafo, se encontraban unidas las distintas virtudes existentes de forma desperdigada en los demás monasterios: "Jesús, en su bondad, basándose en los diversos jardines de los monjes, formaba en un pequeño lugar un paraíso, para regar desde su fuente los corazones de los fieles" (ibídem, I,14: PL 133,49).
En un pasaje de un sermón en honor de María Magdalena, el abad de Cluny nos revela cómo concebía la vida monástica: "María que, sentada a los pies del Señor, con espíritu atento escuchaba su palabra, es el símbolo de la dulzura de la vida contemplativa, cuyo sabor, cuanto más es gustado, tanto más induce al alma a desapegarse de las cosas visibles y de los tumultos de las preocupaciones del mundo" (In ven. S. Mariae Magd., PL 133,717). Es una concepción que Otón confirma en otros escritos suyos, de los que se trasluce su amor por la interioridad, una visión del mundo como realidad frágil y precaria de la que hay que desarraigarse, una constante inclinación al desapego de las cosas consideradas como fuente de inquietud, una aguda sensibilidad por la presencia del mal en las diversas categorías de hombres, una íntima aspiración escatológica. Esta visión del mundo puede parecer bastante alejada de la nuestra, y sin embargo la de Otón es una concepción que, viendo la fragilidad del mundo, valora la vida interior abierta al otro, al amor por el prójimo, y precisamente así transforma la existencia y abre el mundo a la luz de Dios.
Merece particular mención la "devoción" al Cuerpo y a la Sangre de Cristo que Otón, frente a un extendido abandono, vivamente deplorado por él, cultivó siempre con convicción. Estaba firmemente convencido de la presencia real, bajo las especies eucarísticas, del Cuerpo y la Sangre del Señor, en virtud de la conversión "sustancial" del pan y del vino. Escribía: "Dios, el Creador de todo, tomó el pan, diciendo que era su Cuerpo y que lo habría ofrecido para el mundo, y distribuyó el vino, llamándolo su Sangre"; por tanto, "es ley de naturaleza el que se dé la mutación según el mandato del Creador", y por tanto, "inmediatamente la naturaleza cambia su condición habitual: sin duda el pan se convierte en carne, y el vino se convierte en sangre"; a la orden del Señor "la sustancia cambia" (Odonis Abb. Cluniac. occupatio, ed. A. Swoboda, Lipsia 1900, p.121). Por desgracia, anota nuestro abad, este "sacrosanto misterio del Cuerpo del Señor, en el que consiste toda la salvación del mundo" (Collationes, XXVIII: PL 133,572), es celebrado con negligencia. "Los sacerdotes --advierte-- que acceden al altar indignamente, manchan el pan, es decir, el Cuerpo de Cristo" (ibídem, PL 133,572-573). Solo el que está unido espiritualmente a Cristo puede participar dignamente en su Cuerpo eucarístico: en caso contrario, comer su carne y beber su sangre no sería su beneficio, sino su condena" (cf. ibídem, XXX, PL 133,575). Todo esto nos invita a creer con nueva fuerza y profundidad en la verdad de la presencia del Señor. La presencia del Creador entre nosotros, que se entrega en nuestras manos y nos transforma como transforma el pan y el vino, transforma así el mundo.
San Otón ha sido un verdadero guía espiritual tanto para los monjes como para los fieles de su tiempo. Frente a la "vastedad de los vicios" difundidos en la sociedad, el remedio que él proponía con decisión era el de un cambio radical de vida, fundado sobre la humildad, la austeridad, el desapego de las cosas efímeras y la adhesión a las eternas (cf. Collationes, XXX, PL 133, 613). A pesar del realismo de su tiempo, Otón no se rinde al pesimismo: "No decimos esto --precisa-- para precipitar en la desesperación de aquellos que quisieran convertirse. La misericordia divina está siempre disponible; ella espera la hora de nuestra conversión" (ibídem: PL 133, 563). Y exclama: "¡Oh inefables entrañas de la piedad divina! Dios persigue las culpas y sin embargo protege a los pecadores" (ibídem: PL 133,592). Apoyado en esta convicción, el abad de Cluny amaba detenerse en la contemplación de la misericordia de Cristo, el Salvador que él calificaba sugestivamente como "amante del hombre": "amator hominum Christus" (ibídem, LIII: PL 133,637). Jesús ha tomado sobre sí los flagelos que nos correspondían a nosotros --observa-- para salvar así a la criatura que es obra suya y a la que ama (cf. ibídem: PL 133, 638).
Aparece aquí una característica del santo abad a primera vista casi escondida bajo el rigor de su austeridad de reformador: la profunda bondad de su alma. Era austero, pero sobre todo era bueno, un hombre de gran bondad, una bondad que proviene del contacto con la bondad divina. Otón, así dicen sus coetáneos, difundía alrededor suyo la alegría de la que estaba colmado. Su biógrafo atestigua no haber oído nunca salir de boca de hombre "tanta dulzura de palabra" (ibídem, I,17: PL 133,31). Acostumbraba, recuerda su biógrafo, invitar a cantar a los chiquillos que encontraba por el camino y después hacerles algún pequeño regalo, y añade: "Sus palabras estaban llenas de exultación..., su hilaridad infundía en nuestros corazón una íntima alegría" (ibídem, II, 5: PL 133,63). De esta forma el vigoroso y al mismo tiempo amable abad medieval, apasionado de la reforma, con acción incisiva alimentaba en los monjes, como también en los fieles de su tiempo, el propósito de progresar con paso diligente en la vía de la perfección cristiana.
Que su bondad, la alegría que proviene de la fe, unidas a la austeridad y a la oposición a los vicios del mundo, toquen también nuestro corazón, para que también nosotros podamos encontrar la fuente de la alegría que brota de la bondad de Dios.
[Al final de la audiencia, el Santo Padre saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
San Odón, nacido a finales del siglo IX, fue el segundo abad de la famosa Abadía de Cluny. Desde allí ejerció un gran influjo en los monasterios de Europa, difundiendo la vida y la espiritualidad inspiradas en la Regla de San Benito. Entre sus virtudes destacan la paciencia, el desapego por las cosas terrenales, el celo por las almas, su empeño por la paz y la concordia, aspirando al cumplimiento de los mandamientos, la atención a los pobres, la corrección de los jóvenes y el respeto por los ancianos. Firmemente convencido de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, tenía gran devoción por el Cuerpo y la Sangre del Señor, exhortando a una celebración cuidada del Sacramento. Sólo quien está unido espiritualmente a Cristo puede recibir dignamente su Cuerpo eucarístico. San Odón fue un verdadero guía también para los fieles de su tiempo. Proponía un cambio radical de vida, fundado en la humildad, la austeridad y el desprendimiento de las cosas efímeras para anhelar las eternas. Amaba contemplar la misericordia de Cristo, al que calificaba como "amante de los hombres", que ha muerto por nosotros. Bajo su austeridad de reformador, destacaba su profunda bondad, difundiendo en su entorno la alegría que lo inundaba.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En particular, a las hijas de María Auxiliadora, a las Siervas de María Ministras de los enfermos y a las Hermanas de la Caridad Dominicas de la presentación. Así como a los grupos provenientes de Viña del Mar, Chile; de Venezuela; de Terrassa, España; y del Movimiento de Schoenstatt en Argentina. Aliento a todos a aprovechar la visita a Roma para profundizar en la fe y en el gozo de pertenecer a la Iglesia. Muchas gracias.
[Dijo en polaco]
Saludo cordialmente a los peregrinos polacos. Ayer recordamos el 70° aniversario del comienzo de la segunda guerra mundial. En la memoria de los pueblos permanecen aún las tragedias humanas y la absurdidad de la guerra. Pidamos a Dios que el espíritu del perdón, de la paz y de la reconciliación prevalezca en los corazones de los hombres. Europa y el mundo de hoy tienen necesidad de un espíritu de comunión. Construyámosla sobre Cristo y sobre su Evangelio, sobre el fundamento de la caridad y de la verdad. A vosotros aquí presentes y a todos aquellos que contribuyen a crear el clima de la paz, imparto de corazón mi bendición.
[Dijo en italiano]
Saludo en particular a los participantes del Simposio Intercristiano promovido por la Pontificia Universidad Antonianum y por la Universidad Aristoteles de Tesalónica y auguro que la reflexión común entre católicos y ortodoxos sobre la figura de San Agustín pueda reforzar el camino hacia la comunión plena.
