Al final de este artículo, podrá leer los textos del libro de Benedicto XVI adelantados por el Vaticano.
El Papa abandona nuevamente las declaraciones ex cathedra, en las que se encuentra presente la infalibilidad Papal, para introducirse en cuestiones opinables, debatibles, y que según pidió en el primer tomo de la colección, pueden ser criticados. El mismo Papa exhorta a que lo critiquen.
La Oficina de Prensa de la Santa Sede ha publicado los 3 primeros capítulos del segundo volumen del libro de Benedicto XVI titulad 'Jesús de Nazareth, del ingreso en Jerusalén hasta la Resurrección', en los que el Pontífice reflexiona acerca de la Última Cena, la presentación de Jesús ante Pilatos y sobre la figura de Judas Iscariote.
En el tercer capítulo, titulado 'de la limpieza de los pies', Benedicto XVI desarrolla el 'misterio del traidor' y analiza la figura de Judas Iscariote. El Pontífice recuerda que "Jesús debe experimentar la incomprensión, la infidelidad en la intimidad de sus amigos" para poder "cumplir las Escrituras" ya que "Él mismo alude a su destino a través de las Escrituras" que insertan a Jesús en la lógica de Dios, en la lógica de la historia de la salvación".
Esta traición, explica el Papa, se cumple también "en la comunidad sacramental de la Iglesia, donde siempre de nuevo hay personas que comen 'su pan' pero lo traicionan". Según subraya el Pontífice, en la última cena Jesús "ha cargado sobre sí la traición de todos los tiempos y experimenta el sufrimiento de haber sido traicionados, soportando así hasta el final las miserias de la historia".
Además, el Papa reflexiona también en el libro sobre la figura de Poncio Pilatos, la imagen del político "pragmático y realista" y afirma que "la pregunta sobre qué es la verdad" es la pregunta "también de la moderna doctrina del Estado" en la cual "está en juego el destino de la humanidad".
Asimismo, el Papa analiza el momento en que Poncio Pilatos presenta a Cristo junto a Barrabás y afirma que la humanidad "se encontrará siempre ante esta alternativa", de decir "decir «sí» a ese Dios que actúa sólo con el poder de la verdad y el amor o contar con algo concreto, algo que esté al alcance de la mano, con la violencia" representada en Barrabás.
En los primeros capítulos publicados por el Vaticano, el Pontífice analiza la fecha de la última cena que, según explica Benedicto XVI, podría haberse celebrado antes de la pascua judía porque "Jesús era consciente de su muerte inminente".
Según señala el Papa, Jesús "no podría haber comido la Pascua" con los Apóstoles, por lo que "invitó a los suyos a una ultima cena" que no pertenecía "a ningún rito judío" sino "una despedida, en la cual El daba algo nuevo, se donaba a sí mismo como el verdadero Cordero e instituyendo 'su' Pascua".
¿Qué dice el comentario de la Biblia traducida por Mons. Juan Straubinger? Al versículo de Jn 18, 28, comenta: “los fariseos, que colaban mosquitos y tragaban camellos (Mt 23, 24), creían contaminarse entrando en casas paganas, pero la muerte de un inocente no parece mancharlos. Y poder comer la Pascua: es decir que no la habían comido aun. Jesús se anticipó a comerla el jueves, pues sabía que el viernes ya no le sería posible. Cf. Luc. 22, 8 y nota”.
Llama la atención además, que en este viernes se hicieron varias cosas que no podían hacerse en una fiesta, esto es, Cristo fue detenido, juzgado, crucificado; Su cuerpo es retirado (porque era la parasceve) “ya que los cuerpos no podían permanecer en la cruz el sábado (pues aquel era un sábado muy solemne)”; se compra el sudario y los ungüentos, y así sucesivamente.
EL LIBRO TRATARÁ EL APOCALIPSIS
Según informa el diario 'Il Giornale', que ha tenido acceso al índice del libro y a algunos extractos, el primer capítulo tratará sobre el 'ingreso a Jerusalén y de la purificación en el Templo', mientras que el segundo y el tercero hablará sobre 'el discurso escatológico de Jesús y la destrucción del Templo' y la 'profecía y el Apocalipsis'.
