Por Juan J. Grinda
El que dice «creer en Dios pero no en la Iglesia», quiere llegar a Dios, por el camino opuesto al que el mismo Dios nos ha abierto. Quiere ir por el camino de la autosuficiencia humana, que sólo lleva a uno mismo; la Iglesia, en cambio nos conduce -- como Madre amorosa y Esposa fiel-- al Padre, haciéndonos hijos de Dios.
«Hay quienes suponen equivocadamente que Cristo puede ser separado de la Iglesia, que es posible que uno dedique su vida entera a Jesucristo sin referencia a la Iglesia. Actuando así olvidan la verdad proclamada por san Pablo en las palabras: La Iglesia es su Cuerpo, y nosotros sus miembros vivos» (Ef 5, 29-30)» (JPII en Australia, 25-XI-86)
«Lo absurdo de esta dicotomía (amar a Cristo sin la Iglesia) se muestra con toda claridad en estas palabras del Evangelio: "el que a vosotros desecha a mí me desecha" (Lc 10, 16). Cómo va a ser posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia, siendo así que el más hermoso testimonio dado en favor de Cristo es el de San Pablo: "amó a la Iglesia y se entregó por ella" (Ef 5, 25)» (Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 16)
A los santos y a los herejes, una diferencia les separa: los santos han obedecido a la Iglesia; los herejes no. Los santos han puesto siempre, por encima de su propio pensar, sentir o desear la autoridad de la Iglesia. En cambio los herejes, por mucho que pensasen, sintiesen o incluso «gustasen» que estaban unidos con Dios, invariablemente han puesto su propio parecer por encima de Dios. Los herejes -- al despreciar a la Iglesia-- han caído en la trampa de que nos libra, precisamente, la primera función maternal de la Iglesia: el peligro de la autosuficiencia humana.
El error de pensar «nada ni nadie por encima de mi propio juicio o parecer», hace inevitable que uno mismo (un hombre y un juicio humano falible) se constituya en máxima autoridad. Ya no habrá fe en Dios, sino sólo confianza absoluta e ilimitada, eso sí en uno mismo; no habrá fe en Dios que «no puede engañarse ni engañarnos» (cfr. Dz. 1789), y sí fe absoluta e ilimitada en el juicio de un hombre, que por cierto puede engañarse y engañarnos (cfr. Dz. 2314).
Pensemos en un imaginario personaje: el profesor Vayliski (espero que nadie se llame así). Nos puede decir Vayliski que «cree en Dios pero no en la Iglesia». Quizás sea confuso lo que nos diga de Dios, pero de una cosa no cabrá la más mínima duda: Vayliski «cree», por encima de todo, a Vayliski y en lo que Vayliski dice. (Creer siempre es creer a alguien y en algo que ese alguien nos dice).
Y esa será la mejor forma de que a los demás --cuando Vayliski piensa que ya se entiende directamente con Dios y nos está haciendo a los humanos el inmenso favor de escuchar a Dios sin mediador alguno-- nos llegue, obviamente, no la voz de Dios, sino la voz de Vayliski.
¡Inmensa tragedia la de Vayliski !. Se ha convertido el pobre Vayliski, cuando puede pensar que su fe es la más pura, fiducial o liberada que imaginarse pueda en, de una parte, el ser más mediatizado que se conoce: el que queda prisionero y esclavo de su propio juicio, e, incluso, de sus propias debilidades psicológicas; y, de otra, en un verdadero intermediario maligno (aún a su pesar) entre Dios y los hombres, porque al escuchar mucho la propia voz de Vayliski, en vez de la de Dios «creerán» en Vayliski e irán a donde Vayliski vaya, pero, quizás no a donde Dios quiere que vayamos los hombres: hacia Él que es la Vida Eterna.
LA AUTOSUFICIENCIA DE VAYLISKI
Cuando uno mismo es y se hace a sí mismo por la autosuficiencia, maligno intermediario es cuando más se suelen ver intermediarios malévolos --que no lo son-- por todas partes: Sacramentos, Mandamientos, obediencia al Papa y a los Obispos en comunión con él, amor a la Virgen... medios todos ellos magníficos y soberanos para precisamente, ir matando, poco a poco y con perseverancia a ese maligno intermediario que, todos por la soberbia, tenemos dentro de nosotros mismos.
