Alocución en la celebración de acción de gracias por el bicentenario patrio realizada por Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
Iglesia Catedral de La Plata, 25 de mayo de 2010
En la proclama emitida el 26 de mayo, la Primera Junta –nosotros la llamamos así aunque fue, en realidad, la segunda- exponía por orden de dignidad sus compromisos. Encabezaba la serie de propósitos una declaración que en aquellos días no podría sorprender a nadie; manifestaba un deseo eficaz, un celo activo y una contracción viva y asidua a proveer por todos los medios posibles la conservación de nuestra Religión Santa. El miércoles 30 se celebró en la catedral la instalación del nuevo gobierno. Como es sabido, todo aquello sucedió en Buenos Aires; la conmemoración religiosa tuvo lugar, por lo tanto, en la catedral de Buenos Aires, iniciándose así una costumbre oficial localizada allí que se observó invariablemente hasta hace pocos años. En aquella primera oportunidad hubo misa solemne y tedéum, con un elocuente sermón del deán del cabildo eclesiástico, Diego Estanislao de Zabaleta.
El tedéum ha sido siempre la oración por excelencia empleada en nuestras fiestas patrias para dar gracias a Dios. El origen de este himno litúrgico se sitúa en los primeros años del siglo V; en sus 29 versos se suceden una alabanza a la Santísima Trinidad, la glorificación de Cristo y de su obra redentora y la súplica que resulta de la compilación de varios salmos bíblicos. Es un poema compuesto para ser cantado, que atrajo la atención de compositores de todos los tiempos. Disponemos desde los varios tonos del canto llano, aptísimos para el uso litúrgico, hasta las obras más complejas y espectaculares de diversos estilos, que se escuchan muchas veces en salas de concierto. Mozart, Berlioz, Haydn, Liszt, Verdi y Bruckner –para citar sólo algunos nombres- nos legaron versiones admirables del tedéum y numerosos músicos argentinos aportaron también a esta tradición, entre ellos Pablo Beruti, Gilardo Gilardi, Enrique Albano, Elsa Calcagno, Angel Lasala, Julio Perceval y Roberto Caamaño. Nosotros también, en el centro de esta celebración de hoy, nos uniremos silenciosamente al canto de una versión breve de este himno que será proclamado en nombre de todos, en representación de la comunidad platense.
¿Qué sentimientos, qué actitudes deben inspirar la recordación bicentenaria de aquellos acontecimientos que iniciaron el proceso de nuestra emancipación? Una mirada dirigida hacia el pasado, abarcadora y objetiva, debe movernos a la acción de gracias; si intentamos, en cambio, avizorar el futuro, la posible cautela tiene que ceder su lugar a la esperanza. Dos disposiciones de ánimo, la gratitud y la esperanza, que se fundan en otra, raigal, imprescindible: el amor a la patria. Las tres implican la memoria del don, de los dones recibidos de Dios y de las generaciones que nos precedieron, pero también el reconocimiento de nuestras deficiencias y del estado actual de la sociedad argentina.