Benedicto XVI presenta a san Pedro Damián, el monje reformador del siglo XI
Catequesis en la audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 9 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI, con peregrinos procedentes de todo el mundo.
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Queridos hermanos y hermanas:
durante las catequesis de estos miércoles estoy tratando sobre algunas grandes figuras de la vida de la Iglesia desde sus orígenes. Hoy quisiera detenerme en una de las personalidades más significativas del siglo XI, san Pedro Damián, monje, amante de la soledad y al mismo tiempo, intrépido hombre de Iglesia, comprometido en primera persona con la obra de reforma puesta en marcha por los papas de aquel tiempo. Nació en Rávena en el año 1007 de familia noble, pero caída en desgracia. Al quedarse huérfano de ambos padres, vivió una infancia de dificultades y sufrimientos, a pesar de que la hermana Rosalinda se empeñó en hacerle de madre y el hermano mayor Damián lo adoptó como hijo. Precisamente por esto se llamará después Piero di Damiano, Pedro Damián [en español, ndt.]. La formación se le impartió primero en Faenza y después en Parma, donde ya a la edad de 25 años lo encontramos trabajando en la enseñanza. Junto a una buena competencia en el campo del derecho, adquirió una pericia refinada en el arte de la redacción -el ars escribendi- y, gracias a su conocimiento de los grandes clásicos latinos, se convirtió en "uno de los mejores latinistas de su tiempo, uno de los más grandes escritores del medioevo latino" (J. Leclercq, Pierre Damien, ermite et homme d'Église, Roma 1960, p. 172).
Se distinguió en los géneros literarios más diversos: de las cartas a los sermones, de las hagiografías a las oraciones, de los poemas a los epigramas. Su sensibilidad por la belleza le llevaba a la contemplación poética del mundo. Pedro Damián concebía el universo como una inagotable "parábola" y una extensión de símbolos, a partir de los cuales es posible interpretar la vida interior y la realidad divina y sobrenatural. Desde esta perspectiva, en torno al año 1034, la contemplación de lo absoluto de Dios le empujó a alejarse progresivamente del mundo y de sus realidades efímeras, para retirarse al monasterio de Fuente Avellana, fundado sólo algunas décadas antes, pero ya famoso por su austeridad. Para edificación de los monjes, escribió la Vida del fundador, san Romualdo de Rávena, y se empeñó al mismo tiempo en profundizar en su espiritualidad, exponiendo su ideal del monaquismo eremítico.
Debe subrayarse ya una particularidad: el eremitorio de Fuente Avellana estaba dedicado a la Santa Cruz, y la Cruz será el misterio cristiano que más fascinó a Pedro Damián. "No ama a Cristo quien no ama la cruz de Cristo", afirma (Sermo XVIII, 11, p. 117) y se llama a sí mismo: "Petrus crucis Christi servorum famulus - Pedro servidor de los servidores de la cruz de Cristo" (Ep, 9, 1). A la Cruz Pedro Damián dirige oraciones bellísimas, en las que revela una visión de este misterio que tiene dimensiones cósmicas, porque abraza toda la historia de la salvación: "O bendita Cruz --exclama-- te veneran, te predican y te honran la fe de los patriarcas, los vaticinios de los profetas, el senado juzgador de los apóstoles, el ejército victorioso de los mártires y las multitudes de todos los santos" (Sermo XLVIII, 14, p. 304).
Queridos hermanos y hermanas, que el ejemplo de Pedro Damián nos lleve también a mirar siempre a la Cruz como al supremo acto de amor de Dios hacia el hombre, que nos ha dado a salvación. Para el desarrollo de la vida eremítica, este gran monje escribió una Regla en la que subraya fuertemente el "rigor del eremitorio": en el silencio del claustro, el monje está llamado a transcurrir una vida de oración, diurna y nocturna, con ayunos prolongados y austeros; debe ejercitarse en una generosa caridad fraterna y en una obediencia al prior siempre dispuesta y disponible. En el estudio y en la meditación cotidiana de la Sagrada Escritura, Pedro Damián descubre los significados místicos de la palabra de Dios, encontrando en ella alimento para su vida espiritual. En este sentido, llamada a la celda del eremitorio "salón donde Dios conversa con los hombres". La vida eremítica es para él la cumbre de la vida cristiana, está "en el vértice de los estados de vida", porque el monje, ya libre de las ataduras del mundo y del propio yo, recibe "las arras del Espíritu Santo y su alma se une feliz al Esposo celestial" (Ep 18, 17; cfr Ep 28, 43 ss.). Esto es importante también hoy para nosotros, aunque no seamos monjes: saber hacer silencio en nosotros para escuchar la voz de Dios, buscar, por así decir, un "salón" donde Dios hable con nosotros: Aprender la Palabra de Dios en la oración y en la meditación es el camino de la vida.
San Pedro Damián, que básicamente fue un hombre de oración, de meditación, de contemplación, fue también un fino teólogo: su reflexión sobre diversos temas doctrinales le llevó a conclusiones importantes para la vida. Así, por ejemplo, expone con claridad y vivacidad la doctrina trinitaria utilizando ya, siguiendo textos bíblicos y patrísticos, los tres términos fundamentales que después se han convertido en determinantes también para la filosofía de Occidente, processio, relatio e persona (cfr Opusc. XXXVIII: PL CXLV, 633-642; y Opusc. II y III: ibid., 41ss e 58ss). Con todo, como el análisis teológico le conduce a contemplar la vida íntima de Dios y el diálogo de amor inefable entre las tres divinas Personas, él saca de ello conclusiones ascéticas para la vida en comunidad y para las propias relaciones entre cristianos latinos y griegos, divididos en este tema. También la meditación sobre la figura de Cristo tiene reflejos prácticos significativos, al estar toda la Escritura centrada en Él. El propio "pueblo de los judíos --anota san Pedro Damián-- a través de las páginas de la Sagrada Escritura, puede decirse que ha llevado a Cristo en sus hombros" (Sermo XLVI, 15). Cristo por tanto, añade, debe estar al centro de la vida del monje: "Cristo debe ser oído en nuestra lengua, Cristo debe ser visto en nuestra vida, debe ser percibido en nuestro corazón" (Sermo VIII, 5). La íntima unión con Cristo debe implicar no sólo a los monjes, sino a todos los bautizados. Supone también para nosotros un intenso llamamiento a no dejarnos absorber totalmente por las actividades, por los problemas y por las preocupaciones de cada día, olvidándonos de que Jesús debe estar verdaderamente en el centro de nuestra vida.
La comunión con Cristo crea unidad de amor entre los cristianos. En la carta 28, que es un genial tratado de eclesiología, Pedro Damián desarrolla una teología de la Iglesia como comunión. "La Iglesia de Cristo - escribe - está unida por el vínculo de la caridad hasta el punto de que, como es una en muchos miembros, también está totalmente reunida místicamente en uno solo de sus miembros; de forma que toda la Iglesia universal se llama justamente única Esposa de Cristo en singular, y cada alma elegida, por el misterio sacramental, se considera plenamente Iglesia". Esto es importante: no sólo que toda la Iglesia universal está unida, sino que en cada uno de nosotros debería estar presente la Iglesia en su totalidad. Así el servicio del individuo se convierte en "expresión de la universalidad" (Ep 28, 9-23). Con todo la imagen ideal de la "santa Iglesia" ilustrada por Pedro Damián no corresponde - lo sabía bien - a la realidad de su tiempo. Por eso, no temió denunciar la corrupción existente en los monasterios y entre el clero, sobre todo debido a la praxis de que las autoridades laicas confiriesen la investidura de los oficios eclesiásticos: diversos obispos y abades se comportaban como gobernadores de sus propios súbditos más que como pastores de almas. No es casual el que su vida moral dejara mucho que desear. Por esto, con gran dolor y tristeza, en 1057 Pedro Damián deja el monasterio y acepta, aun con dificultad, el nombramiento de cardenal obispo de Ostia, entrando así plenamente en colaboración con los papas en la difícil empresa de la reforma d la Iglesia. Vio que no era suficiente contemplar y tuvo que renunciar a la belleza de la contemplación para ayudar en la obra de renovación de la Iglesia. Renunció así a la belleza del eremitorio y con valor emprendió numerosos viajes y misiones.