Le ocurre a Vayliski -en un plano distinto- lo que le sucedió realmente, a un sabio profesor de microbiología algo posterior a los tiempos de Koch (famoso descubridor del bacilo que lleva su nombre). Veía, aquél sabio profesor, tuberculosis por todas partes y había presentado a diversas Academias los más variados estudios y extensos ensayos sobre el famoso bacilo. Su fama y autoridad fue creciendo hasta que, un triste día, se eclipsó: el día que descubrió que el tuberculoso era él. En tanto tiempo no había hecho otra cosa que ver, en sus contaminadas preparaciones microscópicas, su propios bacilos. (Y, quizás, contagiar o ver a muchos enfermos que no lo eran).
¡La Iglesia por encima de Dios!: han dicho falsamente algunos, probablemente autsuficientes. La Iglesia, habrá que repetir con paciencia infinita, no está por encima de Dios sino al servicio de Dios y de los hombres. Sirve de puente de unión, tanto entre Dios y los hombres como entre éstos y Dios, que es lo propio de un buen mediador.
La Iglesia sí está por encima del propio juicio de Vayliski, pero no de Dios. Comprendemos, sin embargo, que cuando Vayliski se piensa igual a Dios, se le pueda ocurrir que, al estar la Iglesia por encima de él, esté por encima de «dios».
¡La Iglesia por encima de Mi! es lo que realmente, debería decir y dice --escandalizado-- quien piensa que su Mi es un absoluto. Y es curioso observar cómo --lo que para los herejes es un escándalo-- para los santos, que han tenido la sabiduría de escribir su «mi» con minúsculas y por eso han llegado a ser, de verdad, grandes, es el mayor motivo de alegría y agradecimiento. Sabían muy bien que poniendo su propio juicio por debajo de la autoridad de la Iglesia no se engañarían jamás ni engañarían a los demás. Han sabido ver lo que hay debajo de ese dar un valor absoluto e ilimitado al propio juicio: la pretensión, tan vieja como el pecado original, de hacer «divino» mi propio juicio. En esa trampa han caído todos los herejes. Trampa que han esquivado los santos no poniendo su propio juicio y parecer por encima de todo, gracias a que ahí estaba la Iglesia, para poner el propio juicio bajo su autoridad. Han atinado, por su humildad, a ejercer esa función vital tan importante de obedecer a la Iglesia. ¿Y acaso se podría obedecer a la Iglesia si la Iglesia no existiese?
No se podría. El demonio debe saber lo que Vayliski, o el que dice «creer en Dios pero no en la lglesia», ignora.
OBEDECER A LA IGLESIA ES ESCUCHAR Y OBEDECER A DIOS
Gracias a la mediación de la Iglesia, al obedecerla, evitamos ese gran escollo de poner nuestro propio juicio por encima de todo; pero no estriba sólo en apartarnos de ese gran peligro su mediación maternal. Lo más importante de obedecer a la Iglesia es que, al obedecerla a Ella, estamos completamente seguros de obedecer a Dios de verdad, de escuchar a Dios de verdad, de escuchar a Dios que nos comunica, entonces sí, su Verdad y nos da esa participación en la misma Vida divina (la vida de la gracia) que Dios ha querido dejar en su Iglesia y dárnosla en Ella.
Al poner nuestro propio juicio bajo la autoridad de la Iglesia estamos poniendo, de modo inequívoco, nuestro propio juicio «debajo» de Dios, ya que, como se dice en la constitución Dei Verbum (n. 10) del Concilio Vaticano II, «la autoridad de la Iglesia se ejerce en nombre de Jesucristo»: no es una autoridad cualquiera a la que obedecemos al obedecer a la Iglesia; es la misma autoridad de Dios hecho hombre: «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, escrita o transmitida, ha sido confiado tan sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo».
La Iglesia ejerce su Autoridad en nombre de Jesucristo, cómo su Divino Maestro pudo decir: «no hablo nada por mi propia cuenta, sino lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo» (Juan 8, 28). Y así como oír a Jesucristo es oír al Padre («Felipe, el que me ha visto a mi ha visto al Padre», Juan 14, 9), oír a la Iglesia («quién a vosotros oye, a mi me oye», Lucas 10, 16), es oír a Jesucristo --«único mediador entre Dios y a los hombres» (I Tim, 2, 5)-- Fundador de la Iglesia (Mat 16, 18) y que estará con su Iglesia hasta el fin de los tiempos («Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos», Mat 28, 20).
PALABRAS HUMANAS CON AUTORIDAD DIVINA
Las palabras de la Iglesia son palabras humanas en atención a nuestra naturaleza humana, ya que -- como dice San Pablo-- «fides ex auditu»: «¿Cómo invocarán a aquél en quién no han creído? Y ¿cómo creerán sin haber oído de El? Y ¿cómo oirán si nadie les predica? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?... Luego la fe viene de la audición, y la audición por la palabra de Cristo» (Rom 10, 14-17).