Precisamente sobre el Apocalipsis, Benedicto XVI recuerda que "otro elemento importante del discurso escatológico de Jesús es la advertencia sobre un pseudo-mesias y las fantasías apocalípticas" y asegura que "en este sentido es necesario la sobriedad y la vigilancia", según informa el diario 'Il Giornale'. El problema, que llama la atención, es saber a qué llama “fantasías apocalípticas”, ya que si habla de los teólogos católicos serios (no los modernistas) no existe fantasía alguna en su abordaje, mientras que sí están plagadas de fantasías las novelas, las películas y toda la literatura inspirada en el Apocalipsis pero que no responde a la Teología por sus interpretaciones heterodoxas.
El índice indica que en los capítulos 3 y 4, Benedicto XVI analiza la 'oración sacerdotal de Jesús' así como la 'fiesta hebrea de la expiación' y la 'limpieza de los pies', mientras que el capítulo 5 y 6 tratan sobre la Última Cena y la oración en el Huerto de los Olivos. En el séptimo y el octavo capítulo, el Papa reflexiona sobre el proceso contra Jesús, su pasión y muerte. Por último, el capítulo 9 habla sobre la Resurrección. El libro termina con un epílogo del Pontífice sobre la Ascensión de Jesús.
Esta segunda parte es la continuación de su primer libro sobre 'Jesús de Nazareth' en el que el Papa reflexionaba sobre la figura del Jesús histórico en consonancia con el Jesús de los Evangelios, desde el inicio de su vida pública hasta la Transfiguración.
La segunda parte de 'Jesús de Nazareth' sale a la venta contemporáneamente en todo el mundo el próximo 10 de marzo en siete idiomas, alemán, italiano, inglés, español, francés, portugués y polaco. La edición en español está a cargo de 'ediciones Encuentro'.
A continuación, los capítulos adelantados del nuevo libro del Papa Benedicto XVI
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1. LA FECHA DE LA ÚLTIMA CENA
El problema de la datación de la Última Cena de Jesús se basa en las divergencias sobre este punto entre los Evangelios sinópticos, por un lado, y el Evangelio de Juan, por otro. Marcos, al que Mateo y Lucas siguen en lo esencial, da una datación precisa al respecto. «El primer día de los ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?”... Y al atardecer, llega él con los Doce» (Mc 14,12.17). La tarde del primer día de los ácimos, en la que se inmolaban en el templo los corderos pascuales, es la víspera de Pascua. Según la cronología de los Sinópticos es un jueves.
La Pascua comenzaba tras la puesta de sol, y entonces se tenía la cena pascual, como hizo Jesús con sus discípulos, y como hacían todos los peregrinos que llegaban a Jerusalén. En la noche del jueves al viernes —según la cronología sinóptica— arrestaron a Jesús y lo llevaron ante el tribunal; el viernes por la mañana fue condenado a muerte por Pilato y, seguidamente, a la «hora tercia» (sobre las nueve de la mañana), le llevaron a crucificar. La muerte de Jesús es datada en la hora nona (sobre las tres de la tarde). «Al anochecer, como era el día de la preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea..., se presentó decidido ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús» (Mc 15,42s). El entierro debía tener lugar antes de la puesta del sol, porque después comenzaba el sábado. El sábado es el día de reposo sepulcral de Jesús. La resurrección tiene lugar la mañana del «primer día de la semana», el domingo.
Esta cronología se ve comprometida por el hecho de que el proceso y la crucifixión de Jesús habrían tenido lugar en la fiesta de la Pascua, que en aquel año cayó en viernes. Es cierto que muchos estudiosos han tratado de demostrar que el juicio y la crucifixión eran compatibles con las prescripciones de la Pascua. Pero, no obstante tanta erudición, parece problemático que en ese día de fiesta tan importante para los judíos fuera lícito y posible el proceso ante Pilato y la crucifixión. Por otra parte, esta hipótesis encuentra un obstáculo también en un detalle que Marcos nos ha transmitido. Nos dice que, dos días antes de la Fiesta de los Ácimos, los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo apresar a Jesús con engaño para matarlo, pero decían: «No durante las fiestas; podría amotinarse el pueblo» (14,1s). Sin embargo, según la cronología sinóptica, la ejecución de Jesús habría tenido lugar precisamente el mismo día de la fiesta.