Por su amor a la vida monástica, diez años después, en 1067, obtuvo permiso para volver a Fuente Avellana, renunciando a la diócesis de Ostia. Pero la tranquilidad suspirada dura poco: ya dos años después fue enviado a Frankfurt en el intento de evitar el divorcio de Enrique IV de su mujer Berta; y de nuevo dos años después, en 1071, fue a Montecassino para la consagración de la iglesia de la abadía, y a principios de 1072 se dirige a Rávena para restablecer la paz con el arzobispo local, que había apoyado al antipapa provocando el interdicto sobre la ciudad. Durante el viaje de vuelta al eremitorio, una repentina enfermedad le obligó a detenerse en Faenza en el monasterio benedictino de "Santa Maria Vecchia fuori porta", y allí murió en la noche entre el 22 y el 23 de febrero de 1072.
Queridos hermanos y hermanas, es una gracia grande que en la vida de la Iglesia el Señor haya suscitado una personalidad tan exuberante, rica y compleja, como la de san Pedro Damián y no es habitual encontrar obras de teología tan agudas y vivas como las del ermitaño de Fuente Avellana. Fue monje hasta el final, con formas de austeridad que hoy podrían parecernos incluso excesivas. De esta forma, sin embargo, hizo de la vida monástica un testimonio elocuente de la primacía de Dios y una llamada para todos a caminar hacia la santidad, libres de todo compromiso con el mal. Él se consumió, con lúcida coherencia y gran severidad, por la reforma de la Iglesia de su tiempo. Entregó todas sus energías espirituales y físicas a Cristo y a la Iglesia, permaneciendo siempre, como le gustaba llamarse, Petrus ultimus monachorum servus, Pedro, último siervo de los monjes.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
En la audiencia de hoy contemplamos la figura de uno de los grandes santos del siglo once, Pedro Damián. Nacido en Ravena, muy pronto perdió a sus padres quedando huérfano al cuidado de sus hermanos, los cuales le dieron una magnífica formación, tanto jurídica como en la cultura clásica latina. En su primera juventud se dedicó a la enseñanza y compuso grandes obras literarias, pero muy pronto sintió la llamada a la vida eremítica e ingresó en el Monasterio de Fuente Avellana. Durante décadas se dedicó de manera ejemplar a la vida monacal. Largas horas de contemplación y meditación, nos han legado algunas piezas de alto valor teológico, así como magníficos sermones y cartas sobre el amor que brota de la Cruz y el valor de la Palabra de Dios en la vida espiritual del monje y del cristiano. Esta labor de pensamiento, por la cual exhortaba a todos a poner en el centro de su vida a Cristo, estaba encaminada a la búsqueda de una profunda reforma de la Iglesia. De ahí que en varias ocasiones fuera llamado por los Papas para desarrollar una actividad pastoral más directa o para solucionar problemas que acuciaban a la Iglesia en ese momento. Es un gran don poder contar con una figura como San Pedro Damián, que gastó sus energías espirituales y físicas por amor a Cristo y a su Iglesia, y que testimonia una vez más el primado de Dios sobre todas las cosas.
Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los peregrinos agustinos del Perú, así como a los grupos provenientes de Puerto Rico, Costa Rica, México y España. Os invito a todos, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de este santo monje, a acoger nuevamente la llamada a caminar decididamente hacia la santidad. Muchas gracias.
Benedicto XVI habla sobre Pedro el Venerable, Abad de Cluny
Durante la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 14 de octubre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación el texto de la catequesis pronunciada hoy por el Papa Benedicto XVI, durante la Audiencia General, ante los miles de peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.
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Queridos hermanos y hermanas,
la figura de Pedro el Venerable, que quisiera presentar en la catequesis de hoy, nos lleva otra vez a la célebre abadía de Cluny, a su “decoro” (decor) y a su “nitor” (nitor) – por utilizar los términos habituales en los textos cluniacenses – decoro y esplendor, que se admiran sobre todo en la belleza de la liturgia, camino privilegiado para llegar hasta Dios. Aún más que estos aspectos, sin embargo, la personalidad de Pedro recuerda la santidad de los grandes abades cluniacenses: en Cluny “no hubo un solo abad que no fuera santo”, afirmaba en el 1080 el papa Gregorio VII. Entre estos se coloca Pedro el Venerable, que recoge en sí un poco todas las virtudes de sus predecesores, aunque ya con él Cluny, frente a nuevas órdenes como la de Cîteaux (Císter, n.d.t.), empieza a mostrar algún síntoma de crisis. Pedro es un ejemplo admirable de asceta riguroso consigo mismo y comprensivo con los demás. Nacido alrededor del año 1094 en la región francesa de Alvernia, entró de niño en el monasterio de Sauxillanges, donde llegó a ser monje profeso y después prior. En 1122 fue elegido Abad de Cluny, y permaneció en este cargo hasta su muerte, que ocurrió en el día de Navidad de 1156, como él había deseado. “Amante de la paz – escribe su biógrafo Rodolfo – obtuvo la paz en la gloria de Dios en el día de la paz” (Vita, I,17; PL 189,28).
Cuantos lo conocieron destacan su señorial mansedumbre, su sereno equilibrio, su dominio de sí, su rectitud, su lealtad, su lucidez y su especial actitud de meditación. “Está en mi propia naturaleza escribía – el ser bastante indulgente; a ello me incita mi costumbre de perdonar. Estoy acostumbrado a soportar y a perdonar” (Ep. 192, in: The Letters of Peter the Venerable, Harvard University Press, 1967, p. 446). Decía también: “Con aquellos que odian la paz quisiéramos, en lo posible, ser siempre pacíficos” (Ep. 100, l.c., p. 261). Y escribía de sí mismo: “No soy de aquellos que no están contentos con su suerte... cuyo espíritu está siempre en ansia o en duda, y que se lamentan porque todos los demás descansan y ellos están solos trabajando” (Ep. 182, p. 425). De índole sensible y afectuosa, sabía conjugar el amor por el Señor con la ternura hacia sus familiares, particularmente hacia su madre, y hacia los amigos. Fue un cultivador de la amistad, de modo especial hacia sus monjes, que habitualmente se le confiaban, seguros de ser acogidos y comprendidos. Según el testimonio de su biógrafo, "no despreciaba y no rechazaba a nadie" (Vita, I,3: PL 189,19); "se mostraba amable con todos; en su bondad innata estaba abierto a todos” (ibid., I,1: PL, 189,17).
Podríamos decir que este santo Abad constituye un ejemplo también para los monjes y los cristianos de nuestro tiempo, marcado por un ritmo de vida frenético, donde no son raros los episodios de intolerancia y de incomunicación, las divisiones y los conflictos. Si testimonio nos invita a saber unir el amor a Dios con el amor al prójimo, y a no cansarnos de reanudar relaciones de fraternidad y de reconciliación. Así en efecto actuaba Pedro el Venerable, que tuvo que guiar al monasterio de Cluny en años no muy tranquilos por razones externas e internas a la Abadía, consiguiendo ser al mismo tiempo severo y dotado de humanidad. Solía decir: “De un hombre se podrá obtener más tolerándolo que no irritándolo con lamentaciones” (Ep. 172, l.c., p. 409). Por razón de su cargo tuvo que afrontar frecuentes viajes a Italia, a Inglaterra, a Alemania, a España. El abandono forzoso de la quietud contemplativa le costaba. Confesaba: “Voy de un lugar a otro, me afano, me inquieto, me atormento, arrastrado aquí y allí; tengo la mente dirigida ahora a mis asuntos, ahora a los de los demás, no sin gran agitación de mi alma" (Ep. 91, l.c., p. 233). Aun teniendo que hacer juegos malabares entre los poderes y los señoríos que rodeaban a Cluny, consiguió, gracias a su sentido de la medida, a su magnanimidad y a su realismo, conservar una habitual tranquilidad. Entre las personas con las que entró en relación estuvo Bernardo de Claraval, con el que mantuvo una relación de creciente amistad, aún en la diversidad de temperamentos y perspectivas. Bernardo lo definía como “hombre importante ocupado en asuntos importantes” y le tenía gran estima (Ep. 147, ed. Scriptorium Claravallense, Milán 1986, VI/1, pp. 658-660), mientras que Pedro el Venerable definía a Bernardo "faro de la Iglesia" (Ep. 164, p. 396), "columna fuerte y espléndida de la orden monástica y de toda la Iglesia" (Ep. 175, p. 418).
