Por Alberto Medina Méndez
Hay que
animarse a desterrar el miedo. El cambio viene cuando se dejan de lados ciertos
temores. La apatía, el desánimo y la resignación, son aliados funcionales de
quienes pretenden que nos quedemos en casa.
Ellos, los
verdaderos conservadores, los que no quieren que nada se modifique, apuestan a
eso, a que la gente se entregue, que la impotencia le gane a la voluntad y la
desidia a las convicciones.
Los dueños
de la política, esos que hicieron de esta actividad su espacio propio, ese
lugar desde el cual someten a todos intentando convencerlos de que están ahí,
en esa situación de mando, por la voluntad de los más, trabajan con ahínco y
perfeccionan a diario esta idea de miedo.
Por eso
intentan amedrentar, intimidar, asustar. El arte que conocen es ese, el de
mantener a raya a la sociedad para que no se anime a desconocer ese poder que
usan atemorizando a todos, imponiendo miedo y no respeto.
Ellos
conocen este juego hasta en sus más mínimas expresiones. Saben del desencanto
de la sociedad con sus decisiones. Conocen también el desprestigio que los
rodea como clase dirigente.
Pero
también entienden que para que ese poder siga vigente, la estrategia es evitar
que los valientes triunfen. Por eso, de tanto en tanto, eligen alguna víctima,
para desplegar sus armas y disuadir a los que se animan.
Su poder
no se sostiene sobre la autoridad que le confieren sus cualidades, conocimiento
o talento, y mucho menos la que proviene de su integridad personal. Se les teme
por lo que pueden hacer con el poder que disponen.
Una de las
tantas herramientas que han desarrollado para aplicar sus perversas
habilidades, es ocuparse de que la sociedad sienta culpa. Han hecho un culto de
esta forma de hacer política y ejercer el poder.
La tarea consiste en que los ciudadanos de a pie, sientan que han
cometido algún error en sus vidas, de orden legal, empresarial social y hasta
íntimo: esquivar
algún impuesto, haber recibido un favor estatal, tener un emprendimiento con
cierta precariedad, contraer una deuda, haber pasado por tribunales, aunque sea
como testigo, o porque no cometer el pecado de ganar mucho dinero y no
contribuir con los humildes. A veces inclusive caen en aquello de hostilizar
con cuestiones de la vida privada. Todo sirve para poner fuera de juego a los
críticos, a los peligrosos, a los que son una amenaza para la continuidad de
sus negocios políticos y económicos.
Se han
especializado en esto de invalidar a los rebeldes
recurriendo a lo que sea. Son muy buenos en ese esquema. Tienen los medios del
Estado, cuentan con la información precisa y sobre todo no tienen escrúpulo alguno, ni mínimo código moral, para disponer de lo
que sea y usarlo sin remordimiento alguno cuando de sus fines se trata.
Pero en
realidad, todo eso que parece estar a su favor, se transforma en realmente
importante solo cuando los ciudadanos, acompañan ese juego.
El temor
al escrache, a la represalia del poder, a perder dinero u oportunidades por
decir lo impropio, hace que los más se llamen a silencio.
Dicen en
privado lo que no se animan a repetir en público. Critican al poder, pero no se
animan a enfrentarlo en el terreno apropiado y concluyen haciendo lo que los
poderosos esperan. El silencio y el manso repliegue.
En realidad,
el arma de quienes imponen estas reglas, no es como parece, su supuesto poder,
la información, los medios económicos y recursos del Estado. Su poder radica en nuestro temor. Es eso lo
que los hace fuertes. No es lo que puedan decir o hacer, sino como impacta esa
posibilidad en nuestras vidas cotidianas. Y en esto pasa a tener un rol clave,
la comodidad, esa que nos hace aferrarnos al presente por el pánico que nos
genera la incertidumbre del futuro.
Los
héroes, esos que hicieron lo adecuado, lo necesario, los que se expusieron a
todo, inclusive perdiendo las más de las veces, no midieron los pasos. Solo
hicieron lo que sentían que tenían que hacer. Muchos de ellos perdieron mucho,
inclusive sus vidas en el intento. Pero dieron la batalla, y gracias a ellos
muchos hoy gozamos de cierta libertad, pero por sobre todo de un ejemplo a
seguir.
No se
trataba de seres humanos extraordinarios, sino justamente de seres ordinarios,
cuya diferencia era que estaban dispuestos a hacer lo correcto, sin poner excusas
mundanas, argumentos pobres desde lo intelectual, o supuestas cuestiones
superiores que impidieran obrar en consecuencia.
A riesgo
de repetir la frase, nunca más pertinente aquella que una película
inmortalizara cuando el protagonista dijera “lo difícil no es hacer lo
correcto. Lo difícil es saber qué es lo correcto. Cuando se sabe que es
lo correcto, hacerlo es inevitable”.
Los
poderosos lo son, no solo por ese arsenal que disponen de un modo ilegitimo
cuando se apropian del Estado, sus dineros y recursos. Son poderosos, porque
han quebrado moralmente a los ciudadanos, haciéndolos claudicar en sus
convicciones, rendirse, resignarse, invirtiendo los roles.
Son ellos
los que imponen esas reglas a los ciudadanos que le han delegado ese poder
transitoriamente para administrarlo con equidad y criterio. Son los gobernantes
quienes deberían rendir cuentas y tener temor.
En
realidad lo tienen. Saben que cuando la sociedad
despierta, su poder artificial
de gobernantes a préstamo, se esfuma. Por eso se esmeran en asustar, en
intimidar, en arrinconar a los ciudadanos.
El miedo
es la matriz con la que gobiernan. Sin ella estarían dando explicaciones como
corresponde. Pero es un papel que les queda incómodo y no les sirve a sus
perversos objetivos.
Buena
parte de esto pasa porque los ciudadanos bailamos a su ritmo. Hacemos lo que la
política espera de nosotros, somos funcionales. Hay que intentar comprender la
dinámica. Son ellos los que deben temer a los ciudadanos y no los ciudadanos al
poder. Para eso hace falta coraje, sentido de la
libertad y sobre todo, una alta dosis de dignidad. El primer
paso es entenderlo, para que luego podamos estar dispuestos a enfrentar de modo
personal e indelegable, esta decisión de animarnos a perder el temor.
Fuente: Por la Paz del Campo
Nota: Por la Paz del Campo reenvía el escrito del Sr. Alberto
Medina Méndez, y se solidariza con los conceptos allí manifestados.