La jueza Patricia López Vergara, como subrogante del Juzgado Nº2 del Fuero Contencioso Administrativo porteño, hizo lugar a la medida cautelar solicitada en el marco del amparo contra la Resolución 1252/2012 del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que presentaron la activista lésbica y diputada kirchnerista, María Rachid, y el constitucionalista Andrés Gil Domínguez. Según Rachid esta normativa del gobierno de Macri contiene disposiciones que restringen la práctica del aborto y, por ende, implican una restricción de la libertad y de los derechos de las mujeres. El Procurador General de la Ciudad, Julio Conte Grand, confirmó hoy que el fallo fue apelado.
Básicamente López Vergara suprimió: la intervención de un equipo interdisciplinario, la ratificación del diagnóstico médico por parte del director del hospital, el consentimiento de los padres a partir de los 14 años, el límite gestacional de doce (12) semanas en los casos de violación, la posibilidad de ejercer objeción de conciencia en cada caso (se tiene que declarar anticipadamente).
Dejando de lado las abundantes críticas jurídicas que la sentencia ameritaría, analizamos en este número la matriz ideológica del pronunciamiento de jueza porteña, ya que,independientemente de su contenido estrictamente jurídico, llama profundamente la atención por sus incursiones en la Filosofía del Derecho que resultan, cuanto menos, un tanto curiosas.
Acerca del pronunciamiento de la jueza López Vergara
Por Mario Caponnetto
1. La magistrada sostiene en el punto VI de su fallo: “Quisiera recordar aquí la dificultad que comporta esta decisión cautelar a alcanzar en tanto la cuestión a decidir se encuentra atravesada no sólo por normas vinculantes por nuestro ordenamiento jurídico de la más alta jerarquía, sino que incide fuertemente en la concepción misma que se adopte en torno a la relación entre moral y derecho (el subrayado es nuestro)”. No podemos sino coincidir con la jueza toda vez que, por cierto, la cuestión acerca de las relaciones entre la Moral y el Derecho constituye el eje en torno del que gira la entera problematicidad del Derecho. En realidad, de lo que se trata es de resolver si el Derecho, en tanto técnica o arte, se encuentra o no subalternado a la Ciencia Moral y si, en definitiva, la ley humana se apoya o no en la ley natural. En esto reside, en esencia, el entero cometido de la Filosofía del Derecho.
Pero, a continuación, la jueza López Vergara incurre en esta sorprendente afirmación: “Quienes cultivan emblemáticamente una interdependencia férrea entre ambos, sienten que todo comportamiento inmoral debe ser prohibido también por el brazo secular del derecho. Tal como si acompasaran en simbiosis pecado y delito(el subrayado es nuestro)”. No sabemos a ciencia quienes son los que “emblemáticamente” cultivan “una interdependencia férrea” entre el Derecho y la Moral al extremo de “acompasar”, “en simbiosis”, “pecado y delito” y pretender que “el brazo secular del derecho” prohíba toda conducta inmoral. Si con semejante afirmación la señora jueza ha pretendido caracterizar a toda la tradición del iusnaturalismo sin duda se equivoca de modo asaz grosero. Nos permitimos, con humildad, recomendarle siquiera un somero repaso de los grandes maestros de la tradición jurídica comenzando por Cicerón y, si sus prejuicios laicistas no se lo impiden, al mismo Tomás de Aquino sin olvidar, por cierto, siquiera una rápida ojeada a las Etimologías de San Isidoro de Sevilla. Podrá comprobar, entonces, que jamás, nadie ha pretendido identificar pecado con delito ni mucho menos. El mismo San Isidoro sostiene que: “La ley ha de ser honesta, justa, posible según la naturaleza y según las costumbres del país, proporcionada a los lugares y a los tiempos, necesaria, útil; debe ser también clara, para que no haya engaños ocultos en su oscuridad; ha de estar dictada no para provecho privado, sino para la común utilidad de los ciudadanos [1]”. Fundado precisamente en este texto de Isidoro, Tomás de Aquino rechaza que la ley humana deba prohibir todos los vicios morales, pues, ésta, escribe “está hecha para la multitud de los hombres en la que la mayor parte de ellos son imperfectos en la virtud. Y por eso la ley no prohíbe todos aquellos vicios de los que se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos de los que puede abstenerse la mayoría y que, sobre todo, hacen daño a los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría subsistir, tales como el homicidio, el robo y cosas semejantes [2]”. Y en otra obra ratifica este pensamiento: “La ley humana sólo prohíbe las cosas más nocivas al bien común... y permite pecados de menor importancia, de los que difícilmente se priva la multitud [3]”. Sabias y oportunas advertencias para quienes, malinterpretando la doctrina, siempre sostenida, de que la ley humana deriva a modo de determinación de la ley natural, entienden -como en el caso que nos ocupa- que la ley civil ha de integrar todo el contenido de la ley moral. Hasta aquí la doctrina auténtica de la tradición filosófica en este punto.