Con vivo sentido eclesial, Pedro el Venerable afirmaba que los acontecimientos del pueblo cristiano deben sentirlos “en lo íntimo del corazón” quienes se cuentan entre “los miembros del cuerpo de Cristo" (Ep. 164, l.c., p. 397). Y añadía: “No está alimentado por el Espíritu de Cristo quien no siente las heridas del cuerpo de Cristo", da igual donde se produzcan (ibid.). Mostraba además atención y solicitud por quienes estaban fuera de la Iglesia, en particular por judíos y musulmanes: para favorecer el conocimiento de estos últimos, hizo traducir el Corán. Al respecto, observa un historiador reciente: “En medio de la intransigencia de los hombres medievales – incluso de los más grandes – admiramos un ejemplo sublime de la delicadeza a la que conduce la caridad cristiana” (J. Leclercq, Pietro il Venerabile, Jaca Book, 1991, p. 189). Otros aspectos de la vida cristiana que le eran queridos eran el amor a la Eucaristía y la devoción hacia la Virgen María. Sobre el Santísimo Sacramento nos ha dejado páginas que constituyen “una de las obras de arte de la literatura eucarística de todos los tiempos” (ibid., p. 267), y sobre la Madre de Dios ha escrito reflexiones iluminadoras, contemplándola siempre en estrecha colaboración con Jesús Redentor y con su obra de salvación. Baste citar esta inspirada aclamación suya: “Salve, Virgen bendita, que has puesto en fuga a la maldición. Salve, madre del Altísimo, esposa del Cordero humildísimo. Tu has vencido a la serpiente, le has aplastado la cabeza, cuando el Dios engendrado por ti le destruyó... Estrella brillante de oriente, que pone en fuga las sombras de occidente. Aurora que precede al sol, día que ignora la noche... Reza al Dios que nació de ti, para que perdone nuestro pecado y, después del perdón, nos conceda la gracia y la gloria” (Carmina, PL 189, 1018-1019).
Pedro el Venerable sentía también predilección por la actividad literaria y tenía talento para ella. Anotaba sus reflexiones, persuadido de la importancia de usar la pluma casi como un arado para “esparcir en el papel la semilla del Verbo" (Ep. 20, p. 38). Aunque no fue un teólogo sistemático, fue un gran indagador del misterio de Dios. Su teología profundiza en las raíces de la oración, especialmente en la litúrgica y entre los misterios de Cristo, prefería el de la Transfiguración, en el que ya se prefigura la Resurrección. Fue precisamente él quien introdujo en Cluny esta fiesta, componiendo un oficio especial, en el que se refleja la característica piedad teológica de Pedro y de la orden Cluniacense, dirigida toda a la contemplación del rostro glorioso (gloriosa facies) de Cristo, encontrando en él las razones de esa ardiente alegría que marcaba su espíritu y que se irradiaba en la liturgia del monasterio.
Queridos hermanos y hermanos, este santo monje es ciertamente un ejemplo de santidad monástica, alimentada en las fuentes de la tradición benedictina. Para él el ideal del monje consiste en “adherirse tenazmente a Cristo” (Ep. 53, l.c., p. 161), en una vida claustral distinguida por la “humildad monástica” (ibid.) y por la laboriosidad (Ep. 77, l.c., p. 211), como también por un clima de contemplación silenciosa y de constante alabanza a Dios. La primera y más importante ocupación del monje, según Pedro de Cluny, es la celebración solemne del oficio divino – "obra celeste y de todas la más útil" (Statuta, I, 1026) – acompañada con la lectura, la meditación, la oración personal y la penitencia observada con discreción (cfr Ep. 20, l.c., p. 40). De esta forma toda la vida es atravesada por el amor profundo a Dios y el amor por los demás, un amor que se expresa en la apertura sincera al prójimo, en el perdón y en la búsqueda de la paz. Podríamos decir, concluyendo que este estilo de vida unido al trabajo cotidiano, constituye, para san Benito, el ideal del monje, nos concierne también a todos nosotros, puede ser, en gran medida, el estilo de vida del cristiano que quiere ser auténtico discípulo de Cristo, caracterizado precisamente por la adhesión tenaz a Él, la humildad, la laboriosidad y la capacidad de perdón y de paz.
http://www.h2onews.org/index.php?option=com_content&view=article&id=22187&catid=71&Itemid=15
John Thavis: El Papa Benedicto XVI fue en su tiempo profesor pero como Papa nunca ha realmente dejado de enseñar. No sólo son encíclicas, sino que su formato favorito como profesor parecen ser las audiencias generales de cada semana. En ete reportaje vaticano veremos lo que el Papa ha intentado comunicar en las catequesis de audiencias recientes sobre los pensadores cristianos de la Edad Media. Soy John Thavis, jefe en Roma de Catholic News Service.
Carol Glatz: Soy Carol Glatz, corresponsal en Roma de Catholic News Service. Cada miércoles el Papa lleva a cabo su audiencia general semanal para muchos miles de visitantes. El eje de este evento es una charla de cinco o diez minutos en donde el Papa habla en italiano con versiones cortas en otros idiomas. Ahora, en estas ocasiones el Papa también tiene la atención de los medios de comunicación y podría hablar de lo que quisiera, desde el desarme nuclear hasta la injusticia económica. Pero en los últimos meses se ha estado concentrando en una serie de escritores y monjes cristianos de la Edad Media, muchos de los cuales no son conocidos.
JT: Cuando el Papa empezó citando a san Odón, un abad benedictino del siglo X, mucha gente incluso en el Vaticano dijo: ¿Quién es? Bueno, san Odón fue parte de un movimiento de reforma monástica que impulsaba a los monjes y cristianos de la época a volver la espalda a la decadencia social y adoptar un estilo de vida mucho más modesto. Fue un mensaje radical en su momento y el punto del Papa fue que tiene relevancia en la cultura materialista y, como otros dirían, hedonista.
CG: De modo similar el Papa hizo referencia a san Pedro Damián, un monje del siglo XI que pidió a la gente de su época sacar un poco de tiempo de sus ocupadas vidas para la meditación y la oración. Creo que el Papa le estaba recordando a la gente hoy que no es la primera en enfrentarse a un horario frenético y a un exigente trabajo cotidiano. Y dijo que, igual que en la Edad Media, no puedes oír la voz de Dios cuando está ahogada en el ruido de la rutina cotidiana.
JT: Otra figura interesante que el Papa escogió evidenciar fue un hombre llamado Pedro el Venerable, un abad francés del siglo XII conocido por su papel como mediador y por su apertura al Judaísmo y al Islam. El Papa dijo que una de las razones de la tolerancia de Pedro el Venerable hacia los musulmanes era que había estudiado el Islam desde sus fuentes originales, de nuevo, un gran desafío para los cristianos modernos en nuestro tiempo en donde existen tensiones interreligiosas.
CG: el Papa ha utilizado, desde el comienzo de su pontificado, las catequesis de las audiencias para recordar las figuras importantes que ha tenido la Iglesia a través de los siglos, comenzando por los apóstoles y los evangelistas. Es una especie de Catolicismo 101 y está convencido de que es muy necesario el día de hoy.
JT: Finalmente, una observación inesperada: A través de estas charlas, el Papa, que es un ratón de biblioteca de la teología, enfatizó que entender los misterios divinos no puede lograrse a través del mero estudio, los libros o los argumentos. Tienes que tener fe, dijo, y tienes que darle tiempo a la práctica espiritual, algo - dijo - que era bien entendido por los santos medievales.
02-09-2009
Benedicto XVI presenta a San Otón, "el reformador bondadoso"
Durante la audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 2 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI dirigió este miércoles a los peregrinos reunidos en el Aula Pablo VI del Vaticano para la audiencia general. Tras ella, el Papa volvió a su residencia veraniega de Castel Gandolfo.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Tras una larga pausa, quisiera retomar la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de Oriente y Occidente de la época medieval, porque, como en un espejo, en sus vidas y sus escritos, vemos qué significa ser cristianos. Hoy os propongo la figura luminosa de san Otón, abad de Cluny: ésta se coloca en ese medioevo monástico que vio la sorprendente difusión en Europa de la vida y de la espiritualidad inspiradas en la Regla de san Benito. Se dio durante aquellos siglos un prodigioso surgimiento y multiplicación de claustros que, ramificándose en el continente, difundieron en él el espíritu y la sensibilidad cristianas. San Otón nos lleva, en particular, a un monasterio, Cluny, que durante la edad media fue uno de los más ilustres y celebrados, y aún hoy revela a través de sus ruinas majestuosas las huellas de un pasado glorioso por su intensa dedicadión la ascesis, al estudio y, de modo especial, al culto divino, envuelto en decoro y belleza.