Pasemos ahora a la cronología de Juan. El evangelista pone mucho cuidado en no presentar la Última Cena como cena pascual. Todo lo contrario. Las autoridades judías que llevan a Jesús ante el tribunal de Pilato evitan entrar en el pretorio «para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua» (18,28). Por tanto, la Pascua no comienza hasta el atardecer; durante el proceso se tiene todavía por delante la cena pascual; el juicio y la crucifixión tienen lugar el día antes de la Pascua, en la «Parasceve», no el mismo día de la fiesta. Por tanto, la Pascua de aquel año va desde la tarde del viernes hasta la tarde del sábado, y no desde la tarde del jueves hasta la tarde del viernes.
Por lo demás, el curso de los acontecimientos es el mismo. El jueves por la noche, la Última Cena de Jesús con sus discípulos, pero que no es una cena pascual; el viernes —vigilia de la fiesta y no la fiesta misma—, el proceso y la ejecución. El sábado, reposo en el sepulcro. El domingo, la resurrección. Según esta cronología, Jesús muere en el momento en que se sacrifican los corderos pascuales en el templo. Él muere como el verdadero Cordero, del que los corderos pascuales eran mero indicio.
Esta coincidencia teológicamente importante de que Jesús muriera al mismo tiempo en que tenía lugar la inmolación de los corderos pascuales ha llevado a muchos estudiosos a descartar la cronología de la versión joánica, porque se trataría de una cronología teológica. Juan habría cambiado la datación de los hechos para crear esta conexión teológica que, sin embargo, no se manifiesta explícitamente en el Evangelio. Con todo, hoy se ve cada vez más claramente que la cronología de Juan es históricamente más probable que la de los Sinópticos, porque —como ya se ha dicho— el proceso y la ejecución en el día de la fiesta parecen difícilmente imaginables. Por otra parte, la Última Cena de Jesús está tan estrechamente vinculada a la tradición de la Pascua que negar su carácter pascual resulta problemático.
Por eso, siempre se han dado intentos de conciliar entre sí ambas cronologías. El más importante de ellos —y fascinante en numerosos detalles particulares— para lograr una compatibilidad entre las dos tradiciones proviene de la estudiosa francesa Annie Jaubert, que desde 1953 ha desarrollado su tesis en una serie de publicaciones. Sin entrar aquí en los detalles de esta propuesta, nos limitaremos a lo esencial.
La señora Jaubert se basa principalmente en dos textos antiguos que parecen llevar a una solución del problema. El primero es un antiguo calendario sacerdotal transmitido por el Libro de los Jubileos, redactado en hebreo en la segunda mitad del siglo II antes de Cristo. Este calendario no tiene en cuenta la revolución de la Luna, y prevé un año de 364 días, dividido en cuatro estaciones de tres meses, dos de los cuales tienen 30 días y uno 31. Cada trimestre, siempre con 91 días, tiene exactamente 13 semanas y, por tanto, hay sólo 52 semanas por año. En consecuencia, las celebraciones litúrgicas caen cada año el mismo día de la semana. Esto significa, por lo que se refiere a la Pascua, que el 15 de Nisán es siempre un miércoles, y que la cena de Pascua tiene lugar tras la puesta del sol en la tarde del martes. Jaubert sostiene que Jesús habría celebrado la Pascua de acuerdo con este calendario, es decir, la noche del martes, y habría sido arrestado la noche del miércoles.
La investigadora ve resueltos con esto dos problemas: en primer lugar, Jesús habría celebrado una verdadera cena pascual, como dicen los Sinópticos; por otro lado, Juan tendría razón en que las autoridades judías, que se atenían a su propio calendario, habrían celebrado la Pascua sólo después del proceso de Jesús, quien, por tanto, habría sido ejecutado la víspera de la verdadera Pascua y no en la fiesta misma. De este modo, la tradición sinóptica y la joánica aparecen igualmente correctas, basadas en la diferencia entre dos calendarios diferentes.
