En la foto: publicidad política bajo el lema “unámonos …y no seremos bocado de la subversión”. El General Jorge Rafael Videla en su discurso se preguntó “si aún hoy podemos asegurar que, más allá de las operaciones militares, esta guerra, usando medios no violentos, haya realmente terminado”. Traducido: la guerra continúa.
TTE. GENERAL D. JORGE R. VIDELA:
AL PUEBLO ARGENTINO
MANIFESTACIÓN ANTE LOS JUECES
INTROITO
Señores Jueces:
Mucho se ha dicho y se ha escrito, sobre lo ocurrido en nuestra Patria durante la década de los años 70; lamentablemente, con una visión sesgada de la realidad -no exenta de dudoso propósito- ocultando parte de la historia de esos trágicos años y tergiversando a su vez, la parte que se hace pública.
No es mi intención, en este momento, polemizar con dichas opiniones, emitidas en uso del derecho a la libre expresión que protege nuestro sistema democrático de vida. Mi conducta al respecto, ha sido la de mantener un prudente silencio, como contribución a la concordia entre mis conciudadanos.
Pero, en esta oportunidad -más que como imputado, como protagonista y testigo- siento el deber inexcusable de hacer llegar ante ustedes y a través de ustedes a la sociedad argentina toda, en particular a sus jóvenes manipulados por la desinformación y la propaganda artera, mi visión personal sobre aquellos hechos, que constituyen el marco de referencia que encuadra lo que es materia de este y otros juicios en los que me encuentro procesado.
NUESTRA ULTIMA GUERRA INTERNA
Antecedentes mediatos
Al término de la Segunda Guerra Mundial, la comunidad de naciones quedó virtualmente agrupada en derredor de dos polos de poder -ideológicamente antagónicos- que, además de disputarse entre sí el manejo del mundo, intentaban atraer en su favor a los países no alineados con ellos.
El dominio del poder nuclear por parte de las dos potencias líderes (EE UU y la URSS) y la posibilidad de su destrucción masiva en forma recíproca, actuó entonces como factor de disuasión, dando lugar a la llamada guerra fría: una suerte de equilibrio inestable que nadie se atrevía a romper -so pena de la represalia- todo ello, en medio de una paz armada.
Fue justamente la URSS quien, con el afán de expandir su poder, ideó una manera sutil de quebrar aquel equilibrio sin que provocara la réplica; y lo hizo promoviendo, alentando y solventando los llamados movimientos de liberación nacional: contra el colonialismo, caso de África; o bien contra las desigualdades sociales, caso de Latinoamérica.
La estrategia así concebida, llamada también estrategia indirecta o guerra revolucionaria, buscaba la toma del poder en dichos países, mediante acciones violentas amparadas bajo las banderas de la liberación.
Cabe destacar que, lo que para las grandes potencias eran conflictos de baja intensidad, constituían para los países periféricos -como en nuestro caso- conflictos en los que se jugaba la identidad nacional de estos países.
La República Argentina no fue ajena a esa forma de agresión y, lo que pudo ser objeto del debate y de la confrontación democrática de ideologías encontradas, pasó a convertirse en un violento enfrentamiento armado -dado la intolerancia del agresor- cuyo lema rezaba: la razón está en la boca de los fusiles.
Antecedentes Inmediatos
El empleo de las Fuerzas Armadas en 1975, para combatir contra el terrorismo, no fue un acto improvisado y mucho menos novedoso.
En efecto, el Ejército, dentro de su planeamiento específico de corto plazo, contaba con el llamado Plan de Capacidades, el cual contenía las previsiones para responder, con lo que se disponía en ese momento, ante la ocurrencia de cualquiera de las hipótesis de conflicto retenidas como tales.
Una de esas hipótesis era la Variante Marco Interno, la cual preveía una agresión por parte del terrorismo subversivo que, superando la capacidad de represión de las Fuerzas Policiales y aún las Fuerzas de Seguridad, impusiera el empleo de las Fuerzas Armadas, con el objeto de restablecer el orden alterado, previo dictado del decreto correspondiente.
Luego del Cordobazo (producido el 29 de mayo de 1969) y del posterior secuestro y asesinato del Teniente General Aramburu (ocurrido el 29 de mayo de 1970) el Ejército puso en práctica el Plan de Capacidades - Marco Interno, cuando su Comandante, el General Lanusse, ordenó a dicha fuerza ejecutar, en forma limitada, operaciones de seguridad (controles de rutas, controles de población, rastrillajes, protección de objetivos sensibles, etc.), dado que las acciones producidas por el agresor, no requerían un mayor grado de compromiso.
