20.06.2009
Ante las elecciones del domingo 28 de junio, diferentes autoridades eclesiásticas han hablado del modo de participación de los católicos en el sistema político vigente. También desde los púlpitos –éste mismo sábado por la tarde, por ejemplo– se ha hablado del tema. De las mismas, algunas de ellas tomaron estado público, otras no, pero la más significativa tal vez sea la emitida el pasado domingo 14 de junio, por Monseñor Francisco Polti, en su homilía de Corpus Christi,celebrada en la catedral Nuestra Señora del Carmen –Santiago del Estero–, quien dijo algunas cosas que merecen ser analizadas con detenimiento (AICA):
“Todos los bautizados católicos, al participar de las elecciones como verdaderos ciudadanos comprometidos con nuestra patria, sabemos muy bien que hay valores fundamentales que no son negociables. Me parece oportuno hoy recordarlos para tenerlos en cuenta a la hora de elegir a los futuros legisladores: el respeto y la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas”.
No hay duda de que todas las cuestiones que se proponen como criterios “para elegir legisladores” son loables: respeto de la vida del nonato y de la sexualidad tal como Dios la creó, integridad de la institución familiar, libertad de educación de los hijos, bien común. Pero este no es el punto en discusión. Los católicos ya sabemos –o deberíamos saber– que todo eso está muy bien. Lo que verdaderamente nos preguntamos es si este buen propósito tal como está planteado es conducente. A tal fin escribimos estas líneas, pues –por las razones que se verán a continuación– creemos que el mismo planteo es gravemente erróneo y conduce precisamente a afianzar los males que se pretenden evitar.
Ningún partido político está dispuesto a una defensa hasta las últimas consecuencias de todos estos principios. Ninguno. No hablemos ya del PRO, del Frente para la Victoria, de la Coalición Cívica o de los demás partidos políticos, particularmente los de izquierda. Esos están descartados de antemano; por su historia, por su prontuario, por toda la recolección de indignidades que jurídica y legalmente han perpetrado.
Pero lo peor es que tampoco ningún partido político –por más católico que fuera– puede defender integralmente estas verdades.
Y esta imposibilidad no es pasajera, no es una imposibilidad accidental, no es un problema que hoy existe pero mañana podría desaparecer. No, al contrario: Es un obstáculo insalvable.
¿Cuál es ese obstáculo? El obstáculo es el principio mismo de la democracia, que no es otro –veamos si no el artículo 37 de nuestra tan loada Constitución– que la soberanía popular. Dice el estatuto liberal:
“Esta Constitución garantiza el pleno ejercicio de los derechos políticos, con arreglo al principio de la soberanía popular y de las leyes que se dicten en consecuencia. El sufragio es universal, igual, secreto y obligatorio”.
En virtud de este principio, la decisión última que abre la puerta a una ley inicua o se la cierra, es la cifra. El número. No las razones, no los argumentos, no la verdad, no el orden ni el derecho. Sólo los números. Por eso, por más que un partido político católico vote en contra de una ley inicua, es evidente que no hace todo lo que está a su alcance para evitar este mal. Y no lo hace porque su reacción ante esta abominación no puede ser sino limitada; se mueve dentro de los cánones del principio de la mayoría, de la legalidad –aunque ilegítima–; se arriesga a perder y, finalmente, termina perdiendo siempre, aceptando el remate de principios y cuestiones morales objetivas. Lo primero que debe decirse es que estamos obligados a impugnar de raíz un sistema que descansa únicamente en la voluntad popular, en las mayorías.
Por eso es que desconciertan, si no entristecen, las ingenuas apelaciones de Monseñor Polti. Una ingenuidad paralizante que acaba en la esterilidad apostólica: Lo que nos está diciendo es, en la práctica, que debemos apoyar el sistema que hace posibles y realiza semejantes iniquidades.
Dolorosa realidad: Los partidos mayoritarios no defenderán –teniendo la fuerza para hacerlo– las cuestiones de orden natural, y los partidos católicos no sólo no tienen la fuerza de la mayoría para defender estas cuestiones, sino que, sobre todo y principalmente, aceptan rifar la verdad en un plebiscito.