Otón fue el segundo abad de Cluny. Nació hacia el 880, en los confines entre Maine y Turena, en Francia. Fue consagrado por su padre al santo obispo Martín de Tours, a cuya sombra benéfica y en cuya memoria pasó Otón toda su vida, concluyéndola al final cerca de su tumba. La elección de la consagración religiosa estuvo en él precedida por la experiencia de un especial momento de gracia, del que él mismo habló a otro monje, Juan el Italiano, que después fue su biógrafo. Otón era aún adolescente, sobre los dieciséis años, cuando en una vigilia de Navidad, sintió cómo le salía espontáneamente de los labios esta oración a la Virgen: "Señora mía, Madre de misericordia, que en esta noche diste a luz al Salvador, reza por mí. Que tu parto glorioso y singular sea, oh la más pía, mi refugio" (Vita sancti Odonis, I,9: PL 133,747). El apelativo "Madre de misericordia", con el que el joven Otón invocó entonces a la Virgen, será con el que él quiso siempre dirigirse a María, llamándola también "única esperanza del mundo... gracias a la cual se nos han abierto las puertas del paraíso" (In veneratione S. Mariae Magdalenae: PL 133,721). En aquel tiempo empezó a profundizar en la Regla de san Benito y a observar algunos de sus mandatos, "llevando, aún sin ser monje, el yugo ligero de los monjes" (ibídem, I,14: PL 133,50). En uno de sus sermones Otón se refirió a Benito como "faro que brilla en la tenebrosa etapa de esta vida" (De sancto Benedicto abbate: PL 133,725), y lo calificó como "maestro de disciplina espiritual" (ibídem: PL 133,727). Con afecto reveló que la piedad cristiana "con más viva dulzura hace memoria" de él, consciente de que Dios lo ha elevado "entre los sumos y elegidos Padres de la santa Iglesia" (ibídem: PL 133,722).
Fascinado por el ideal benedictino. Otón dejó Tours y entró como monje en la abadía benedictina de Baume, para pasar después a la de Cluny, de la que se convirtió en abad en el año 927. Desde ese centro de vida espiritual pudo ejercer una amplia influencia en los monasterios del continente. De su guía y de su reforma se beneficiaron también en Italia diversos cenobios, entre ellos el de San Pablo Extramuros. Otón visitó Roma más de una vez, llegando también a Subiaco, Montecassino y Salerno. Fue precisamente en Roma donde, en el verano del año 942, cayó enfermo. Sintiéndose cercano a la muerte, con todos los esfuerzos quiso volver junto a su san Martín, en Tours, donde murió durante el octavario del santo, el 18 de noviembre del 942. Su biógrafo, al subrayar en Otón la "virtud de la paciencia", ofrece un largo elenco de sus demás virtudes, como el desprecio del mundo, el celo por las almas, el compromiso por la paz de las Iglesias. Grandes aspiraciones del abad Otón eran la concordia entre el rey y los príncipes, la observancia de los mandamientos, la atención a los pobres, la corrección a los jóvenes, el respeto a los viejos (cf. Vita sancti Odonis, I,17: PL 133,49). Amaba la celdita donde residía, "alejado de los ojos de todos, preocupado por agradar sólo a Dios" (ibídem, I,14: PL 133,49). No dejaba, sin embargo, de ejercitar también, como "fuente sobreabundante", el ministerio de la palabra y del ejemplo, "llorando este mundo como inmensamente mísero" (ibídem, I,17: PL 133,51). En un sólo monje, comenta su biógrafo, se encontraban unidas las distintas virtudes existentes de forma desperdigada en los demás monasterios: "Jesús, en su bondad, basándose en los diversos jardines de los monjes, formaba en un pequeño lugar un paraíso, para regar desde su fuente los corazones de los fieles" (ibídem, I,14: PL 133,49).
En un pasaje de un sermón en honor de María Magdalena, el abad de Cluny nos revela cómo concebía la vida monástica: "María que, sentada a los pies del Señor, con espíritu atento escuchaba su palabra, es el símbolo de la dulzura de la vida contemplativa, cuyo sabor, cuanto más es gustado, tanto más induce al alma a desapegarse de las cosas visibles y de los tumultos de las preocupaciones del mundo" (In ven. S. Mariae Magd., PL 133,717). Es una concepción que Otón confirma en otros escritos suyos, de los que se trasluce su amor por la interioridad, una visión del mundo como realidad frágil y precaria de la que hay que desarraigarse, una constante inclinación al desapego de las cosas consideradas como fuente de inquietud, una aguda sensibilidad por la presencia del mal en las diversas categorías de hombres, una íntima aspiración escatológica. Esta visión del mundo puede parecer bastante alejada de la nuestra, y sin embargo la de Otón es una concepción que, viendo la fragilidad del mundo, valora la vida interior abierta al otro, al amor por el prójimo, y precisamente así transforma la existencia y abre el mundo a la luz de Dios.
Merece particular mención la "devoción" al Cuerpo y a la Sangre de Cristo que Otón, frente a un extendido abandono, vivamente deplorado por él, cultivó siempre con convicción. Estaba firmemente convencido de la presencia real, bajo las especies eucarísticas, del Cuerpo y la Sangre del Señor, en virtud de la conversión "sustancial" del pan y del vino. Escribía: "Dios, el Creador de todo, tomó el pan, diciendo que era su Cuerpo y que lo habría ofrecido para el mundo, y distribuyó el vino, llamándolo su Sangre"; por tanto, "es ley de naturaleza el que se dé la mutación según el mandato del Creador", y por tanto, "inmediatamente la naturaleza cambia su condición habitual: sin duda el pan se convierte en carne, y el vino se convierte en sangre"; a la orden del Señor "la sustancia cambia" (Odonis Abb. Cluniac. occupatio, ed. A. Swoboda, Lipsia 1900, p.121). Por desgracia, anota nuestro abad, este "sacrosanto misterio del Cuerpo del Señor, en el que consiste toda la salvación del mundo" (Collationes, XXVIII: PL 133,572), es celebrado con negligencia. "Los sacerdotes --advierte-- que acceden al altar indignamente, manchan el pan, es decir, el Cuerpo de Cristo" (ibídem, PL 133,572-573). Solo el que está unido espiritualmente a Cristo puede participar dignamente en su Cuerpo eucarístico: en caso contrario, comer su carne y beber su sangre no sería su beneficio, sino su condena" (cf. ibídem, XXX, PL 133,575). Todo esto nos invita a creer con nueva fuerza y profundidad en la verdad de la presencia del Señor. La presencia del Creador entre nosotros, que se entrega en nuestras manos y nos transforma como transforma el pan y el vino, transforma así el mundo.
San Otón ha sido un verdadero guía espiritual tanto para los monjes como para los fieles de su tiempo. Frente a la "vastedad de los vicios" difundidos en la sociedad, el remedio que él proponía con decisión era el de un cambio radical de vida, fundado sobre la humildad, la austeridad, el desapego de las cosas efímeras y la adhesión a las eternas (cf. Collationes, XXX, PL 133, 613). A pesar del realismo de su tiempo, Otón no se rinde al pesimismo: "No decimos esto --precisa-- para precipitar en la desesperación de aquellos que quisieran convertirse. La misericordia divina está siempre disponible; ella espera la hora de nuestra conversión" (ibídem: PL 133, 563). Y exclama: "¡Oh inefables entrañas de la piedad divina! Dios persigue las culpas y sin embargo protege a los pecadores" (ibídem: PL 133,592). Apoyado en esta convicción, el abad de Cluny amaba detenerse en la contemplación de la misericordia de Cristo, el Salvador que él calificaba sugestivamente como "amante del hombre": "amator hominum Christus" (ibídem, LIII: PL 133,637). Jesús ha tomado sobre sí los flagelos que nos correspondían a nosotros --observa-- para salvar así a la criatura que es obra suya y a la que ama (cf. ibídem: PL 133, 638).