La segunda ventaja destacada por Annie Jaubert muestra al mismo tiempo el punto débil de este intento de encontrar una solución. La estudiosa francesa hace notar que las cronologías transmitidas (en los Sinópticos y en Juan) deben concentrar una serie de acontecimientos en el estrecho espacio de pocas horas: el interrogatorio ante el Sanedrín, el traslado ante Pilato, el sueño de la mujer de Pilato, el envío a Herodes, el retorno a Pilato, la flagelación, la condena a muerte, el via crucis y la crucifixión. Encajar todo esto en unas pocas horas parece —según Jaubert— casi imposible. A este respecto, su solución ofrece un espacio de tiempo que va desde la noche entre martes y miércoles hasta el viernes por la mañana.
En este contexto, la investigadora hace notar que en Marcos hay una precisa secuencia de acontecimientos por lo que se refiere a los días del «Domingo de Ramos», lunes y martes, pero que después salta directamente a la cena pascual. Por tanto, según la datación transmitida, quedarían dos días de los que no relata nada. Finalmente, Jaubert recuerda que, de este modo, el proyecto de las autoridades judías de matar a Jesús precisamente antes de la fiesta habría podido funcionar. Sin embargo, Pilato, con sus titubeos, habría pospuesto la crucifixión hasta el viernes.
A este cambio de la fecha de la Última Cena del jueves al martes se opone sin embargo la antigua tradición del jueves, que, en todo caso, encontramos claramente ya en el siglo II. Pero la señora Jaubert aduce un segundo texto sobre el que basa su tesis: la llamada Didascalia de los Apóstoles, un escrito de comienzos del siglo III donde se establece el martes como fecha de la Cena de Jesús. La estudiosa trata de demostrar que este libro habría recogido una antigua tradición cuyas huellas podrían detectarse también en otras fuentes.
Sin embargo, a todo esto se debe responder que las huellas de la tradición que se manifiestan en este sentido son demasiado débiles como para resultar convincentes. Otra dificultad es que el uso por parte de Jesús de un calendario difundido principalmente en Qumrán es poco verosímil. Jesús acudía al templo para las grandes fiestas. Aunque predijo su fin, y lo confirmó con un dramático gesto simbólico, Él observó el calendario judío de las festividades, como lo demuestra sobre todo el
Evangelio de Juan. Ciertamente se podrá estar de acuerdo con la estudiosa francesa sobre el hecho de que el Calendario de los Jubileos no se limitaba estrictamente a Qumrán y los esenios. Pero esto no es razón suficiente como para poder aplicarlo a la Pascua de Jesús. Esto explica por qué la tesis de Annie Jaubert, fascinante a primera vista, es rechazada por la mayoría de los exegetas.
He presentado de manera tan detallada dicha tesis porque nos da una idea de lo variado y complejo que era el mundo judío en tiempos de Jesús; un mundo que, a pesar de nuestro creciente conocimiento de las fuentes, sólo podemos reconstruir de manera precaria. Por tanto, no negaría a esta tesis una cierta probabilidad, aunque, considerando sus problemas, no se la pueda aceptar sin más.
Entonces, ¿qué diremos? La evaluación más precisa de todas las soluciones ideadas hasta ahora la he encontrado en el libro sobre Jesús de John P. Meier, quien, al final de su primer volumen, ha presentado un amplio estudio sobre la cronología de la vida de Jesús. Él llega a la conclusión de que hemos de elegir entre la cronología de los Sinópticos y la de Juan, demostrando que, ateniéndonos al conjunto de las fuentes, la decisión debe ser en favor de Juan.
Juan tiene razón: en el momento del proceso de Jesús ante Pilato las autoridades judías aún no habían comido la Pascua, y por eso debían mantenerse todavía cultualmente puras. Él tiene razón: la crucifixión no tuvo lugar el día de la fiesta, sino la víspera. Esto significa que Jesús murió a la hora en que se sacrificaban en el templo los corderos pascuales. Que los cristianos vieran después en esto algo más que una mera casualidad, que reconocieran a Jesús como el verdadero Cordero y que precisamente por eso consideraran que el rito de los corderos había llegado a su verdadero significado, todo esto es simplemente normal.
