Por Antonio Caponnetto
No sabemos a ciencia cierta si las actuales controversias
sobre Malvinas responden al calculado montaje político del Gobierno para
desviar la atención de una ciudadanía cada vez más castigada por los
desaciertos cometidos, principalmente en los ámbitos de la seguridad pública y
del bienestar económico. Sabemos sí, que no
gobiernan políticos que delinquen, sino delincuentes dedicados a la política. Crápulas dispuestos a las peores
acciones con tal de conservar e incrementar el poder. En tal sentido, nada
podría sorprendernos que se manipulara una gran causa nacional con fines
facciosos. Específicamente, que el kirchnerismo quisiera fraguar un 2 de abril
democrático y pacifista, para eclipsar toda memoria del originario, cuyo perfil
bélico y épico le repugna, según declara la presidenta, con insistente y
apátrida frecuencia.
Sean cuales fueren las motivaciones
reales u oscuras de esta trama, algunas aclaraciones se imponen, y no debemos
callarlas.
Por lo pronto, que la versión oficial
del 2 de abril de 1982 –cuya principal exponente es la misma Cristina Fernández de Kirchner- es una
mentira escandalosa, funcional en todas sus partes a los intereses británicos.
Si nuestra guerra justa no fue tal sino una prolongación del supuesto genocidio
castrense; si no debe llamarse al hecho gloriosa reconquista sino invasión bajo
los efectos de una borrachera; si el gesto recuperador careció de todo apoyo
popular y sólo mediante el engaño de los medios se logró la masiva adhesión
social; si nuestra Patria es tan poca cosa como para confundir la realidad de
su soberanía con la ficción mediática; si nuestro honor recuperado con sangre
sólo fue un espejismo de las corporaciones periodísticas; si el único saldo de
la honrosa contienda fueron más de cuatrocientos suicidios y una larga tanda de
locos para los cuales el Estado dispone la creación de un hospital de salud
mental, y si gracias a la rendición del 14 de junio tenemos plenitud
democrática, no se necesita de Inglaterra para hundirnos en el oprobio. El
enemigo ya tiene aquí su sirvienta y su fámula. Ya tiene quien le elabore la
pieza del relato nativo que se acople exactamente al discurso de la Corona. Fregatriz tan dócil y atenta que aprendió a incorporar modismos ingleses
a su verba tilinga, cada vez más reñida con la sintaxis y concorde con la
histeria.
Cabe decir, en segundo lugar, que esta
argumentación funcional al aparato británico, desplegada públicamente el pasado
7 de febrero desde la Casa
de Gobierno, en el acto de firma del Decreto
de Desclasificación del Informe Rattenbach, se completa con un razonamiento vil,
cuya nocividad ya quedó probada en la historia argentina. Según el mismo, una
guerra librada contra el extranjero bajo una dictadura, carece de legitimidad y
de justicia. Sin la soberanía popular y la democracia –dice textualmente
Cristina- no puede haber ningún otro gesto de soberanía. Amparados en esta
turbia ficción liberal, los unitarios cometieron la felonía de desacreditar las
contiendas internacionales de Rosas, y la traición de aliarse activamente con
la extranjería. Para aquellos descastados ideólogos iluministas, como para la
presidenta, “ningún acto de la dictadura podía ser revalorizado ni
relegitimado”.
Agravia, pues, la lógica y la recta
inteligencia del pasado nacional, que la viuda de Kirchner se haya permitido
citar en abono de su postura a los reconquistadores de 1806 y 1807, al gaucho
Antonio Rivero y al mismísimo Don Juan Manuel de Rosas. Ninguno de estos tres
protagonismos soberanos sucedió bajo regímenes democráticos. Como tampoco
tenían el amparo de la impostura rusoniana ninguno de los grandes caudillos que
libraron nuestras batallas decisivas por la soberanía política. La posición del
gobierno no es ideológicamente solidaria con ninguno de estos actos heroicos
del pasado. Su antecedente luctuoso hay que buscarlo en la traición del partido
unitario. Cristina más la partidocracia –con sus obras tanto como con sus
ideas- cumplieron en 1982, y cumplen ahora, el mismo y trágico y siniestro
papel que cumplieron “los auxiliares”, como eufemísticamente llamaba el
Imperialismo a los traidores locales, cuando quiso llevarse por delante a la
Confederación Argentina.
Lo tercero por decir es que el Gral. Benjamín Rattenbach, tenido ahora por “orgullo
de los argentinos y un verdadero hijo del ejército sanmartiniano”, según
cristínicas palabras, fue el prototipo del milico liberal y masón, la
encarnadura de la línea Mayo-Caseros, y un protagónico cuadro antiperonista
desde antes de 1955 y en adelante, lo que se supone que debería inhibir a la
presidenta de prodigarle tamaño elogio. Quedará para el repertorio de
incompetencias de esta mujer obtusa, ignorante y pretenciosa, la ridiculez de
haber ponderado a quien en 1963 firmó el Decreto 2712 que proscribió al
peronismo, a quien en el 5 de noviembre de 1975 pidió la renuncia presidencial
de Isabel Martínez, “primero por su sexo, segundo por su sistema nervioso
delicado, y tercero, por su limitada capacidad para desempeñarse con eficiencia
en dicho cargo en momentos tan difíciles”. Pero hay algo mucho más grave aún.