Aparece aquí una característica del santo abad a primera vista casi escondida bajo el rigor de su austeridad de reformador: la profunda bondad de su alma. Era austero, pero sobre todo era bueno, un hombre de gran bondad, una bondad que proviene del contacto con la bondad divina. Otón, así dicen sus coetáneos, difundía alrededor suyo la alegría de la que estaba colmado. Su biógrafo atestigua no haber oído nunca salir de boca de hombre "tanta dulzura de palabra" (ibídem, I,17: PL 133,31). Acostumbraba, recuerda su biógrafo, invitar a cantar a los chiquillos que encontraba por el camino y después hacerles algún pequeño regalo, y añade: "Sus palabras estaban llenas de exultación..., su hilaridad infundía en nuestros corazón una íntima alegría" (ibídem, II, 5: PL 133,63). De esta forma el vigoroso y al mismo tiempo amable abad medieval, apasionado de la reforma, con acción incisiva alimentaba en los monjes, como también en los fieles de su tiempo, el propósito de progresar con paso diligente en la vía de la perfección cristiana.
Que su bondad, la alegría que proviene de la fe, unidas a la austeridad y a la oposición a los vicios del mundo, toquen también nuestro corazón, para que también nosotros podamos encontrar la fuente de la alegría que brota de la bondad de Dios.
[Al final de la audiencia, el Santo Padre saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
San Odón, nacido a finales del siglo IX, fue el segundo abad de la famosa Abadía de Cluny. Desde allí ejerció un gran influjo en los monasterios de Europa, difundiendo la vida y la espiritualidad inspiradas en la Regla de San Benito. Entre sus virtudes destacan la paciencia, el desapego por las cosas terrenales, el celo por las almas, su empeño por la paz y la concordia, aspirando al cumplimiento de los mandamientos, la atención a los pobres, la corrección de los jóvenes y el respeto por los ancianos. Firmemente convencido de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, tenía gran devoción por el Cuerpo y la Sangre del Señor, exhortando a una celebración cuidada del Sacramento. Sólo quien está unido espiritualmente a Cristo puede recibir dignamente su Cuerpo eucarístico. San Odón fue un verdadero guía también para los fieles de su tiempo. Proponía un cambio radical de vida, fundado en la humildad, la austeridad y el desprendimiento de las cosas efímeras para anhelar las eternas. Amaba contemplar la misericordia de Cristo, al que calificaba como "amante de los hombres", que ha muerto por nosotros. Bajo su austeridad de reformador, destacaba su profunda bondad, difundiendo en su entorno la alegría que lo inundaba.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En particular, a las hijas de María Auxiliadora, a las Siervas de María Ministras de los enfermos y a las Hermanas de la Caridad Dominicas de la presentación. Así como a los grupos provenientes de Viña del Mar, Chile; de Venezuela; de Terrassa, España; y del Movimiento de Schoenstatt en Argentina. Aliento a todos a aprovechar la visita a Roma para profundizar en la fe y en el gozo de pertenecer a la Iglesia. Muchas gracias.
[Dijo en polaco]
Saludo cordialmente a los peregrinos polacos. Ayer recordamos el 70° aniversario del comienzo de la segunda guerra mundial. En la memoria de los pueblos permanecen aún las tragedias humanas y la absurdidad de la guerra. Pidamos a Dios que el espíritu del perdón, de la paz y de la reconciliación prevalezca en los corazones de los hombres. Europa y el mundo de hoy tienen necesidad de un espíritu de comunión. Construyámosla sobre Cristo y sobre su Evangelio, sobre el fundamento de la caridad y de la verdad. A vosotros aquí presentes y a todos aquellos que contribuyen a crear el clima de la paz, imparto de corazón mi bendición.
[Dijo en italiano]
Saludo en particular a los participantes del Simposio Intercristiano promovido por la Pontificia Universidad Antonianum y por la Universidad Aristoteles de Tesalónica y auguro que la reflexión común entre católicos y ortodoxos sobre la figura de San Agustín pueda reforzar el camino hacia la comunión plena.
Benedicto XVI presenta a san Pedro Damián, el monje reformador del siglo XI
Catequesis en la audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 9 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI, con peregrinos procedentes de todo el mundo.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
durante las catequesis de estos miércoles estoy tratando sobre algunas grandes figuras de la vida de la Iglesia desde sus orígenes. Hoy quisiera detenerme en una de las personalidades más significativas del siglo XI, san Pedro Damián, monje, amante de la soledad y al mismo tiempo, intrépido hombre de Iglesia, comprometido en primera persona con la obra de reforma puesta en marcha por los papas de aquel tiempo. Nació en Rávena en el año 1007 de familia noble, pero caída en desgracia. Al quedarse huérfano de ambos padres, vivió una infancia de dificultades y sufrimientos, a pesar de que la hermana Rosalinda se empeñó en hacerle de madre y el hermano mayor Damián lo adoptó como hijo. Precisamente por esto se llamará después Piero di Damiano, Pedro Damián [en español, ndt.]. La formación se le impartió primero en Faenza y después en Parma, donde ya a la edad de 25 años lo encontramos trabajando en la enseñanza. Junto a una buena competencia en el campo del derecho, adquirió una pericia refinada en el arte de la redacción -el ars escribendi- y, gracias a su conocimiento de los grandes clásicos latinos, se convirtió en "uno de los mejores latinistas de su tiempo, uno de los más grandes escritores del medioevo latino" (J. Leclercq, Pierre Damien, ermite et homme d'Église, Roma 1960, p. 172).
Se distinguió en los géneros literarios más diversos: de las cartas a los sermones, de las hagiografías a las oraciones, de los poemas a los epigramas. Su sensibilidad por la belleza le llevaba a la contemplación poética del mundo. Pedro Damián concebía el universo como una inagotable "parábola" y una extensión de símbolos, a partir de los cuales es posible interpretar la vida interior y la realidad divina y sobrenatural. Desde esta perspectiva, en torno al año 1034, la contemplación de lo absoluto de Dios le empujó a alejarse progresivamente del mundo y de sus realidades efímeras, para retirarse al monasterio de Fuente Avellana, fundado sólo algunas décadas antes, pero ya famoso por su austeridad. Para edificación de los monjes, escribió la Vida del fundador, san Romualdo de Rávena, y se empeñó al mismo tiempo en profundizar en su espiritualidad, exponiendo su ideal del monaquismo eremítico.
Debe subrayarse ya una particularidad: el eremitorio de Fuente Avellana estaba dedicado a la Santa Cruz, y la Cruz será el misterio cristiano que más fascinó a Pedro Damián. "No ama a Cristo quien no ama la cruz de Cristo", afirma (Sermo XVIII, 11, p. 117) y se llama a sí mismo: "Petrus crucis Christi servorum famulus - Pedro servidor de los servidores de la cruz de Cristo" (Ep, 9, 1). A la Cruz Pedro Damián dirige oraciones bellísimas, en las que revela una visión de este misterio que tiene dimensiones cósmicas, porque abraza toda la historia de la salvación: "O bendita Cruz --exclama-- te veneran, te predican y te honran la fe de los patriarcas, los vaticinios de los profetas, el senado juzgador de los apóstoles, el ejército victorioso de los mártires y las multitudes de todos los santos" (Sermo XLVIII, 14, p. 304).
Queridos hermanos y hermanas, que el ejemplo de Pedro Damián nos lleve también a mirar siempre a la Cruz como al supremo acto de amor de Dios hacia el hombre, que nos ha dado a salvación. Para el desarrollo de la vida eremítica, este gran monje escribió una Regla en la que subraya fuertemente el "rigor del eremitorio": en el silencio del claustro, el monje está llamado a transcurrir una vida de oración, diurna y nocturna, con ayunos prolongados y austeros; debe ejercitarse en una generosa caridad fraterna y en una obediencia al prior siempre dispuesta y disponible. En el estudio y en la meditación cotidiana de la Sagrada Escritura, Pedro Damián descubre los significados místicos de la palabra de Dios, encontrando en ella alimento para su vida espiritual. En este sentido, llamada a la celda del eremitorio "salón donde Dios conversa con los hombres". La vida eremítica es para él la cumbre de la vida cristiana, está "en el vértice de los estados de vida", porque el monje, ya libre de las ataduras del mundo y del propio yo, recibe "las arras del Espíritu Santo y su alma se une feliz al Esposo celestial" (Ep 18, 17; cfr Ep 28, 43 ss.). Esto es importante también hoy para nosotros, aunque no seamos monjes: saber hacer silencio en nosotros para escuchar la voz de Dios, buscar, por así decir, un "salón" donde Dios hable con nosotros: Aprender la Palabra de Dios en la oración y en la meditación es el camino de la vida.