El amor a la patria se llama patriotismo. Pero esta palabra parece haber caído en desuso; un manto de sospecha la desprestigia, como si el sentimiento que designa pudiera confundirse fácilmente con el alarde excesivo e inoportuno del patriotero. Creo que se conserva todavía en el juramento de los funcionarios públicos, que se comprometen a desempeñar su cargo con lealtad y patriotismo. Amar a la patria significa para sus hijos querer efectivamente su bien y estar dispuestos al sacrificio por ella. ¡Parece demasiado para los tiempos que corren! Los antiguos romanos habían acuñado un término que pasó a la tradición cristiana: pietas, piedad; así se llama el vínculo que religa a los hijos con sus padres y con la tierra de sus padres y que se expresa en el respeto, la veneración, el amor entrañable, sentimientos y actitudes que intentan saldar una deuda estrictamente impagable. Es ésta un área espiritual problemática para nosotros, argentinos. En el carácter nacional se insinúa una tendencia a prescindir de la referencia fundante a las raíces, como si fuéramos seres sin herencia; existe, por consiguiente, una falla, una carencia del sentido de lo comunitario. El sentido de pertenencia a una comunidad es algo más profundo y permanente que el entusiasmo futbolístico por el triunfo en “el mundial” y que la ocasional masificación inducida por consignas ideológicas o el clientelismo político. La referencia a las raíces –habría que decir a la tradición, en su significado más noble y esencial– hace posible cultivar el sentimiento y afianzar la conciencia de un destino común. Entre nosotros predomina el individualismo de personas o de grupos, la conciencia y el apetito del bien propio sobre la búsqueda del bien común. De allí la fractura, la estratificación de la sociedad argentina con sus secuelas de injusticia y nuestra inclinación atávica a la discordia. Tenemos que recuperar la pietas para con nuestra patria, el amor a ella: patria, no “este país”, como dicen muchos. Sólo así podremos reconocer gozosamente su belleza, porque el amor nos abre los ojos y nos pone en contacto directo con la realidad, alimenta el coraje y si es preciso el sacrificio, o el llanto.
La exhortación del Apóstol: vivan en la acción de gracias (Col. 3, 15) señala el clima espiritual apropiado a esta celebración. Hoy damos gracias a Dios por los doscientos años transcurridos desde aquellos días de mayo y por el tiempo anterior, que no podemos sustraer a nuestra historia, pero sobre todo por el don que es la patria misma. El agradecimiento es siempre la respuesta que corresponde a un regalo, a una dádiva de suyo inmerecida. Otros han sido los instrumentos de la Providencia para darnos una patria, una nación independiente; nosotros asumimos esa herencia para transmitirla si es posible enriquecida a las generaciones venideras. La gratitud por el pasado no es un sentimiento indefinido, supone un discernimiento operado con objetividad y realismo. Existe un drama secular en la Argentina, que es la tergiversación de la historia, en la que se han filtrado imposturas manifiestas canonizadas como dogmas. Así ha ocurrido con sucesos clave del siglo XIX, y ocurre nuevamente con hechos más o menos recientes, observados con mirada tuerta, cuya interpretación sesgada mantiene abiertas heridas dolorosas, incentiva la división, perturba los ánimos y extravía el juicio de los jóvenes y de los desprevenidos. La memoria debe ser integral, la verdad completa; las medias verdades ofrecen mordiente al resentimiento, atizan los rencores, perpetúan el desencuentro. La aspiración ardiente a la justicia no debe servir de disfraz al odio y a la sed de venganza. Todos tenemos que empeñarnos, según la función de cada uno y los medios de que dispone, en procurar la reconciliación y en favorecer la unidad nacional; pero este es un deber sagrado para quienes presiden la comunidad: de su prudencia y magnanimidad depende, ciertamente, la armonía del todo social y la promoción de la paz interior.
La memoria agradecida del pasado supone que nos hacemos cargo de los males que se han acumulado en nuestra historia y que pedimos perdón por ellos para quedar efectivamente liberados y ser capaces de perdonar. Podemos asumir, en nombre de nuestros antepasados, los acentos conmovedores de la oración de Daniel: ¡A ti, Señor, la Justicia!; a nosotros, en cambio, la vergüenza reflejada en el rostro. Hemos pecado, hemos faltado, hemos hecho el mal, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y tus preceptos (Dan. 9, 7.5). Entonces la acción de gracias se prolongará en un canto de esperanza.