Pero queda en pie la pregunta: ¿Por qué entonces los Sinópticos han hablado de una cena de Pascua? ¿Sobre qué se basa esta línea de la tradición? Una respuesta realmente convincente a esta pregunta ni siquiera Meier la puede dar. No obstante, lo intenta —al igual que otros muchos exegetas— por medio de la crítica redaccional y literaria. Trata de demostrar que los pasajes de Mc 14,1 y 14,12-16 —los únicos en los que Marcos habla de la Pascua— habrían sido añadidos más tarde. En el propio y verdadero relato de la Última Cena no se habría mencionado la Pascua.
Esta propuesta —por más que la sostengan muchos nombres importantes— es artificial. Pero sigue siendo justa la indicación de Meier de que en la narración de la Última Cena como tal el rito pascual aparece en los Sinópticos tan poco como en Juan. Así, aunque sea con alguna reserva, se puede aceptar esta afirmación: «El conjunto de la tradición joánica... está totalmente de acuerdo con la que proviene de los Sinópticos por lo que se refiere al carácter de la Cena, que no corresponde a la Pascua» (A Marginal Jew, I, p. 398).
Pero, entonces, ¿qué fue realmente la Última Cena de Jesús? Y, ¿cómo se ha llegado a la idea, sin duda muy antigua, de su carácter pascual? La respuesta de Meier es sorprendentemente simple y en muchos aspectos convincente. Jesús era consciente de su muerte inminente. Sabía que ya no podría comer la Pascua. En esta clara toma de conciencia invita a los suyos a una Última Cena particular, una cena que no obedecía a ningún determinado rito judío, sino que era su despedida, en la cual daba algo nuevo, se entregaba a sí mismo como el verdadero Cordero, instituyendo así su Pascua.
En todos los Evangelios sinópticos la profecía de Jesús de su muerte y resurrección forma parte de esta cena. En Lucas adopta un tono particularmente solemne y misterioso: «He deseado ardientemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios» (22,15s). Estas palabras siguen siendo equívocas: pueden significar que Jesús, por una última vez, come la Pascua acostumbrada con sus discípulos. Pero pueden significar también que ya no la come más, sino que se encamina hacia la nueva Pascua.
Una cosa resulta evidente en toda la tradición: la esencia de esta cena de despedida no era la antigua Pascua, sino la novedad que Jesús ha realizado en este contexto. Aunque este convite de Jesús con los Doce no haya sido una cena de Pascua según las prescripciones rituales del judaísmo, se ha puesto de relieve claramente en retrospectiva su conexión interna con la muerte y resurrección de Jesús: era la Pascua de Jesús. Y, en este sentido, Él ha celebrado la Pascua y no la ha celebrado: no se podían practicar los ritos antiguos; cuando llegó el momento para ello Jesús ya había muerto. Pero Él se había entregado a sí mismo, y
así había celebrado verdaderamente la Pascua con aquellos ritos. De esta manera no se negaba lo antiguo, sino que lo antiguo adquiría su sentido pleno.
El primer testimonio de esta visión unificadora de lo nuevo y lo antiguo, que da la nueva interpretación de la Última Cena de Jesús en relación con la Pascua en el contexto de su muerte y resurrección, se encuentra en Pablo, en 1 Corintios 5,7: «Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo» (cf. Meier, A Marginal Jew, I, p. 429s). Como en Marcos 14,1, la Pascua sigue aquí al primer día de los Ácimos, pero el sentido del rito de entonces se transforma en un sentido cristológico y existencial. Ahora, los «ácimos» han de ser los cristianos mismos, liberados de la levadura del pecado. El cordero inmolado, sin embargo, es Cristo. En este sentido, Pablo concuerda perfectamente con la descripción joánica de los acontecimientos. Para él, la muerte y resurrección de Cristo se han convertido así en la Pascua que perdura.