San Pedro Damián, que básicamente fue un hombre de oración, de meditación, de contemplación, fue también un fino teólogo: su reflexión sobre diversos temas doctrinales le llevó a conclusiones importantes para la vida. Así, por ejemplo, expone con claridad y vivacidad la doctrina trinitaria utilizando ya, siguiendo textos bíblicos y patrísticos, los tres términos fundamentales que después se han convertido en determinantes también para la filosofía de Occidente, processio, relatio e persona (cfr Opusc. XXXVIII: PL CXLV, 633-642; y Opusc. II y III: ibid., 41ss e 58ss). Con todo, como el análisis teológico le conduce a contemplar la vida íntima de Dios y el diálogo de amor inefable entre las tres divinas Personas, él saca de ello conclusiones ascéticas para la vida en comunidad y para las propias relaciones entre cristianos latinos y griegos, divididos en este tema. También la meditación sobre la figura de Cristo tiene reflejos prácticos significativos, al estar toda la Escritura centrada en Él. El propio "pueblo de los judíos --anota san Pedro Damián-- a través de las páginas de la Sagrada Escritura, puede decirse que ha llevado a Cristo en sus hombros" (Sermo XLVI, 15). Cristo por tanto, añade, debe estar al centro de la vida del monje: "Cristo debe ser oído en nuestra lengua, Cristo debe ser visto en nuestra vida, debe ser percibido en nuestro corazón" (Sermo VIII, 5). La íntima unión con Cristo debe implicar no sólo a los monjes, sino a todos los bautizados. Supone también para nosotros un intenso llamamiento a no dejarnos absorber totalmente por las actividades, por los problemas y por las preocupaciones de cada día, olvidándonos de que Jesús debe estar verdaderamente en el centro de nuestra vida.
La comunión con Cristo crea unidad de amor entre los cristianos. En la carta 28, que es un genial tratado de eclesiología, Pedro Damián desarrolla una teología de la Iglesia como comunión. "La Iglesia de Cristo - escribe - está unida por el vínculo de la caridad hasta el punto de que, como es una en muchos miembros, también está totalmente reunida místicamente en uno solo de sus miembros; de forma que toda la Iglesia universal se llama justamente única Esposa de Cristo en singular, y cada alma elegida, por el misterio sacramental, se considera plenamente Iglesia". Esto es importante: no sólo que toda la Iglesia universal está unida, sino que en cada uno de nosotros debería estar presente la Iglesia en su totalidad. Así el servicio del individuo se convierte en "expresión de la universalidad" (Ep 28, 9-23). Con todo la imagen ideal de la "santa Iglesia" ilustrada por Pedro Damián no corresponde - lo sabía bien - a la realidad de su tiempo. Por eso, no temió denunciar la corrupción existente en los monasterios y entre el clero, sobre todo debido a la praxis de que las autoridades laicas confiriesen la investidura de los oficios eclesiásticos: diversos obispos y abades se comportaban como gobernadores de sus propios súbditos más que como pastores de almas. No es casual el que su vida moral dejara mucho que desear. Por esto, con gran dolor y tristeza, en 1057 Pedro Damián deja el monasterio y acepta, aun con dificultad, el nombramiento de cardenal obispo de Ostia, entrando así plenamente en colaboración con los papas en la difícil empresa de la reforma d la Iglesia. Vio que no era suficiente contemplar y tuvo que renunciar a la belleza de la contemplación para ayudar en la obra de renovación de la Iglesia. Renunció así a la belleza del eremitorio y con valor emprendió numerosos viajes y misiones.
Por su amor a la vida monástica, diez años después, en 1067, obtuvo permiso para volver a Fuente Avellana, renunciando a la diócesis de Ostia. Pero la tranquilidad suspirada dura poco: ya dos años después fue enviado a Frankfurt en el intento de evitar el divorcio de Enrique IV de su mujer Berta; y de nuevo dos años después, en 1071, fue a Montecassino para la consagración de la iglesia de la abadía, y a principios de 1072 se dirige a Rávena para restablecer la paz con el arzobispo local, que había apoyado al antipapa provocando el interdicto sobre la ciudad. Durante el viaje de vuelta al eremitorio, una repentina enfermedad le obligó a detenerse en Faenza en el monasterio benedictino de "Santa Maria Vecchia fuori porta", y allí murió en la noche entre el 22 y el 23 de febrero de 1072.
Queridos hermanos y hermanas, es una gracia grande que en la vida de la Iglesia el Señor haya suscitado una personalidad tan exuberante, rica y compleja, como la de san Pedro Damián y no es habitual encontrar obras de teología tan agudas y vivas como las del ermitaño de Fuente Avellana. Fue monje hasta el final, con formas de austeridad que hoy podrían parecernos incluso excesivas. De esta forma, sin embargo, hizo de la vida monástica un testimonio elocuente de la primacía de Dios y una llamada para todos a caminar hacia la santidad, libres de todo compromiso con el mal. Él se consumió, con lúcida coherencia y gran severidad, por la reforma de la Iglesia de su tiempo. Entregó todas sus energías espirituales y físicas a Cristo y a la Iglesia, permaneciendo siempre, como le gustaba llamarse, Petrus ultimus monachorum servus, Pedro, último siervo de los monjes.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
En la audiencia de hoy contemplamos la figura de uno de los grandes santos del siglo once, Pedro Damián. Nacido en Ravena, muy pronto perdió a sus padres quedando huérfano al cuidado de sus hermanos, los cuales le dieron una magnífica formación, tanto jurídica como en la cultura clásica latina. En su primera juventud se dedicó a la enseñanza y compuso grandes obras literarias, pero muy pronto sintió la llamada a la vida eremítica e ingresó en el Monasterio de Fuente Avellana. Durante décadas se dedicó de manera ejemplar a la vida monacal. Largas horas de contemplación y meditación, nos han legado algunas piezas de alto valor teológico, así como magníficos sermones y cartas sobre el amor que brota de la Cruz y el valor de la Palabra de Dios en la vida espiritual del monje y del cristiano. Esta labor de pensamiento, por la cual exhortaba a todos a poner en el centro de su vida a Cristo, estaba encaminada a la búsqueda de una profunda reforma de la Iglesia. De ahí que en varias ocasiones fuera llamado por los Papas para desarrollar una actividad pastoral más directa o para solucionar problemas que acuciaban a la Iglesia en ese momento. Es un gran don poder contar con una figura como San Pedro Damián, que gastó sus energías espirituales y físicas por amor a Cristo y a su Iglesia, y que testimonia una vez más el primado de Dios sobre todas las cosas.
Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los peregrinos agustinos del Perú, así como a los grupos provenientes de Puerto Rico, Costa Rica, México y España. Os invito a todos, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de este santo monje, a acoger nuevamente la llamada a caminar decididamente hacia la santidad. Muchas gracias.
Benedicto XVI habla sobre Pedro el Venerable, Abad de Cluny
Durante la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 14 de octubre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación el texto de la catequesis pronunciada hoy por el Papa Benedicto XVI, durante la Audiencia General, ante los miles de peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.
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Queridos hermanos y hermanas,
la figura de Pedro el Venerable, que quisiera presentar en la catequesis de hoy, nos lleva otra vez a la célebre abadía de Cluny, a su “decoro” (decor) y a su “nitor” (nitor) – por utilizar los términos habituales en los textos cluniacenses – decoro y esplendor, que se admiran sobre todo en la belleza de la liturgia, camino privilegiado para llegar hasta Dios. Aún más que estos aspectos, sin embargo, la personalidad de Pedro recuerda la santidad de los grandes abades cluniacenses: en Cluny “no hubo un solo abad que no fuera santo”, afirmaba en el 1080 el papa Gregorio VII. Entre estos se coloca Pedro el Venerable, que recoge en sí un poco todas las virtudes de sus predecesores, aunque ya con él Cluny, frente a nuevas órdenes como la de Cîteaux (Císter, n.d.t.), empieza a mostrar algún síntoma de crisis. Pedro es un ejemplo admirable de asceta riguroso consigo mismo y comprensivo con los demás. Nacido alrededor del año 1094 en la región francesa de Alvernia, entró de niño en el monasterio de Sauxillanges, donde llegó a ser monje profeso y después prior. En 1122 fue elegido Abad de Cluny, y permaneció en este cargo hasta su muerte, que ocurrió en el día de Navidad de 1156, como él había deseado. “Amante de la paz – escribe su biógrafo Rodolfo – obtuvo la paz en la gloria de Dios en el día de la paz” (Vita, I,17; PL 189,28).