2. Más adelante la jueza López Vergara sostiene: “La tolerancia en términos del iluminismo de Voltaire o del liberalismo religioso de Locke es una reliquia que atesoramos tras atravesar cruentas guerras, a veces con el estandarte de banderas confesionales que han desembocado en el aniquilamiento de quienes no pensaban a semejanza de otros”. La visión histórica de la magistrada es más que cuestionable toda vez que el iluminismo volteriano alumbró, entre otras empresas, la Revolución Francesa que no fue, precisamente, un modelo de tolerancia. En cuanto a Locke, recomendamos a la señora jueza actualizar sus lecturas acerca del ilustre empirista. Una hermenéutica más depurada de sus textos permite hoy completar el pensamiento lockeano y establecer que, lejos de negar la ley natural, la tuvo en alta consideración. En efecto, leemos en An Essay Concerning Civil Government: “No discuto yo en este momento si los príncipes están exentos de someterse a las leyes del país; de lo que sí estoy seguro es de que deben obedecer a las leyes de Dios y de la naturaleza. Nadie, ningún poder, puede sustraerse a las obligaciones de esa ley eterna [4]”. En la misma obra se lee también: “Las leyes humanas son medidas tomadas en relación con los hombres cuyas acciones tienen que dirigir; pero son medidas que, a su vez, tienen que ser medidas por ciertas normas superiores, y esas normas son dos, a saber, la ley de Dios y la ley de la Naturaleza. Por eso, las leyes humanas deben acomodarse a las leyes generales de la naturaleza, y no pueden ir contra de ninguna ley positiva de las escrituras. No siendo así, están mal hechas [5]”. Por último nos permitimos transcribir para conocimiento de la jueza López Vergara este significativo texto de A. J. Carlyle: “Es lamentable que muchas personas inteligentes lo consideren como una obra aislada y revolucionaria y no se den cuenta de que el Tratado de Locke es, en primer lugar, una reafirmación de las tradiciones fundamentales de la cultura política de la Edad Media. Se ha subrayado hace mucho tiempo que Locke apela de cuando en cuando a la autoridad de Hooker, y a la verdad lo hace por muchas razones; porque la defensa teórica de la monarquía absoluta se basaba en gran parte en la doctrina del derecho divino, y por tanto era especialmente importante -en aquel momento y en Inglaterra- demostrar que la concepción de la autoridad política de Hooker era muy diferente. Es de lamentar, sin embargo, que no siempre se haya comprendido que Hooker no se limitaba a exponer su propia teoría de la autoridad política, sino que reafirmaba magistralmente las grandes tradiciones de la cultura política de la Edad Media, y que, por tanto, al apelar Locke a Hooker, estaba asegurando la continuidad de la cultura política moderna con la medieval. Esto no quiere decir que la teoría política de Locke coincida en todos sus puntos con la medieval o con la moderna. Sería cierto decir que Locke representa en algunos puntos importantes ese modo de pensar ahistórico de la Edad Media, derivado de los filósofos postaristotélicos a través de los juristas romanos y de los Padres de la Iglesia, y que no desapareció hasta los siglos XVIII y XIX.” [6]
Resulta claro que el pensamiento de Locke es algo más complejo de lo que supone la magistrada porteña.
3. Pero, más allá de estas consideraciones, ¿tiene algún asidero traer a colación toda esta ardua cuestión en un fallo que debe resolver acerca del aborto? ¿Acaso la protección de la vida del que ha de nacer, en tanto bien objetivo y objetivable, guarda alguna relación con las convicciones o creencias religiosas de las personas? Derivar el problema del aborto al ámbito de la conciencia moral personal supone no sólo una peligrosa reducción del ámbito público con la consiguiente sobredimensión indebida de lo privado sino, además, una aviesa tergiversación del verdadero problema en juego. Pues no se trata de asegurar la soberanía del individuo “sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu”, según la sentencia de Stuart Mill citada por la jueza, sino de evitar que muera un tercero absolutamente inocente e indefenso. Nadie puede desconocer, hoy, el hecho insoslayable de que el embrión, aún desde sus más tempranos estadios de organización celular, constituye una realidad distinta del cuerpo de la madre: está en el cuerpo materno pero no es el cuerpo materno. Esta aseveración no es una creencia religiosa; es un hecho de evidencia palmaria. Por tanto la decisión de eliminarlo no constituye una acción moral privada, limitada al sujeto que la realiza, sino una acción que afecta a otro y por eso ingresa, de pleno, en el campo estricto del derecho y de la legislación civil. Es absolutamente ajena a toda la larga tradición médica y jurídica la idea de que el embrión sea una parte del cuerpo materno, al modo de una víscera que pueda ser eliminada cada vez que la totalidad de dicho cuerpo pueda verse amenazada por ella. Esta curiosa novedad -surgida paradójicamente cuando los conocimientos acerca del proceso generativo humano han alcanzado un grado de desarrollo inédito- carece de todo fundamento racional y es sólo un letal artilugio.