En forma simultánea, como Presidente de la Nación, el General Lanusse promovió una modificación de la legislación penal, incluyendo nuevas figuras delictivas, así como el agravamiento de algunas de las penas existentes. Pero, más trascendente aún, fue la decisión de crear la Cámara Federal Penal, integrada en su totalidad por magistrados civiles, para actuar con jurisdicción y competencia en todo el territorio nacional, a fin de juzgar, exclusivamente, los delitos terroristas y conexos.
Este conjunto de previsiones dio excelentes resultados; tan es así que, al finalizar el mandato del General Lanusse, el 25 de mayo de 1973, con observancia del debido proceso, había cerca de 1.500 detenidos en calidad de procesados o bien cumpliendo condena, en relación con los delitos ya citados.
Lamentablemente, al asumir la Presidencia el Doctor Cámpora, dictó, en esa misma noche, un decreto de indulto concediendo la libertad de los detenidos y promulgó, en forma casi simultánea, una ley de amnistía sancionada por el Congreso con igual finalidad. Vale recordar que la citada ley de amnistía, al ser tratada en general, resultó irresponsablemente aprobada casi por unanimidad, por parte de los legisladores integrantes de ambas Cámaras.
Mediante dichos instrumentos legales, se dispuso la libertad de todos los terroristas que se encontraban detenidos, los cuales fueron recibidos como héroes por sus simpatizantes quienes, a su vez, mantenían desde temprano las cárceles en su poder, a la espera del decreto presidencial que disponía los indultos, promovido por el entonces Ministro del Interior, Doctor Righi, a quien Perón echó de su cargo; hoy Procurador General (Jefe de los Fiscales).
Asimismo, fue disuelta la Cámara Federal Penal que había dictado las detenciones; sus jueces fueron declarados cesantes y librados a su suerte; varios de ellos sufrieron atentados, incluso de muerte; y otros debieron abandonar el país por falta de garantías para sí mismos y sus familias.
Simultáneamente, se dejaron sin efecto las reformas introducidas en la legislación penal.
Extraña paradoja: el remedio judicial, eficazmente implementado por un gobierno militar para luchar contra el terrorismo subversivo con la ley bajo el brazo, fue luego demagógicamente dejado sin efecto por el gobierno constitucional que lo sucedió, dando lugar a la puesta en libertad de casi 1.500 terroristas que estaban detenidos cumpliendo condena o bajo proceso, al par que sumiendo en el desamparo a los jueces que los habían juzgado.
Por supuesto que ninguno de aquellos llamados jóvenes idealistas (Perón los llamó estúpidos e imberbes cuando los echó de la Plaza de Mayo) dejó la cárcel para reinsertarse pacíficamente en la sociedad. Todos ellos, so pretexto de sentirse perseguidos por el sólo hecho de pensar diferente, salieron dispuestos a matar con las armas que les entregaron al abandonar la prisión. Con tal disposición de ánimo, pretendían dar cumplimiento a la consigna de su paradigma, el Che Guevara, quien decía:
Que era preciso, por encima de todo, mantener vivo el odio intransigente al enemigo; odio capaz de llevar al hombre más allá de sus límites naturales; y transformarlo en una fría, selectiva, violenta y eficaz máquina de matar.
¿Conocerán este detalle quienes, con ignorante orgullo, lucen hoy la imagen de ese nefasto personaje en tatuajes y remeras y, lo que es peor, en despachos oficiales?
La Agresión Terrorista
Larvada en sus inicios, al comienzo de la década del sesenta y abiertamente desembozada en la década siguiente, la agresión terrorista buscaba la destrucción de bienes materiales y de personas para que, mediante el terror que dichas acciones pudieran generar, tomar el poder político, a fin de imponer un régimen marxista-leninista, totalmente ajeno a nuestro tradicional estilo de vida.