Ya en el año 1966, desde las páginas de Combate (Buenos Aires, n. 137, p.3), Jordán Bruno Genta protestaba la
peligrosidad ideológica de Rattenbach, con ocasión de la salida de su obra El sector militar de la sociedad (Buenos Aires, Círculo Militar, 1955,156
ps). Libro imbuido del positivismo más craso y de materialismo alberdiano, de
haberse guiado por sus enseñanzas -según las cuales, actos castrenses como
matar y morir están reñidos con la ética- nuestros hombres de armas no deberían
siquiera haberse planteado la licitud de la reconquista militar del territorio
malvinero. Con anterioridad había publicado otro libelo, Sociología Militar (Buenos Aires, Librería Perlado,
1958, 158 ps), en el que propone la superación del nacionalismo, que “hoy suele
ser rotulado de fascismo y de nazismo”, sustituyéndolo por un “sentimiento
supranacional”, en nombre del cual, “si el propio pueblo lo admite”, deberá
“admitir el comando de jefes de otras naciones, lucha en lejanos continentes,
defender objetivos aparentemente extraños a los intereses del propio país [..].
La Sociología Militar tendrá que evolucionar en el mismo sentido, teniendo en
cuenta estas modernas concepciones internacionales” (p.140-141).
Este es el caballero sanmartiniano tomado como emblema de
malvinización por el kirchnerismo: alguien para quien se inventó el
despreciativo neologismo de gorila,
y que con mayor precisión terminológica podríamos llamar simplemente un cipayo.
En cuanto al Informe que lleva su nombre –y que hoy se
reflota, bajo la triple necedad de creerlo una novedad, de convocar al hijo del
autor para que integre la Comisión
Desclasificatoria, y de
entregárselo en bandeja al enemigo para que compruebe nuestra presunta ineptitud
militar y el merecido castigo del 14 de junio- también supimos expedirnos
oportunamente. En el nº 71, de la segunda época de Cabildo, del 9 de diciembre de
1983, páginas 9 y 10, decíamos lo siguiente: “Este Informe recorta la realidad,
minimiza los objetivos, cuestiona las intenciones y enloda a todos”. Se trata
de “un alegato contra la empresa misma de recuperación de las Malvinas, una
velada condena de la guerra, un verdadero escrito acusatorio [...]. Es el
triunfo de la clase política que nunca se solidarizó con la causa de las
Malvinas [...], y aún hace algo peor: confunde la legitimidad de la guerra con
su conducción, y la inspiración histórica con la intencionalidad del momento [...].Toda
esa hermosa página [de heroísmo, de dignidad, de efervescencia nacionalista, de
sentido religioso de la existencia] que se escribió entonces [durante la
guerra], se la ensucia ahora, se la oculta o se la disimula, se pretende que se
la olvide”.
Pero esto, lo reiteramos subrayándolo, es exactamente lo
que necesita Inglaterra. Lo que necesita, exige y reclama. Una agente del
Imperio que, treinta años después de la honrosísima Gesta de Abril, declame
combatir por las Malvinas, con el Informe Rattenbach, con la mentalidad de los
unitarios, con citas de John Lennon,
con los militares del Cemida, con el ejemplo de un general repugnantemente
liberal, con un hebreo errante de canciller, con jóvenes camporistas dispuestos
a morir en acto de servicio a Onán, con obispos como Arancedo que la felicitan
por “la sensatez y la moderación”.
Esto es, en efecto, lo que el usurpador necesita. Una
mujeruca que confiese expresamente como un orgullo, no haber ido “a la plaza de
su pueblo, en Río Gallegos, el 2 de mayo [sic], cuando sí fueron muchos
habitantes de mi ciudad”. Que mientras el adversario despliega su potencia
insolente, declare que “no nos atraen los juegos de las armas ni las guerras”
(excepto los de los guerrilleros marxistas que ahora la secundan en el poder),
que abomine de “los uniformes y de los trofeos de guerra”, que ordene retirar
el cuadro del Capitán Giachino por
represor, que mantenga ignominiosamente en cautiverio a muchos héroes de la
epopeya del Atlántico Sur, y que permita los pingües negociados de la piratería
financiera, actuando siempre impunemente a lo largo y a lo ancho de la
geografía patria.
Una fregona de Buckingham. Eso precisa Londres. Eso es Elizabet Wilhelm.
La Argentina, entretanto, y lo
decimos quienes desde hace treinta años denunciamos el inicuo plan de
desmalvinización que empezara con el mismo Proceso, necesita que cada día de su
calendario sea un perpetuo y luminoso 2 de abril, y cada rincón de su espacio
un inexpugnable y amurallado Puerto Argentino.