Al ir a un plebiscito, aceptan –por más que en su foro íntimo no lo juzguen así– la decisión que saldrá de las urnas. No pueden invocar algo “más allá” de la mayoría, algo “allende” la voluntad popular; no pueden apelar a una legitimidad por encima de la legalidad. No pueden negarle públicamente a las personas su “derecho”, su falso derecho, a llevar al poder a un partido pro abortista, o que por lo menos no tenga una postura claramente antiabortista. No: Los partidos tienen que aceptar, les guste o no, la decisión de las urnas. Por eso, aunque intenten que se los vote con el pretendido fin de defender el orden natural –el sobrenatural conviene no mencionarlo, ya que han abandonado las luminosas enseñanzas del Reinado Social de Cristo, dejando entre paréntesis la Gracia–, ya han perdido de antemano.
El sistema democrático hace posible que una decisión mayoritaria, aunque injusta e inmoral, se convierta en ley.
Hans Kelsen, el famoso jurista judío austríaco, paradigma del positivismo en el siglo XX, vio con toda claridad esta irreductibilidad de alternativas al afirmar, y con razón, que existe una particular filosofía que está detrás del sistema democrático. Y que esa filosofía, que es su fundamento, no puede cambiar sin que ipso facto el sistema mismo deje de ser lo que es. De ahí que haya escrito en su libro Esencia y valor de la democracia, una frase de plena vigencia:
“en efecto, si se cree en la existencia de lo absoluto –de lo absolutamente bueno, en primer término–, ¿puede haber nada más absurdo que provocar una votación para que decida la mayoría sobre ese absoluto en que se cree?”
Los católicos, pues, entramos en una permanente contradicción, en una insalvable aporía, si pretendemos defender la verdad en un régimen al que le resulta indiferente la verdad, o que la somete al veredicto mayoritario.
En efecto, es en el mismo punto de partida en que debemos situar la problemática, y así lo hace el mismísimo Kelsen:
“La cuestión decisiva es si se cree en un valor y, consiguientemente, en una verdad y una realidad absolutas, o si se piensa que al conocimiento humano no son accesibles más que valores, verdades y realidades relativas. La creencia en lo absoluto, tan hondamente arraigada en el corazón humano, es el supuesto de la concepción metafísica del mundo. Pero si el entendimiento niega este supuesto, si se piensa que el valor y la realidad son cosas relativas y que, por tanto, han de hallarse dispuestas en todo momento a retirarse y dejar el puesto a otras igualmente legitimas, la conclusión lógica es el criticismo, el positivismo y el empirismo…”.
El positivista austríaco reconoce y admite la filiación filosófica-política entre el sistema democrático y las corrientes mencionadas. No hay, pues, un indiferentismo axiológico. No hay una absurda creencia en que de cualquier principio puede derivar cualquier conclusión. No hay tampoco un engaño respecto de lo que puede y no puede dar la democracia.
Con sentido ponderativo, por supuesto, pero facilitando la comprensión de los términos, Kelsen nos remite a los pensadores que han defendido la democracia y, además, a los que la han rechazado:
“En efecto, todos los grandes metafísicos se han decidido por la autocracia y contra la democracia; y los filósofos que han hablado la palabra de la democracia, se han inclinado casi siempre al relativismo empírico”.
Por su parte, Kelsen entiende por autocracia todo gobierno que reconozca la primacía de una verdad absoluta, independiente de las subjetividades humanas. La cita continúa y es esclarecedora:
“Así vemos en la Antigüedad a los sofistas que, apoyados en los progresos de las ciencias empíricas de la Naturaleza, unieron una filosofía radicalmente relativista en el dominio de la ciencia social con una mentalidad democrática. El fundador de la sofística, Protágoras, enseña que el hombre es la medida de todas las cosas, y su poeta Eurípides ensalza la democracia y la paz”.
Pero veamos ahora a los tradicionales enemigos de la democracia. Tal vez nos ayude a tomar partido respecto de ella:
“A su vez, Platón, en quien renace la metafísica religiosa contra el racionalismo de la ilustración, declarando contra Protágoras que la medida de todas las cosas es Dios, es el mayor enemigo de la democracia y un admirador y aún propugnado del a dictadura.