Capacitada para producir aquellas acciones intimidatorias, la agresión terrorista estaba integrada mayoritariamente por personal nacional, entrenado en Cuba, Siria, Palestina y Argelia, o bien, dentro del propio país, con instructores foráneos. Disponía, también, de armamento y equipos provistos por la URSS, a través de Cuba, así como fabricados localmente en fábricas clandestinas, o fruto de ataques a organismos militares y policiales. De la misma manera, estaba financiada con fondos provenientes de la URSS, o con el producido de los asaltos perpetrados contra entidades bancarias, o el botín resultante de los secuestros extorsivos (el más notorio fue el de los hermanos Born, por un monto de sesenta millones de dólares).
La magnitud de dicha agresión, fue aumentando con el transcurso del tiempo, hasta llegar a una medida no conocida en nuestro país. Así pasamos del terrorismo sistemático y selectivo, que producía el secuestro y muerte de personas aisladas, o la ocupación de pequeñas localidades, hasta llegar a verdaderas acciones de combate como lo fueron la toma por asalto de unidades militares, que debían ser recuperadas por unidades vecinas, o las operaciones bélicas libradas contra la guerrilla rural en Tucumán, donde el enemigo intentó crear una zona liberada.
A mediados de la década del 70, los elementos terroristas habían proliferado bajo distintas denominaciones, a los que se sumaban efectivos de custodia de los dirigentes sindicales (verdaderas patotas armadas que, más que proteger intimidaban) así como los integrantes de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) una suerte de milicia clandestina que operaba bajo la conducción del Ministro de Bienestar Social, José López Rega.
Dentro de esta especie de far west vernáculo, en el cual el Estado había perdido el monopolio de la fuerza, se destacaban por su número, organización y entrenamiento, dos agrupaciones distintas a saber: el Ejército Revolucionario del Pueblo, encabezado por Santucho, brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores, de tendencia trotskista; y Montoneros, encabezado por Firmenich, brazo armado de la izquierda justicialista y, más específicamente, representativo de la Juventud Peronista.
Ambos, a su vez, actuaban bajo la forma de guerrilla rural, como en el caso de Tucumán, con la intención de crear una zona liberada en dicha provincia, aprovechando las facilidades que a tales fines ofrecía la geografía lugareña; o bien como guerrilla urbana, en cuyo marco un joven cumplía durante el día su cometido normal como hijo, estudiante u obrero y, durante la noche, con una pastilla de cianuro en el bolsillo y un arma escondida entre sus ropas o entre las mantas de un coche cuna conducido por su pareja -generalmente embarazada y usada a modo de escudo humano- asaltaba, secuestraba, o colocaba bombas.
En cuanto al grado de violencia desatada por el agresor, no está demás recordar lo expresado por The Times de Londres, en un artículo reproducido por el diario La Nación de fecha 2 de diciembre de 1977, en el que decía: ...Se ha olvidado en el extranjero que cuando los militares argentinos lanzaron su campaña contra el terrorismo, la sociedad y el Estado estaban al borde del colapso, que el terrorismo comenzó al final de los años 61 y había alcanzado proporciones que hacen los secuestros en Alemania Occidental y los disparos a las piernas de Italia como juego de niños contra la sociedad. Cuando la respuesta vino, mucha sangre se había derramado como para esperar demasiada cautela en la misma... Los terroristas italianos y germanos occidentales no pueden ser comparados con la fuerza y la ferocidad de los dos grupos argentinos, ambos actualmente casi aniquilados... Cuando Amnesty Internacional publicó su informe de 92 páginas sobre la represión en la Argentina, un editor de un diario inglés de aquí comentó: si ellos hicieran un informe sobre las atrocidades terroristas, probablemente sería mucho más voluminoso.
Vale recordar también que, en su largo pontificado, el Papa Juan Pablo II puso luz sobre distintos temas que desde el Concilio Vaticano II eran tergiversados. Entre ellos, cierta apología de los partisanos, los maquis, la guerrilla, y otras formas de terrorismo.
Con claridad, el Papa Wojtyla expresó sobre el particular lo siguiente:
- El terrorismo piensa que la verdad en la que cree o el sufrimiento padecido son tan absolutos que lo legitiman a reaccionar destruyendo incluso vidas humanas inocentes.
- Pretender imponer a otros con la violencia lo que se considera como la verdad, significa violar la dignidad del ser humano y, en definitiva, ultrajar a Dios, del cual es imagen.
- Las injusticias existentes en el mundo nunca pueden usarse como pretexto para justificar los atentados terroristas. Si nos fijamos bien, el terrorismo no sólo instrumenta al hombre, sino también a Dios, haciendo de él un ídolo del cual se sirve para sus propios objetivos.
