La tolerancia, así como su contraria, que es la intolerancia, no pueden ser consideradas intrínsecamente buenas, ni intrínsecamente malas. En otros términos, hay casos en que tolerar es un deber, y no tolerar es un mal. Y otros casos, en que, por el contrario, tolerar es un mal y no tolerar es un deber.
Riesgos de la Tolerancia
Antes de todo, recordemos que toda tolerancia- por más necesaria y legítima que sea- tiene riesgos que le son inherentes. En efecto, la tolerancia consiste en dejar subsistir un mal para evitar otro mayor. Ahora, la subsistencia impune del mal crea siempre un peligro, pues el mal tiende necesariamente a producir efectos malos y, además, tiene una seducción innegable. Así, existe el riesgo de que la tolerancia traiga por sí misma males aún mayores que aquellos que se desea evitar.
Es necesario que estemos atentos con relación a este aspecto de la cuestión, pues es en torno de él que se hará todo nuestro estudio.
Para evitar la aridez de una exposición exclusivamente doctrinaria, imaginemos la situación de un oficial que nota en su tropa graves síntomas de agitación.
Se le presenta un problema:
a) ¿Es el caso de castigar con todo el rigor de justicia a los responsables?
b) ¿O debe tratarlos con tolerancia?
Esta segunda solución abriría campo a otras cuestiones. ¿En qué medida y de qué manera se debe practicar la tolerancia? ¿Aplicando penas suaves? ¿No aplicándolas, llamando a los culpables y aconsejándoles afectuosamente a cambiar de actitud? ¿Fingir que se ignora la situación? ¿Comenzar, tal vez, por la más benigna de estas soluciones e ir aplicando sucesivamente las demás, a medida que los procesos más blandos se fueren revelando insuficientes? ¿Cuál es el momento exacto en que se debe renunciar a un proceso para adoptar otro más severo?
Estas son cuestiones que forzosamente asaltarán el espíritu de muchos oficiales, pero también el de cualquier persona investida de mando o responsabilidad en la vida civil, si tiene exacta conciencia de sus obligaciones.
¿Qué padre de familia, o jefe de sección, o director de empresa, o profesor, o líder, no ha tropezado mil veces con todas estas cuestiones? ¿Cuántos males evitó por haberlas resuelto con perspicacia y vigor de alma? ¿Y con cuántos tuvo que cargar por no haber dado solución acertada a las situaciones en que se encontraba?
Examen de conciencia
En realidad, la primera medida que debe tomar quien se ve en tal contingencia, consiste en hacer un examen de conciencia para prevenirse contra las trampas que su modo de ser personal le pueda crear.
Debo confesar que a lo largo de mi vida, he visto en esta materia los mayores disparates. Y casi todos ellos conduciendo al exceso de tolerancia.
Los males de nuestra época tomaron el carácter alarmante que actualmente presentan porque hay con relación a ellos una simpatía generalizada, de la cual participan frecuentemente aquellos mismos que los combaten.
Existen, por ejemplo, muchos anti divorcistas. Pero entre éstos, numerosos son los que, oponiéndose incluso al divorcio, tienen un modo de ser exageradamente sentimental.
En consecuencia consideran románticamente los problemas nacidos del «amor». Colocados ante la situación difícil del matrimonio de un amigo, esos anti-divorcistas juzgarán sobrehumano -por no decir inhumano- exigir del cónyuge inocente e infeliz que recuse la posibilidad de “rehacer su vida” (Es decir, de dar muerte a su alma por el pecado).
Continuarán «lamentando el gesto» de este último, etc., pero cuando se pusiere para ellos el problema de la tolerancia, tendrán interiormente todos los elementos para justificar las condescendencias más extremas y aberrantes. Así, comentarán con dejadez lo ocurrido, recibirán a los recién «casados», los visitarán, etc. Es decir, con el ejemplo trabajarán en favor de divorcio, al mismo tiempo que con la palabra lo condenarán. Claro está que el divorcio gana mucho más que lo que pueda perder con tal conducta de miles o millones de anti-divorcistas.
¿De dónde vino la deliberación de tolerar de manera tan mala el cáncer roedor de la familia? En el fondo ellos tenían una mentalidad divorcista.
Sin embargo, no paremos aquí. Tengamos el coraje de decir la verdad entera.
El hombre moderno tiene horror al sacrificio. Le es antipático todo cuanto exige de la voluntad el esfuerzo de decir «no» a los sentidos. El freno de un principio moral le parece odioso. La lucha diaria contra las pasiones le parece una tortura china.
Y por esto, no es sólo con relación a los divorciados que el hombre moderno, incluso aquel dotado de buenos principios, es exageradamente complaciente.
Hay legiones de padres y profesores que por esto mismo son indulgentes en exceso con sus hijos y alumnos. Y el estribillo es siempre el mismo: «pobrecito» pobrecito por que tiene pereza; recibe mal las advertencias de los mayores; come dulces a escondidas; frecuenta malas compañías; va a malos cines, etc. Y porque es «pobrecito», raras veces recibe el beneficio de un castigo severo. A donde conduce tal educación, no es necesario decirlo. Los frutos ahí están. Son millares, millones los desastres morales ocasionados por una tolerancia excesiva. «Quien escatima la vara, odia a su hijo, quien le tiene amor, le castiga», enseña la Escritura (Prov.13, 24). ¿Pero hoy día quién quiere hacer caso a esto?