En la Edad Media, la metafísica del Cristianismo va unida, naturalmente, a la convicción de que la mejor forma política es la Monarquía, como imagen del gobierno divino del universo. Santo Tomás constituye un testimonio culminante en este sentido”.
Y llegado aquí, uno no sabe cómo agradecerle a Kelsen su ponderación por la democracia, ponderación que pone sobre el tapete sus ineludibles fundamentos, destruyendo de raíz el sofisma del indiferentismo axiológico, que pretende –para hablar en criollo– que un olmo produzca peras.
La democracia, nos enseña el hebreo austríaco, sólo puede tener lugar cuando la razón natural y las verdades absolutas están oscurecidas y relegadas al terreno de lo abstracto, de lo imposible, de lo ficticio, de lo irresoluble. Cuando el ocaso de la razón es un hecho, entonces se alza el sistema que pone como categoría fundamental al número, razón por la cual Kelsen admite y confiesa lo siguiente:
“si se declara que la verdad y los valores absolutos son inaccesibles al conocimiento humano, ha de considerarse posible al menos no sólo la propia opinión sino también la ajena y aún la contraria. Por eso, la concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo”
La claridad de este enemigo del orden natural –recordemos su procedencia del positivismo jurídico– es admirable. Ha de considerarse posible al menos no sólo la propia opinión sino también la ajena y aún la contraria, ha dicho el escéptico. Y sabe lo que dice. Traduzcámoslo a la Argentina de hoy y veremos en qué trampa caemos los católicos cuando pretendemos defender la verdad en el sistema democrático.
Si “ha de considerarse posible al menos” no sólo la propia opinión, pongamos, para aclarar, el ejemplo del aborto. Una vez que entramos en Democracia, no nos queda otra salida que aceptar como posible que un partido se presente como partidario del crimen silencioso. Debemos admitirlo, so pena de ser excluidos del redil bienpensante. Y, por ello, con lógica democrática, no podemos negarle derecho a existir a esa posición.
Ahora bien, si no podemos negarle derecho a existir, estamos nivelando a la verdad con el error, a lo bueno con lo malo, a la realidad con la mentira, a la vida hecha a imagen y semejanza de Dios con el asesinato de un niño inocente. Todo eso estamos admitiendo si entramos en el sistema. Estamos nivelando el asesinato abominable, el derramamiento de sangre inocente que clama al cielo por justicia, con el derecho del niño a nacer, como si fueran ambas posiciones igualmente admisibles.
Intentar ganarles dentro del mismo sistema, ingresando en él, termina consolidando la injusta legalidad que permite estas inmoralidades y atrocidades. Cada vez que perdamos una elección, estaremos obligados en virtud del principio democrático a admitir como válida la postura pro abortista. De nada servirá la apelación al derecho natural, a los principios no negociables, porque su mención no podrá pasar de un intento puramente verbal, en el contexto de un sistema que se desentiende por principio de la verdad y del bien objetivos. Porque si la norma fundamental del sistema es distinta y aún opuesta al derecho natural –y en efecto, lo es–, es evidente entonces que la ultima ratio de las decisiones no es la Verdad, no es la realidad, sino el número, la mayoría.
Y este nivelar la verdad con el error no es, como puede pensarse, algo accidental al sistema. Es de su misma esencia. Porque esta nivelación de la verdad con el error, está fundada en la reducción de todo lo que se discute a su condición numérica. No puede eludirse esto ni puede afectarse que se desconocen estas conclusiones. Si el escepticismo y el relativismo mandan, como admite con honestidad intelectual Kelsen, entonces ninguna opinión es más verdadera que otra. Ninguna opinión es más falsa que otra. Sólo queda guiarse por la mayoría: Todo es lo mismo.