Pero son palabras humanas -- las de la Iglesia-- , dichas con autoridad divina; cómo también las palabras humanas de Jesucristo que oían sus contemporáneos en Palestina eran bien claras e inequívocas pero, los fariseos, por ejemplo, lo que rechazaban era la autoridad divina de esas palabras humanas. El «escándalo» de Jesucristo es el mismo ""escándalo"" de la Iglesia, ayer, hoy y siempre.
El número 10 de la Constitución antes citada del Vaticano II, Dei Verbum, no teme ese «escándalo» cuando, a continuación del párrafo citado anteriormente añade: «Magisterio que evidentemente no está por encima de la palabra de Dios, sino que sirve a ella, enseñando tan sólo lo que ha sido transmitido, puesto que, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo oye con piedad, lo guarda santamente y lo expone con fidelidad; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad que, revelada por Dios, ha de ser creída».
Para que nos llegue de verdad la palabra de Dios, su propia voz, no la nuestra o la de Vayliski , es de todo punto indispensable que nos llegue con fidelidad y eso sólo es posible por la asistencia divina que el mismo Dios da a su Iglesia haciéndola participar de su misma autoridad para que proponga y explique, sin alteración falible humana, la Verdad divina.
FALSA DISYUNTIVA: DIOS O LA IGLESIA
Sin la mediación de la Iglesia se interpondrá nuestra propia autosuficiencia entre Dios y nosotros como un gran obstáculo y no habrá nada de sobrenatural.
San Juan de la Cruz nos da en una sola frase todo un curso acerca de lo sobrenatural: «Porque sobrenatural eso quiere decir, que sube sobre lo natura/; luego el natural abajo queda» (Subida al Monte Carmelo, 2, 4). Cuando, por la soberbia, nada hay ni puede haber por encima de mi propio juicio (por encima de mi natural) nada puede haber, obviamente, por encima y «sobre» mi natural; esto es: nada de sobre-natural.
Cuando «mi natural abajo queda», por la obediencia a la Iglesia, nunca mis propios pensamientos, gustos o sentimientos podrán gastarme la pesada tragedia de que, por la soberbia, yo obedezca a mi natural, en vez de a Dios: que haga mi voluntad en vez de la Voluntad de Dios.
La obediencia a la Iglesia es también un criterio esencial, como remarcan por igual San Juan de la Cruz, Santa Teresa y tantos más, para distinguir a la verdadera mística de la falsa.
Qué lejos estaba Lutero de pensar -- el que tanto despotricaba de la razón humana-- que su famosa fe fiducial más que fe en Dios, era, más bien, la confianza absoluta e ilimitada que Lutero tenía en su «natural» --en la propia inteligencia y subjetividad humana de Martín Lutero--. Rousseau se quejaba: «Hombres, siempre hombres entre Dios y yo». No se daba cuenta de que la Iglesia está precisamente para que entre Dios y Rousseau no se interponga, malévolamente, un hombre: el propio Juan Jacobo. Y para que el demonio no abra «su puerta» a través de la soberbia humana: «¡Con qué infame lucidez arguye Satanás contra nuestra Fe Católica! Pero, digámosle siempre, sin entrar en discusiones: yo soy hijo de la Iglesia» (Camino, n. 576).
Yo pediría, para terminar, a Vayliski, que respete mi opción y mi libertad: prefiero obedecer a la Iglesia que obedecerle --con todo respeto también-- a él. (Algo difícil para Vayliski, porque cuando alguien hace de su propio juicio un valor absoluto tiende enseguida a convertirse en un tirano). Obedeciendo a la Iglesia estoy bien seguro de no seguir a otro hombre --aunque se llame Vayliski-- ni a mí mismo que podría ser --si Dios no ayudase-- el mismísimo Vayliski.
Pero Dios nos ayuda y, por eso, nos ha dado su Iglesia. Sobre todo para otra función que escapa ya a estas líneas: para que, a través de Ella y con la fidelidad a su doctrina, a sus sacramentos y a sus Mandamientos podamos los hombres identificarnos con el Sacrificio Redentor de Jesucristo; para que podamos ser, entre los hombres, lo que los cristianos debemos ser: «Cristo que pasa» usando el título de la conocida obra de Homilías del Fundador del Opus Dei.-
Juan J. GRINDA - ESCRITOS ARVO. N° 60