Lo mismo ocurre frecuentemente, mutatis mutandis, en las relaciones entre los patrones y obreros de cierto tipo, ya que aquellos, tan paganizados cuanto éstos, sienten que si fuesen obreros, también serían rebeldes.
Y en todos los campos los ejemplos podrían multiplicarse.
Esta tolerancia se apoya, es claro, en toda especie de pretextos. Se exagera el riesgo de una acción enérgica. Se acentúa demasiado la posibilidad de que las cosas se arreglen por sí mismas. Se cierran los ojos para los peligros de la impunidad.
En realidad, todo esto se evitaría si la persona que está en la alternativa tolerar – no tolerar fuese capaz de desconfiar humildemente de sí.
¿Tengo simpatías ocultas con relación a este mal? ¿Tengo miedo a la lucha que la intolerancia traería? ¿Tengo pereza de los esfuerzos que una actitud intolerante me impondría? ¿Tengo ventajas personales de cualquier naturaleza en una actitud conformista?
Sólo después de un tal examen de conciencia, una persona podrá enfrentar la dura alternativa tolerar o no tolerar. Pues sin ese examen nadie podrá estar seguro de tomar con relación a sí mismo los cuidados necesarios a fin de no pecar por exceso de tolerancia.
Un consejo apropiado
De modo general, hay un consejo muy propio para los que se encuentran en esta alternativa. Todo hombre tiene tendencias malas que son particularmente enraizadas. Uno es apático, otro violento, otro ambicioso, otro escéptico, etc. Siempre que la tolerancia nos exija la victoria sobre la mala tendencia que fuere más profunda en nosotros, no debemos tener mucho temor a pecar por exceso de tolerancia. Pero siempre que ésta lisonjee nuestras malas inclinaciones, pongamos atención pues el riesgo es grave.
Así, si somos apáticos, no es probable que pequemos por demasiada tolerancia hacia un amigo que nos incita a la acción: nada más viscoso, escurridizo o colérico que el perezoso contrariado en su modorra.
Si somos irascibles, no corremos mucho riesgo de exagerar la tolerancia hacia los que nos injurian. Si somos sensuales, es improbable que nos mostremos excesivamente rigurosos en materia de modas. Y si tenemos espíritu servil con relación a la opinión pública, difícilmente nos excederemos en invectivas contra los errores de nuestro siglo.
Otro excelente consejo para no pecar por exceso de tolerancia consiste en temer mucho más una debilidad nuestra en este punto, cuando están en juego derechos de terceros, que cuando se trata de los nuestros.
Habitualmente, somos mucho más «comprensivos» cuando los otros están en causa. Perdonamos más fácilmente al ladrón que robó al vecino, que al que asaltó nuestra propia casa. Y somos más propensos a recomendar el olvido de las injurias que a practicar este acto de fortaleza.
Y en este punto no perdamos de vista el hecho doloroso que, siguiendo los primeros impulsos de nuestro egoísmo, Dios sería muchas veces para nosotros un tercero.
Así, estamos mucho más inclinados a aceptar una ofensa hecha a la Iglesia que una injuria a nosotros; a soportar la lesión de un derecho de Dios, que un interés nuestro.
En general este es el estado de espíritu de los católicos hiper tolerantes.
Su lenguaje es imaginativo, blando, sentimental. Solo saben argumentar -si es que a esto se puede llamar argumento- con el corazón. Con relación a los enemigos de la Iglesia, son llenos de ilusiones, atenciones, obsequios y caricias.
Pero se ofenden terriblemente si un católico celoso les hace ver que están sacrificando los derechos de Dios. Y en lugar de argumentar en términos de doctrina, trasponen el asunto para el terreno personal. ¿Están juzgando que soy tibio? ¿Que no sé perfectamente lo que tengo que hacer? ¿Están dudando de mi sabiduría? ¿De mi coraje? ¡Oh no, esto no puedo soportarlo! Y su pecho se infla, su rostro se llena de rubor, sus ojos se llenan de lágrimas, su voz toma una inflexión particular.
Cuidado.
Este hipertolerante está en el auge de una crisis de intolerancia. Todas las violencias, todas las injusticias, todas las unilateralidades pueden ser temidas de su parte. Es que su tolerancia de fachada solo existía cuando estaban en juego valores insípidos y secundarios como la ortodoxia, la pureza de la fe, los derechos de la Santa Iglesia. Pero cuando su persona entra en escena, todo cambia y helo aquí dispuesto a precipitar en el infierno a quien lo hiera aunque sea levemente, con indignación análoga a la que San Miguel tuvo contra el demonio: «¿Quién como yo? ».
Veremos en un próximo artículo como debe ser practicada la tolerancia en los casos en que es justa. (Plinio Corrêa de Oliveira -Catolicismo N° 78, Junio de 1957).
Recomendamos leer el libro: “La Revolución Cultural: un smog que envenena a la Familia chilena – Tolerancia, no discriminación, derechos humanos” Puede bajarlo gratuitamente a su computador