- El terrorismo se basa en el desprecio de la vida del hombre. Precisamente por eso, no sólo comete crímenes intolerables, sino que, en sí mismo, en cuanto recurre al terror como estrategia política y económica, es un auténtico crimen contra la humanidad.
A modo de anécdota puedo expresar que, dentro de esa orgía de violencia, en mi condición de Comandante en Jefe del Ejército, fui objeto de seis atentados contra mi vida, los cuales llegaron a materializarse sin que, gracias a Dios, cumplieran sus designios. El primero de ellos, ocurrido el 16 de marzo de 1976: preveía la voladura del automóvil que me conducía a la sede de mi comando, con cargas explosivas accionadas por control remoto, colocadas en un automóvil aparcado en la playa de estacionamiento aledaña al edificio; y fue comandado por Verbitsky, quien resultó posteriormente enjuiciado por la dirigencia de la organización Montoneros, en razón de haber abandonado el lugar de los hechos sin antes comprobar los efectos producidos por la operación, así como asegurado el repliegue del personal a su cargo, según lo determinaban los manuales respectivos.
La Legítima Defensa
En el mes de enero de 1975, la señora de Perón, a cargo de la Presidencia de la Nación, dictó un Decreto por medio del cual ordenaba el empleo de las Fuerzas Armadas para combatir al terrorismo hasta su aniquilamiento, pero geográficamente limitado a una zona de operaciones en la Provincia de Tucumán, acción que dio en llamarse Operación Independencia.
Esta limitación geográfica no dejaba de ser una ventaja para el oponente, ya que les permitía a los terroristas que actuaban dentro de la zona de operaciones, recibir reemplazos de personal, así como refuerzos de armamento y equipo provenientes de otras zonas del país, lo que dilataba la posibilidad de lograr su aniquilamiento en corto plazo.
Para entonces, el país vivía un clima agobiante, signado por la angustia que soportaba la sociedad, ante la dimensión que adquiría día a día la agresión terrorista.
Ante ese desasosiego y la radicalización que adquiría el enfrentamiento iniciado por los grupos terroristas, en los primeros días del mes de octubre de 1975, el Doctor Luder, provisionalmente a cargo de la Presidencia de la Nación (la señora de Perón se hallaba en Ascochinga, en uso de licencia por razones de salud) convocó a una reunión de gabinete para determinar qué hacer frente a la dimensión que había cobrado el accionar subversivo. A dicha reunión fuimos invitados los Comandantes Generales, quienes debíamos exponer nuestros puntos de vista sobre el particular.
Por ser un problema típicamente terrestre, correspondía al Ejército la responsabilidad primaria y, en esa condición, con el acuerdo de mis camaradas de las otras dos Fuerzas debí exponer. En extrema síntesis, dije entonces que, habiéndose agotado la instancia de represión a cargo de las Fuerzas Policiales y de Seguridad, sin lograr restablecer el orden alterado; y ante la inoperancia de la Justicia (por temor no había dictado ninguna condena desde el 25 de mayo de 1973 hasta la fecha, a pesar de la magnitud de los hechos producidos por los elementos terroristas); parecía llegado el momento de apelar, como último recurso, al empleo de las Fuerzas Armadas a fin de combatir al terrorismo subversivo.
Agregué que la decisión de emplear a las Fuerzas Armadas para cumplir con ese cometido implicaba, de hecho, reconocer un estado de guerra interna con sus consiguientes secuelas, ya que las Fuerzas Armadas no estaban preparadas para reprimir (no disponían de balines de goma, ni escudos, ni bastones, y, fundamentalmente, carecían de entrenamiento para cumplir esa función) ya que estaban organizadas, equipadas e instruidas para combatir; es decir para hacer la guerra, donde se muere o se mata.
En atención a ello, se propusieron cuatro cursos de acción, en grado creciente de libertad de acción. El primero, muy pautado, garantizaba que no se cometieran errores o excesos, pero hacía suponer una prolongación sine die del conflicto. Entendíamos por excesos, delitos comunes que pudiera cometer personal militar al amparo de la guerra a desarrollar. Vale recordar que al término del Proceso de Reorganización Nacional, se hallaban cumpliendo condena más de doscientos cincuenta uniformados, acusados por haber cometido delitos de esa naturaleza.