Por eso resulta particularmente alarmante el fallo de la jueza López Vergara cuando afirma: “Cercenar obstáculos que entorpezcan el derecho al aborto no puniblepara los supuestos reglados por la legislación penal de fondo conduce, ante la dilación temporal obstaculizante, a obligar a un hacer que es el de la continuación del embarazo y parto. Ello retrotrae a una coerción jurídica, cual servidumbre personal, ya abolida desde la Asamblea del año XIII, en el artículo 15 de la Constitución Nacional (el subrayado es nuestro)”. En primer lugar, la magistrada da por sentado un supuesto “derecho al aborto no punible”. Pero -aún dejando de lado que los incisos 1° y 2° del artículo 86 del Código Penal, son originariamente nulos e inconstitucionales y que, de todas maneras, se encuentran derogados desde 1994- ¿puede, acaso, un delito que en muy acotadas circunstancias la ley eximiría del castigo, transformarse en un derecho? ¿Qué extraña alquimia legal es ésta que hace de un delito no punible un derecho cuyo ejercicio no puede verse cercenado ni limitado? ¿Qué “coerción jurídica” asimilable a una situación de “servidumbre personal, ya abolida desde la Asamblea del Año XIII”, es asegurarse que la ley civil impida un crimen o, en caso de no punibilidad, delimite con la mayor precisión exigible las circunstancias de esa no punibilidad?
No estamos, pues, en presencia de un fallo que resguarde el llamado aborto no punible (dejando de lado su intrínseca ilegitimidad más allá de lo que disponga la ley positiva) sino frente a una consagración jurídica del aborto libre entendido como una acción moral privada reservada a la exclusiva conciencia moral personal y, por ende, fuera de la competencia y del alcance de la ley civil.
Las pretendidas fundamentaciones filosóficas esgrimidas por la magistrada, aparte de ser de suyo una indebida imposición de su propia weltanschaung (para utilizar su misma expresión) tributaria de un férreo relativismo moral y de un radical positivismo jurídico, resultan por completo ajenas al caso objeto del fallo. No eludimos el debate científico y serio acerca de las cuestiones planteadas. En definitiva, ellas están siempre abiertas a la reflexión, al cotejo, a la investigación honesta, a la confrontación, es decir, a todo aquello que constituye la médula de la vida de la inteligencia y que tiene su ámbito propio en los claustros académicos. En la administración de la magistratura, en cambio, lo que ha de priorizarse es, precisamente, la salvaguarda del derecho, que es el objeto de la virtud de la justicia. Es justamente el derecho, fundado para custodiar la vida y los bienes de los hombres, sobre la roca firme de la ley natural y no sobre la voluntad voluble y caprichosa de cada individuo, la verdadera reliquia que se ha de conservar.
Por tanto, si el aborto, que conlleva siempre, indefectiblemente, la muerte de otro, se sustrae al ámbito del Derecho, no habremos asegurado la tolerancia sino consagrado la barbarie.
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[1] Etymologias, L 5, c. 21, ML 82, 203.
[2] Summa Theologiae, I-IIae, q 96, a 2, corpus.
[3] Quodlibeto II, q 5, a 2, ad 2.
[4] John Locke, An Essay Concerning Civil Government, en Two Treatises of Government, Petter Laslett ed., Cambridge University Press, Cambridge, 1970, p. 313.
[5] Ibídem, p. 376. “Cita de Richard Hooker, particularmente significativa para el problema de las relaciones de Locke con la escolástica dado que, literalmente tomada de The Laws of Ecclesiastical Polity, es a su vez (y Hooker así lo aclara), cita textual de Santo Tomás”. Cf. Joaquín Migliori, John Locke y el problema de la ley natural, en Revista Libertas, 32 (mayo 2000) Instituto Universitario ESEADE.
[6] A. J. Carlyle, La Libertad Política (Historia de su concepto en la Edad Media y los tiempos modernos), F.C.E., México, 1942, p. 177.
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NOTIVIDA, Año XII, Nº 869, 14 de noviembre de 2012
Editores: Lic. Mónica del Río y Pbro. Dr. Juan C. Sanahuja
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