Por Antonio Caponnetto
“Amar a una persona es sentir que se le dice: tú no morirás.”
¿Puede morir la patria como mueren los hombres,
en la noche de un día, en la siesta de un alba;
puede finar enferma, con las vísceras rotas
y el crujir de sus huesos partidos a mansalva?
¿Puede morir la patria decrépita, sin pulso,
el semblante sin rasgos de su estampa primera,
puede marcharse a grupas de aflicciones y llagas
como en un redomón que cruzó la tranquera?
¿Se nos ha muerto acaso de previsibles males
—por funeral apenas el cimbrar de un laúd—
o acabó fusilada con la venda en los ojos
en un lampo de sangre por los pagos del sud?
No sabré si es respuesta ver la piedra del Ande,
los viñedos, las dunas, el jarillal nevado,
las tejas y los talas compitiendo en la altura,
la calandria en su horqueta de pasto arrebolado.
No sabré si es respuesta tampoco aquel jinete,
domador del rocío sin buscar recompensa,
las millares de voces que aún cantan nuestras marchas,
esa ochava en San Telmo, por la calle Defensa.
Nunca sabré siquiera si es respuesta el acervo
de frailes y de fieles desgranando latines,
los libros que escribimos, la palabra empeñada,
las familias nutridas de cunas y maitines.
Nada sé si es respuesta, pero sé que estas cosas
están vivas, subsisten, residen, permanecen;
y estas cosas son patria, son la patria de siempre,
empeñada en quedarse cuando todos fenecen.
Son ónticas presencias que vencen el derrumbe,
son materia y son forma de argentinas aldeas,
el tiempo y el espacio del pequeño rebaño
mientras lleguen los cielos junto a las tierras nuevas.
La Ciudad será salva si algún justo la habita,
si el Ángel que la abraza no rinde su ballesta,
o un abril imprevisto nos cubra de banderas
la semántica antigua de la palabra gesta.
Pero si ha muerto y dicen, de muerte irreversible,
en la conjura roja del odio y la vesania,
te pedimos Dios Nuestro que nos la resucites
como hiciste hace siglos, una tarde, en Betania.
o acabó fusilada con la venda en los ojos
en un lampo de sangre por los pagos del sud?
No sabré si es respuesta ver la piedra del Ande,
los viñedos, las dunas, el jarillal nevado,
las tejas y los talas compitiendo en la altura,
la calandria en su horqueta de pasto arrebolado.
No sabré si es respuesta tampoco aquel jinete,
domador del rocío sin buscar recompensa,
las millares de voces que aún cantan nuestras marchas,
esa ochava en San Telmo, por la calle Defensa.
Nunca sabré siquiera si es respuesta el acervo
de frailes y de fieles desgranando latines,
los libros que escribimos, la palabra empeñada,
las familias nutridas de cunas y maitines.
Nada sé si es respuesta, pero sé que estas cosas
están vivas, subsisten, residen, permanecen;
y estas cosas son patria, son la patria de siempre,
empeñada en quedarse cuando todos fenecen.
Son ónticas presencias que vencen el derrumbe,
son materia y son forma de argentinas aldeas,
el tiempo y el espacio del pequeño rebaño
mientras lleguen los cielos junto a las tierras nuevas.
La Ciudad será salva si algún justo la habita,
si el Ángel que la abraza no rinde su ballesta,
o un abril imprevisto nos cubra de banderas
la semántica antigua de la palabra gesta.
Pero si ha muerto y dicen, de muerte irreversible,
en la conjura roja del odio y la vesania,
te pedimos Dios Nuestro que nos la resucites
como hiciste hace siglos, una tarde, en Betania.