Los cursos de acción segundo y tercero, eran un gradiente mayor de libertad de acción. El curso de acción cuarto (que resultó seleccionado) preveía el despliegue de las Fuerzas Armadas, así como de las Policiales y las de Seguridad -estas dos bajo el control operacional de las primeras- en la totalidad del territorio nacional; y, a partir de ese despliegue disperso, nada fácil de controlar, actuar simultáneamente en la búsqueda del enemigo para combatirlo donde fuera hallado. Cabe destacar que el agresor actuaba en la clandestinidad, dentro de una organización celular difícil de penetrar, que imponía una paciente tarea de inteligencia para localizarlo.
Debo rendir homenaje al coraje cívico demostrado por el Doctor Luder en esa ocasión quien, sin hesitar, seleccionó este curso de acción que era el más riesgoso en cuanto a la posibilidad de que ocurrieran errores o excesos, pero que garantizaba la derrota del terrorismo en no más de un año y medio de lucha. Es más, ante un pedido de intervención por parte de uno de los ministros asistentes, el Doctor Luder manifestó tener decidida su resolución y con ello cerró el debate.
Esta firmeza del Doctor Luder no fue la misma cuando, al deponer como testigo en el juicio a las Juntas, se limitó a hacer una interpretación semántica del término aniquilar, sin reparar que los reglamentos vigentes a la fecha, definían con precisión, el alcance de dicho término. Más grave aún, olvidó, fuera de todo tecnicismo doctrinario, que la acción de aniquilar constituía la interpretación más acabada de lo que expresara el General Perón, en la carta dirigida a la Guarnición Militar de Azul, luego del intento de copamiento del que fuera objeto. De dicha carta rescato la siguiente frase, referida a los terroristas atacantes: que el reducido número de psicópatas que va quedando sea exterminado uno a uno para el bien de la República.
Reflejo también de ese estado de ánimo, proclive a llevar adelante una guerra sin cuartel contra los grupos terroristas, son las palabras pronunciadas por el Diputado Stecco, durante el homenaje que la Cámara de Diputados rindió a José Rucci, con motivo del atentado que le costó su vida. Dijo entonces el Diputado Stecco: Por eso esta Cámara de Diputados, que dicta las leyes del país, debe dar amplios poderes a nuestras Fuerzas Armadas y de Seguridad, sin que con ello se quiebre la libertad, para perseguirlos hasta sus guaridas y matarlos como a ratas, porque no merecen vivir en este suelo.
Ningún partido político, ninguna fuerza sindical, ninguna organización no gubernamental, tampoco los medios de prensa, objetaron las duras palabras del Diputado Stecco.
De similar tenor fueron las palabras del Ministro de Defensa, Doctor Vottero, pronunciadas en el acto de cierre de los cursos de la Escuela de Defensa Nacional, en diciembre de 1975, oportunidad en la que expresó: ...ante la lucha total, sofisticada y compleja, despiadada, diabólica y criminal, promovida por la subversión armada, queda una sola alternativa: el exterminio total del enemigo...
Por su parte el ex-Presidente Frondizi, decía al respecto lo siguiente: La subversión fue organizada desde el exterior para tratar de conquistar el poder e imponer ideas marxistas, destruyendo los valores que conforman nuestra identidad nacional. Pero fue vencida por las Fuerzas Armadas y de Seguridad, cumpliendo las órdenes del gobierno constitucional que dispuso aniquilarla. Esta palabra `aniquilarla´, no la inventaron los militares; está en el decreto dictado por un gobierno constitucional.
Como complemento de los decretos firmados por el Doctor Luder, el Ministerio de Defensa impartió la Directiva N°1 y, a partir de ella, impartí la Directiva N° 404, Lucha Contra la Subversión, mediante la cual se puso en ejecución, por parte del Ejército, el planeamiento correspondiente a la Hipótesis de Conflicto Marco Interno.
A los fines de esa guerra, cada una de las Fuerzas Armadas tenía asignadas zonas territoriales, donde ejercían sus responsabilidades operacionales los respectivos Comandantes Generales.
Corolario
Bien podemos decir entonces, que la Nación Argentina hubo de afrontar -de hecho y de derecho- un conflicto bélico interno, irregular en su forma, de carácter revolucionario, con profunda raíz ideológica, alentado desde el exterior.