Cuantos lo conocieron destacan su señorial mansedumbre, su sereno equilibrio, su dominio de sí, su rectitud, su lealtad, su lucidez y su especial actitud de meditación. “Está en mi propia naturaleza escribía – el ser bastante indulgente; a ello me incita mi costumbre de perdonar. Estoy acostumbrado a soportar y a perdonar” (Ep. 192, in: The Letters of Peter the Venerable, Harvard University Press, 1967, p. 446). Decía también: “Con aquellos que odian la paz quisiéramos, en lo posible, ser siempre pacíficos” (Ep. 100, l.c., p. 261). Y escribía de sí mismo: “No soy de aquellos que no están contentos con su suerte... cuyo espíritu está siempre en ansia o en duda, y que se lamentan porque todos los demás descansan y ellos están solos trabajando” (Ep. 182, p. 425). De índole sensible y afectuosa, sabía conjugar el amor por el Señor con la ternura hacia sus familiares, particularmente hacia su madre, y hacia los amigos. Fue un cultivador de la amistad, de modo especial hacia sus monjes, que habitualmente se le confiaban, seguros de ser acogidos y comprendidos. Según el testimonio de su biógrafo, "no despreciaba y no rechazaba a nadie" (Vita, I,3: PL 189,19); "se mostraba amable con todos; en su bondad innata estaba abierto a todos” (ibid., I,1: PL, 189,17).
Podríamos decir que este santo Abad constituye un ejemplo también para los monjes y los cristianos de nuestro tiempo, marcado por un ritmo de vida frenético, donde no son raros los episodios de intolerancia y de incomunicación, las divisiones y los conflictos. Si testimonio nos invita a saber unir el amor a Dios con el amor al prójimo, y a no cansarnos de reanudar relaciones de fraternidad y de reconciliación. Así en efecto actuaba Pedro el Venerable, que tuvo que guiar al monasterio de Cluny en años no muy tranquilos por razones externas e internas a la Abadía, consiguiendo ser al mismo tiempo severo y dotado de humanidad. Solía decir: “De un hombre se podrá obtener más tolerándolo que no irritándolo con lamentaciones” (Ep. 172, l.c., p. 409). Por razón de su cargo tuvo que afrontar frecuentes viajes a Italia, a Inglaterra, a Alemania, a España. El abandono forzoso de la quietud contemplativa le costaba. Confesaba: “Voy de un lugar a otro, me afano, me inquieto, me atormento, arrastrado aquí y allí; tengo la mente dirigida ahora a mis asuntos, ahora a los de los demás, no sin gran agitación de mi alma" (Ep. 91, l.c., p. 233). Aun teniendo que hacer juegos malabares entre los poderes y los señoríos que rodeaban a Cluny, consiguió, gracias a su sentido de la medida, a su magnanimidad y a su realismo, conservar una habitual tranquilidad. Entre las personas con las que entró en relación estuvo Bernardo de Claraval, con el que mantuvo una relación de creciente amistad, aún en la diversidad de temperamentos y perspectivas. Bernardo lo definía como “hombre importante ocupado en asuntos importantes” y le tenía gran estima (Ep. 147, ed. Scriptorium Claravallense, Milán 1986, VI/1, pp. 658-660), mientras que Pedro el Venerable definía a Bernardo "faro de la Iglesia" (Ep. 164, p. 396), "columna fuerte y espléndida de la orden monástica y de toda la Iglesia" (Ep. 175, p. 418).
Con vivo sentido eclesial, Pedro el Venerable afirmaba que los acontecimientos del pueblo cristiano deben sentirlos “en lo íntimo del corazón” quienes se cuentan entre “los miembros del cuerpo de Cristo" (Ep. 164, l.c., p. 397). Y añadía: “No está alimentado por el Espíritu de Cristo quien no siente las heridas del cuerpo de Cristo", da igual donde se produzcan (ibid.). Mostraba además atención y solicitud por quienes estaban fuera de la Iglesia, en particular por judíos y musulmanes: para favorecer el conocimiento de estos últimos, hizo traducir el Corán. Al respecto, observa un historiador reciente: “En medio de la intransigencia de los hombres medievales – incluso de los más grandes – admiramos un ejemplo sublime de la delicadeza a la que conduce la caridad cristiana” (J. Leclercq, Pietro il Venerabile, Jaca Book, 1991, p. 189). Otros aspectos de la vida cristiana que le eran queridos eran el amor a la Eucaristía y la devoción hacia la Virgen María. Sobre el Santísimo Sacramento nos ha dejado páginas que constituyen “una de las obras de arte de la literatura eucarística de todos los tiempos” (ibid., p. 267), y sobre la Madre de Dios ha escrito reflexiones iluminadoras, contemplándola siempre en estrecha colaboración con Jesús Redentor y con su obra de salvación. Baste citar esta inspirada aclamación suya: “Salve, Virgen bendita, que has puesto en fuga a la maldición. Salve, madre del Altísimo, esposa del Cordero humildísimo. Tu has vencido a la serpiente, le has aplastado la cabeza, cuando el Dios engendrado por ti le destruyó... Estrella brillante de oriente, que pone en fuga las sombras de occidente. Aurora que precede al sol, día que ignora la noche... Reza al Dios que nació de ti, para que perdone nuestro pecado y, después del perdón, nos conceda la gracia y la gloria” (Carmina, PL 189, 1018-1019).
Pedro el Venerable sentía también predilección por la actividad literaria y tenía talento para ella. Anotaba sus reflexiones, persuadido de la importancia de usar la pluma casi como un arado para “esparcir en el papel la semilla del Verbo" (Ep. 20, p. 38). Aunque no fue un teólogo sistemático, fue un gran indagador del misterio de Dios. Su teología profundiza en las raíces de la oración, especialmente en la litúrgica y entre los misterios de Cristo, prefería el de la Transfiguración, en el que ya se prefigura la Resurrección. Fue precisamente él quien introdujo en Cluny esta fiesta, componiendo un oficio especial, en el que se refleja la característica piedad teológica de Pedro y de la orden Cluniacense, dirigida toda a la contemplación del rostro glorioso (gloriosa facies) de Cristo, encontrando en él las razones de esa ardiente alegría que marcaba su espíritu y que se irradiaba en la liturgia del monasterio.
Queridos hermanos y hermanos, este santo monje es ciertamente un ejemplo de santidad monástica, alimentada en las fuentes de la tradición benedictina. Para él el ideal del monje consiste en “adherirse tenazmente a Cristo” (Ep. 53, l.c., p. 161), en una vida claustral distinguida por la “humildad monástica” (ibid.) y por la laboriosidad (Ep. 77, l.c., p. 211), como también por un clima de contemplación silenciosa y de constante alabanza a Dios. La primera y más importante ocupación del monje, según Pedro de Cluny, es la celebración solemne del oficio divino – "obra celeste y de todas la más útil" (Statuta, I, 1026) – acompañada con la lectura, la meditación, la oración personal y la penitencia observada con discreción (cfr Ep. 20, l.c., p. 40). De esta forma toda la vida es atravesada por el amor profundo a Dios y el amor por los demás, un amor que se expresa en la apertura sincera al prójimo, en el perdón y en la búsqueda de la paz. Podríamos decir, concluyendo que este estilo de vida unido al trabajo cotidiano, constituye, para san Benito, el ideal del monje, nos concierne también a todos nosotros, puede ser, en gran medida, el estilo de vida del cristiano que quiere ser auténtico discípulo de Cristo, caracterizado precisamente por la adhesión tenaz a Él, la humildad, la laboriosidad y la capacidad de perdón y de paz.