El cristiano de hoy no escapa al
azote de la moda. Por el triunfo de lo efímero y de lo fugaz, el profesar la fe
se vuelve pasatiempo. ¿Cuántas veces hemos visto a nuestra grey muy preocupada
por la “pastoral de la repostería”?
Es intenso el dolor que causa ver
a nuestra Iglesia desacralizada y ajenos sus pastores a la comprensión cabal
del descalabro político en que nos hallamos. Otrora era cotidiano escuchar en
nuestros templos precisas homilías en las cuales el Evangelio no perdía
actualidad. En ellas se enseñaba no sólo la relevancia de la teología, sino
también cómo ésta iluminaba las cuestiones políticas.
En la actualidad, el mensaje
predicado pierde profundidad. Se diluye en vacuas palabras que adormecen al
fiel hasta su aturdimiento. Si, al decir de C. S. Lewis, la conciencia es el
megáfono de Dios, el presbítero es quien tiene a su cargo el deber de
despabilar dicha conciencia.
Sin ánimo de caer en lo
estrictamente jurídico cabe preguntarse: ¿no es tarea de nuestros pastores
enseñar?. Sí, empero, el laico no puede quedar perplejo ante la pregunta. Es
también su responsabilidad el adquirir y mejorar su formación, como bien lo
señala el artículo 217 de nuestro Código Canónico.
Resulta pavoroso observar algunas
conductas que son claramente incomprensibles. A guisa de ejemplo podemos
considerar los largos silencios guardados por el grueso de nuestra Jerarquía
frente a la persecución explícita a la fe católica. Silencios que son anuencias
y temores serviles. Ello sin adentrarnos en otros casos aún peores, como ha
sido la introducción en nuestros templos de discursos escandalosamente
judaizantes.
¿Cómo no tener al rebaño confuso
cuando gran parte de sus autoridades adoptan estos comportamientos claramente
erráticos? A toda luz, la ignorancia de nuestro clero es uno de los grandes
dramas de la Iglesia Católica. La escasa y magra preparación de los sacerdotes
se evidencia ante la crisis vocacional. No son ya los presbíteros de la
“Studiorum Ducem” sino de la “posteridad de Joaquín de Fiore”. Se pretende
silenciar lo dicho por su santidad Pio XI: “Id a Tomás, a pedirle el alimento
de sana doctrina”.
“El católico tiene la obligación
de «hacer portarse bien» a la Iglesia Católica, cueste lo que cueste”, decía
con razón el Padre Castellani. Pues el fiel laico no permanece ajeno a la
realidad de la Iglesia. Debe integrarla, no sólo desde lo sacramental sino
también desde lo apostólico, señalando con firmeza y humildad el camino
indicado por Jesucristo. Si bien debe guardar obediencia y respeto a la
autoridad eclesial, ésta no puede ser un mero “perinde ac cadáver”. El buen
cristiano está llamado a luchar frente al pecado, aún más cuando este se
encarna en quienes mayores obligaciones tienen de ser un ejemplo de virtud.
Es, también, nuestra tarea el
bregar por una formación adecuada. Despojarnos de lo burocrático, de las
nimiedades que obstaculizan la verdadera Fe. “La Iglesia ha perdido su
hermosura interior, que era el entendimiento, la justicia y la caridad, y por
eso ha sido despojada ignominiosamente de sus vestiduras de oro y seda”. No sin
congoja hemos de asumir estos nuevos dichos del Padre Castellani, en su libro
“El ruiseñor fusilado”.
La Iglesia ha permitido que el
pecado se instale cómodamente en los sacros aposentos. Los silencios abundan.
No precisamente por estar en permanente oración. Es prioritario que los
feligreses sacudan su molicie y renueven su compromiso por defender a la patria
católica. Es prioritario que los pastores renuncien a la comodidad y a la falsa
benevolencia del desentendido. Es hora de pegar la vuelta a tiempos de virtud y
de martirio por la Fe. Renovemos nuestra esperanza en la Iglesia Militante.
Octavio Guzzi