Así lo reconoció tiempo después la Cámara Federal (a la cual desconocí por no tener competencia para juzgarme, toda vez que no era mi juez natural, sino una comisión especial fulminada por el Art.18 de la Constitución Nacional) cuando dicho Tribunal, al dictar sentencia en la causa 13/84, llamada de los Comandantes, sin mencionar la figura de genocidio, así como tampoco la existencia de delitos de lesa humanidad, entre otros conceptos expresó:
- Que En consideración a los múltiples antecedentes acopiados en este proceso y a las características que asumió el terrorismo en la República Argentina, cabe concluir que, dentro de los criterios de clasificación expuestos, el fenómeno se correspondió con el concepto de `guerra revolucionaria´.
- Que algunos de los hechos de esa guerra habrían justificado la aplicación de la pena de muerte contemplada en el Código de Justicia Militar
- Que como consecuencia de lo hasta aquí expresado, debemos admitir que en nuestro país hubo una guerra interna, iniciada por las organizaciones terroristas contra las instituciones de su propio Estado.
Mal puede hablarse entonces -como lo hizo el Presidente Alfonsín en el Decreto 158/83, mediante el cual ordenó el juicio a las Juntas- de la existencia de homicidios, privaciones ilegítimas de la libertad, secuestros o lugares clandestinos de detención, introduciendo figuras delictivas del Código Penal, dentro del juzgamiento de actividades de combate, ocurridas en el marco de una guerra interna.
Por el contrario, si aceptamos la existencia de una guerra, como lo expresara la Cámara Federal, debemos hablar de prisioneros capturados e internados en lugares de reunión, generalmente secretos por razones de seguridad; de heridos, mutilados, muertos o desaparecidos; saldo inevitable de cualquier conflicto bélico; máxime en éste por su peculiar naturaleza.
Menos aún podemos aceptar la figura de asociación ilícita, como forma de relación entre el que manda y el que obedece, que no puede ser otra más que la subordinación. Subordinación no es obediencia ciega al capricho del que manda. Subordinación es obediencia consciente a la voluntad del superior, en función de un objetivo que está por encima del que manda y del que obedece -en este caso la defensa de la Nación agredida- y en razón del cual el mando deja de ser arbitrario y la obediencia se ennoblece.
Algunos han calificado a esta guerra, como una guerra sucia. Yo me niego a aceptar ese calificativo, pues significaría reconocer la existencia de guerras limpias y sucias. Santo Tomás de Aquino reconoce la existencia de guerras justas o injustas; y agrega que las guerras defensivas -como la librada en nuestra Patria- en general son guerras justas.
La guerra es un fenómeno en sí misma, y hay que aceptarla como tal, sin aditamentos de ninguna especie. Acepto sí, que cada guerra tiene sus peculiaridades o características propias, que la hacen distinta de las otras, y esta guerra tuvo, por cierto, sus características distintivas.
Ante todo, no fue una guerra clásica. Fue, en cambio, una guerra irregular, y dentro de esa irregularidad yo, personalmente, opino que su signo distintivo fue la imprecisión.
Fue imprecisa en su comienzo, a tal punto que me pregunto: ¿quién, a ciencia cierta, puede decir cuándo comenzó esta guerra? más allá de los decretos que le dieron forma jurídica.
Pero, si fue imprecisa en su comienzo, no lo fue menos en su término. Y me vuelvo a preguntar sin tener respuesta ¿cuándo realmente terminó esta guerra? Si bien es cierto, las operaciones militares hicieron crisis entre los años 1975 y 1976, y comenzaron a declinar en 1977, hasta casi desaparecer a fines de ese año, yo no me atrevería a afirmar si fue entonces que esta guerra terminó. Es más, me pregunto si aún hoy podemos asegurar que, más allá de las operaciones militares, esta guerra, usando medios no violentos, haya realmente terminado.
Al respecto, me atrevo afirmar que en el escenario de la guerra revolucionaria, no existe el postconflicto, a pesar de que se levanten banderas de paz.
Por otra parte, a diferencia de la guerra convencional en la cual el enemigo entra en esa categoría de manera totalmente genérica y anónima, en la guerra irregular -como lo fue nuestra última guerra interna- el enemigo entraba en calidad de tal, luego de un delicado trabajo de inteligencia que permitía identificarlo con nombre y apellido para recién combatirlo, circunstancia ésta que le otorgaba al conflicto un matiz personalizado, y por ende, hacía más patético aún, al enfrentamiento que tuvo lugar entre hermanos argentinos.