“La democracia concede igual estima a la voluntad política de cada uno, porque todas las opiniones y doctrinas políticas son iguales para ella, por lo cual les concede idéntica posibilidad de manifestarse y de conquistar las inteligencias y voluntades humanas en régimen de libre concurrencia. Tal es la razón del carácter democrático del procedimiento dialéctico de la discusión, con el que funcionan los Parlamentos y Asambleas populares”
Lo dice Kelsen, nada menos que en un libro que lleva por nombre Esencia y valor de la democracia. Por eso, invirtiendo su valoración, lo que debe hacer el católico que realmente quiera defender “la vida desde la concepción”, “el derecho a la educación de los hijos”, “el bien común”, “el matrimonio”, es en primer lugar rechazar de plano el sistema político que hace posible la legalización del aborto, que hace posible el totalitarismo educativo, que hace imposible el ordenamiento al bien común, que hizo posible la ley del divorcio. Si observamos bien, todas, absolutamente todas, leyes injustas y abominables que han alcanzado su promulgación por la vía del sufragio. Han ingresado por medio del voto. Han sido sancionadas a través de la voluntad de la mayoría.
Estas leyes inicuas no fueron sancionadas a pesar de vivir en Democracia.
Fueron sancionadas porque vivimos en Democracia.
He ahí el enemigo: El sistema que difunde la pérfida noción de que todo es lo mismo, la verdad, el error, el bien, lo malo, la belleza, la fealdad.
Por eso es que la participación de los católicos en la democracia no es ni puede dejar de ser un callejón sin salida, una trampa que se arroja a los buenos católicos para que, sin advertirlo, colaboren en la tarea de la confusión de las inteligencias. Rechacemos de plano la mentalidad democrática, niveladora de la luz y de las tinieblas. Y, nuevamente, rechacémosla por aquello que el ya citado Kelsen reconoce sin quererlo: Su culpabilidad en el Viernes Santo.
Hacia el final de su libro el jurista austríaco dice:
“En el capítulo XVIII del Evangelio de San Juan se describe un episodio de la vida de Jesús. El relato sencillo, pero lapidario por su ingenuidad, pertenece a lo más grandioso que haya producido la literatura universal, y, sin intentarlo, simboliza de modo dramático el relativismo y la democracia”.
No pierdan el detalle:
“Es el tiempo de la Pascua, cuando Jesús, acusado de titularse hijo de Dios y rey de los judíos, comparece ante Pilato, el gobernador romano. Pilato pregunta irónicamente a aquel que ante los ojos de un romano sólo podía ser un pobre loco: ‘¿Eres tú, pues, el rey de los judíos?’. Y Jesús contesta con profunda convicción e iluminado por su misión divina: ‘Tú lo has dicho. Yo soy rey, nacido y venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo el que siga a la verdad oye mi voz’. Entonces Pilato, aquel hombre de cultura vieja, agotada, y por esto escéptica, vuelve a preguntar:'¿Qué es la verdad?'. Y como no sabe lo que es la verdad, y como romano está acostumbrado a pensar democráticamente, se dirige al pueblo y celebra un plebiscito”.
Poncio Pilato, que pasó a la historia como aquel que se lavó las manos de la Sangre Inocente que estaba a punto de entregar. Poncio Pilato, el perfecto demócrata.
El Relativismo y la Democracia firmaron entonces una alianza que nadie –so pena de hacer mutar la naturaleza de las cosas– puede borrar.
Nuestro camino no puede estar, entonces, en el arriesgar la verdad al capricho y a la veleidad de las mayorías tumultuosas, las mismas que un domingo de Ramos honraron a Cristo, para pocos días después pedir su Crucifixión. Pidamos, por el contrario, la gracia de hacer carne en nosotros mismos estas palabras del salmista, que son el verdadero itinerario de nuestra actitud en el orden político, orden que debe ser restaurado por Nuestro Señor. Roguemos a Dios, entonces, diciendo con el Salmista nuestra oración esperanzada:
“Combate, Señor, a los que me atacan,
pelea contra los que me hacen la guerra.
Toma el escudo y el broquel,
Levántate y ven en mi ayuda;
Empuña la lanza y la jabalina
Para enfrentar a mis perseguidores;
dime: ‘Yo soy tu salvación’”.