Una actitud de esperanza es, precisamente, la que corresponde esbozar en una ocasión solemne como ésta de nuestro bicentenario. El objeto de la esperanza es un bien futuro y posible, aunque arduo de alcanzar; en nuestro caso es la plena realización de la nación argentina. La esperanza de personas de fe, de un pueblo mayoritariamente religioso como éste al cual pertenecemos, se apoya en Dios, que en los salmos bíblicos y en los escritos de los profetas aparece designado como roca, escudo, baluarte inexpugnable, peñasco que sirve al creyente de refugio. En el preámbulo de nuestra Constitución se lo invoca como fuente de toda razón y justicia y se apela a su protección. Contamos, por tanto, con la ayuda de Dios; sin embargo, la esperanza requiere nuestra fortaleza, el esfuerzo de realización, la grandeza del alma de quienes se arriesgan en el cumplimiento de un destino apetecible, de quienes asumen la vida como una vocación. La esperanza es un valor íntimamente personal, pero se verifica también en un sujeto colectivo en la medida en que éste constituye una auténtica comunidad, cohesionada por la amistad social.
El horizonte de la esperanza ha sido trazado en la primera página de la Torá, cuando el Creador bendijo al hombre y a la mujer, plasmados a su imagen, y les encomendó llenen la tierra y sométanla (Gén. 1, 28). Este mandato vale singularmente para el pueblo argentino, que ha recibido el don de una tierra ancha y espaciosa, que mana leche y miel (Ex. 3, 8). La meta de poblar armoniosamente con hijos de esta patria nuestro territorio casi deshabitado es, probablemente, una condición para afrontar la cuestión inaplazable de un desarrollo integral de la nación. El bien común es la perfecta realización de la Argentina, de tal modo que cada uno de los habitantes de esta tierra bendita del pan pueda procurarse todo lo que le baste para vivir y para vivir bien; la totalidad incluye los bienes superiores del espíritu, la educación, la cultura, la libertad. No debe haber hijos y entenados, sino ciudadanos que gocen de plenos derechos y cumplan los correspondientes deberes, no meros habitantes ni clientes del poder de turno. El bien precioso de un recto ordenamiento jurídico de la sociedad es una condición principal de esa totalidad de realización; debe ser tutelado por los tres poderes del Estado y no deturpado por leyes inicuas que alteren la esencia natural del matrimonio, que minen la solidez de la familia y entreguen al estrago la vida de los niños por nacer. No son éstas utopías. El bien que es objeto de la esperanza no se encuentra al alcance de la mano, pero puede ser conquistado si no cedemos a la comodidad y al facilismo; sobre todo si no se ofusca en nuestro espíritu la contemplación de la verdad, si no se apaga en nuestro corazón el amor a la vez racional y apasionado del bien.
¿Qué podemos aportar los cristianos al futuro de la Argentina? Ante todo, el espíritu de las bienaventuranzas del Evangelio, y un compromiso coherente y activo por el bien de nuestra patria temporal. El Santo Padre Benedicto XVI ha recordado hace pocos días que corresponde a los fieles laicos mostrar concretamente en la vida personal y familiar, en la vida social, cultural y política, que la fe permite leer de modo nuevo y profundo la realidad y transformarla. Indicaba también el Papa que es preciso buscar, en la dialéctica democrática un amplio consenso con todos aquellos que se toman a pecho la defensa de la vida y de la libertad, la custodia de la verdad y del bien de la familia, la solidaridad con los necesitados y la necesaria búsqueda del bien común. Estos bienes han de ser objetos privilegiados de nuestra esperanza y nuestra lucha; son irrenunciables, como es irrenunciable el futuro de otra Argentina posible, de una Argentina mejor.
Un fino poeta nuestro, José María Castiñeira de Dios, en su Discurso sobre la Patria se encaraba afectuosamente con ella y le decía:
¡Yo te incito a romper las cadenas ocultas
y a exorcizar el maleficio
y a soltar las maneas,
para que sean eternos los laureles de gloria
que otros hombres mejores
nos legaron un día!
Incitación y a la vez noble presagio, contenido legítimo, altísimo, oportuno, para nuestra esperanza y nuestra oración.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de la Plata
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