Esta guerra materializaba la legítima defensa de la Nación agredida, frente al ilegítimo agresor quien, por medio del terror, pretendía cambiarle su tradicional sistema de vida; y la misma fue dispuesta por un gobierno constitucional en pleno ejercicio de sus atribuciones, único caso en la región, sin objeciones por parte de los cuerpos legislativos como de los judiciales, y contó con la adhesión mayoritaria de la ciudadanía.
De ahí que no se levantaran, entonces, voces contrarias a esa decisión; antes bien, el alivio fue la sensación imperante.
Resulta por ello falso, y cuanto menos ingenuo, pretender simplificar los hechos al extremo de afirmar que los mismos, fueron la resultante de un enfrentamiento armado entre grupos antagónicos (en este caso jóvenes idealistas, versus militares que los reprimían por pensar distinto); todo ello, frente a una sociedad pasiva y expectante.
Por el contrario, fue justamente la sociedad argentina la principal protagonista de aquel acontecimiento bélico: objeto, en primer término, de la agresión que pretendía sojuzgarla por el terror; y sujeto, luego, que ordenó a su brazo armado acudir en su legítima defensa.
Como en toda guerra y máxime en ésta que fue irregular en su forma, imprecisa en su desarrollo, librada contra un enemigo mimético que no exhibía uniforme ni bandera, se llegó a situaciones límite que ensombrecieron al país con actos rayanos en el horror; horrores que tal vez resulte difícil justificar, pero que merecen comprensión, en el marco de crueldad de un conflicto bélico interno como el descripto.
Así ganamos nuestra última guerra interna contra el terrorismo, a un alto costo de sangre difícil de amenguar, precio ineludible para seguir siendo una República como marca nuestra Constitución Nacional. La sociedad toda nos debe su veredicto.
En otro orden de ideas, el pronunciamiento militar del 24 de marzo de 1976, no quitó ni agregó nada a la guerra que se venía desarrollando, cuando funcionaba en el país un régimen constitucional; y que continuó, luego de esa fecha, sin cambiar sus objetivos, así como la modalidad de su ejecución, hasta su término apreciado a fines de 1977, principios de 1978.
Durante esos tremendos años de guerra, las Fuerzas Armadas mantuvieron la decisión de restaurar la plenitud del régimen constitucional, luego de que se afirmara el triunfo militar y se consolidara la paz. Por ello, sus integrantes tuvieron -y continúan teniendo- la convicción de haber prestado un inestimable servicio a la Nación agredida, derrotando a su enemigo, y facilitando con su acción, el restablecimiento del sistema republicano de vida que marca nuestra Constitución Nacional.
Por todo lo expuesto, reclamo para el pueblo argentino en general y para sus Fuerzas Armadas de Seguridad y Policiales en particular, el honor de la victoria en la guerra interna ya descripta.
Lamento sí, las secuelas que deja toda guerra y valoro el sufrimiento de quienes, con auténtico dolor, lloran por sus seres queridos mutilados o muertos; así como deploro a quienes especulan con el dolor ajeno, que ni siquiera tangencialmente los ha rozado, pero que no trepidan en transar pingües negocios, a la sombra de las banderas de los derechos humanos.
Reitero que asumo en plenitud mis responsabilidades castrenses, con total prescindencia de mis subordinados, que se limitaron a cumplir mis órdenes; órdenes ajustadas a la doctrina vigente, volcada en los reglamentos en vigor a la fecha y que fueron calificadas como inobjetables por el Consejo Supremo de las FF AA.
*
Habíamos ganado la guerra en el campo militar; lamentablemente, no supimos afirmar esa victoria en el campo político. Se cumplía así lo expresado en un manifiesto producido por el terrorismo subversivo en el año 1977 que expresaba: A los militares, no pudimos doblegarlos por el temor al combate; es momento de replegarse sobre las bases y esperar. (Para entonces, los cabecillas huían hacia el exilio y los militantes debían mimetizarse dentro de la sociedad). Continuaban diciendo: Cuando llegue el tiempo de la política, y sobrevenga en ellos el temor a practicarla porque no saben hacerla, será el momento de volver a la lucha para derrotarlos en ese campo.
No hay duda que los enemigos derrotados ayer, cumplieron con sus propósitos. Hoy gobiernan nuestro país y pretenden erigirse en paladines de la defensa de los derechos humanos que ellos -en su tiempo- no titubearon en conculcar en grado superlativo.
Escudados en la impunidad que hoy les brinda una justicia asimétrica y vaciada de derecho, no necesitan ya de la violencia para acceder al poder, porque están en el poder y, desde él, intentan la instauración de un régimen marxista a la manera de Gramsci, tomando como rehenes a las instituciones de la República y haciendo de ella, una simple expresión verbal, ajena a lo que prescribe nuestra Constitución Nacional.
Gramsci puede estar satisfecho de sus alumnos. La Constitución Nacional guarda luto por la República desaparecida.
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Señores Jueces:
Reitero que ustedes no son mis jueces naturales; no obstante, en mi carácter de preso político, deseo manifestar lo siguiente: Las garantías constitucionales de las que gozamos quienes somos juzgados en este contexto, constituyen una farsa que, para ser interpretada, requiere de condiciones histriónicas que no poseo. Además, todo el poder político ha sido encauzado para lograr nuestra condena, a cualquier costa y por cualquier medio. Por ello, me he abstenido de alegar en una defensa que no guarda sentido.
Por otra parte, con este enjuiciamiento, desconociendo las garantías del debido proceso -entre otras la cosa juzgada y la irretroactividad de la ley penal- se pretende que, a través de la sentencia que vayan a dictar, homologuen una decisión política adoptada con sentido de revancha, por quienes, después de ser militarmente derrotados, se encuentran hoy ocupando los más diversos cargos del Estado.
Esta irregular situación, que bien podríamos calificar como terrorismo judicial, y que pudo disimularse mediante las formalidades de un debate, no bastó para que, conceptualmente, el derecho quedara afuera de la administración de justicia, produciendo su vaciamiento.
Frente a esa realidad que no está en mis manos modificar, asumiré, bajo protesta, la injusta condena que se me pueda imponer, como contribución de mi parte al logro de la concordia nacional; y la he de ofrecer a modo de un acto de servicio más, que debo prestar a Dios Nuestro Señor y a la Patria.
Con ello pretendo cumplir con mi conciencia. Cumplan ustedes con la suya.
EPILOGO
Desde los tiempos más remotos -y así lo dice la Biblia- las sociedades recurrieron a la figura del chivo expiatorio para lavar sus culpas colectivas y, de esa manera, acallar sus conciencias.
La sociedad argentina, que fue principal protagonista de uno de los momentos más cruciales de nuestra historia reciente, abrumada por una tremenda campaña de acción psicológica, no escapó a aquella regla. Y lo hizo, aunque resulte penoso reconocerlo, permitiendo que se malversara la verdad histórica, mediante la aceptación de una visión hemipléjica de la misma, acerca de acontecimientos que costaron la vida de muchos conciudadanos, civiles y militares, que cayeron por defender a la Patria, o en pos de ideales equivocados.
Con esa actitud, sólo se ha logrado sembrar la discordia y anidar el odio en muchos corazones hermanos, postergando con ello la tan ansiada unión nacional.
Pareciera, llegado el tiempo para que la sociedad toda, a través de su dirigencia, asuma su protagonismo perdido; y, dejando de lado la memoria asimétrica predicada desde los círculos oficiales; fuera de cualquier especulación sectorial o de escapismos hipócritas; promueva -mediante un diálogo superador- el exhaustivo e imparcial examen necesario sobre los terribles años de nuestra última contienda interna, de tal manera que nos permita dejar atrás, sin cargos de conciencia, un luctuoso y traumático pasado.
Entregaremos así, a quienes nos sucedan, un legado que les ayude a superar los desencuentros padecidos por nuestra generación. Sin olvido, pero también sin rencor: para no repetir los errores del pasado; con justicia, pero no con venganza: dando y quitando con equidad a quien debe dársele y quitársele; en busca sólo de la unión nacional, concebida -al decir de Ortega y Gasset- como un proyecto compartido de Nación; de manera tal que podamos mostrarnos ante el Mundo, como un País libre, pujante, abierto a la concordia, reconciliado y en paz.
Quiera Dios Nuestro Señor que así sea.-
NOTA:
* Las letras en tipografía negrita cursiva pertenecen a la edición del texto para resaltar las partes consideradas de mayor relevancia. En color rojo se resaltan las palabras del Papa Juan Pablo II sobre el terrorismo. En color verde oliva se resaltan las palabras de mayor significación del discurso del General Videla.