Podemos entender con todo esto cómo la Última Cena de Jesús, que no sólo era un anuncio, sino que incluía en los dones eucarísticos también una anticipación de la cruz y la resurrección, fuera considerada muy pronto como Pascua, su Pascua. Y lo era verdaderamente.
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3. JESÚS ANTE PILATO
El interrogatorio de Jesús ante el Sanedrín concluyó como Caifás había previsto: Jesús había sido declarado culpable de blasfemia, un crimen para el que estaba previsto la pena de muerte. Pero como la facultad de sancionar con la pena capital estaba reservada a los romanos, se debía transferir el proceso ante Pilato, con lo cual pasaba a primer plano el aspecto político de la sentencia de culpabilidad. Jesús se había declarado a sí mismo Mesías, había, pues, reclamado para sí la dignidad regia, aunque entendida de una manera del todo singular. La reivindicación de la realeza mesiánica era un delito político que debía ser castigado por la justicia romana. Con el canto del gallo había comenzado el día. El gobernador romano acostumbraba a despachar los juicios por la mañana temprano.
Así, Jesús fue llevado por sus acusadores al pretorio y presentado a Pilato como un malhechor merecedor de la muerte. Es el día de la «Parasceve» de la fiesta de la Pascua: por la tarde se preparaban los corderos para la cena de la noche. Para ello se requiere la pureza ritual; por tanto, los sacerdotes acusadores no pueden entrar en el Pretorio pagano y tratan con el gobernador romano a las puertas del palacio. Juan, que nos transmite esta información (cf. 18,28s), deja entrever de este modo la contradicción entre la observancia correcta de las prescripciones cultuales de pureza y la cuestión de la pureza verdadera e interior del hombre: a los acusadores no les cabe en la cabeza que lo que contamina no es entrar en la casa pagana, sino el sentimiento íntimo del corazón. Al mismo tiempo, el evangelista subraya con esto que la cena pascual aún no ha tenido lugar y debe hacerse todavía la matanza de los corderos.
En la descripción del desarrollo del proceso los cuatro evangelistas concuerdan en todos los puntos esenciales. Juan es el único que relata el coloquio entre Jesús y Pilato, en el que la cuestión de la realeza de Jesús, del motivo de su muerte, se resalta en toda su profundidad (cf. 18,33-38). Obviamente, entre los exegetas se discute el problema del valor histórico de esta tradición. Mientras Charles H. Dodd y también E. Raymond Brown la valoran en sentido positivo, Charles K. Barrett se manifiesta extremamente crítico: «Las añadiduras y modificaciones que hace Juan no inspiran confianza en su fiabilidad histórica» (op. cit., p. 511). Sin duda, nadie espera que Juan haya querido ofrecer algo así como un acta del proceso. Pero se puede suponer ciertamente que haya sabido interpretar con gran precisión la cuestión central de la que se trataba y que, por tanto, nos ponga ante la verdad esencial de este proceso. Así, Barrett dice también que «Juan ha identificado en la realeza de Jesús con la mayor sagacidad la clave para interpretar la historia de la Pasión, y ha resaltado su significado tal vez más claramente que ningún otro autor neotestamentario» (p. 512).
Pero preguntémonos antes de nada: ¿Quiénes eran exactamente los acusadores? ¿Quién ha insistido en que Jesús fuera condenado a muerte?
En las respuestas que dan los Evangelios hay diferencias sobre las que hemos de reflexionar. Según Juan, son simplemente «los judíos». Pero esta expresión de Juan no indica en modo alguno el pueblo de Israel como tal —como quizás podría pensar el lector moderno—, y mucho menos aún comporta un tono «racista». A fin de cuentas, Juan mismo pertenecía al pueblo israelita, como Jesús y todos los suyos. La comunidad cristiana primitiva estaba formada enteramente por judíos. Esta expresión tiene en Juan un significado bien preciso y rigurosamente delimitado: con ella designa la aristocracia del templo. En el cuarto Evangelio, pues, el círculo de los acusadores que buscan la muerte de Jesús está descrito con precisión y claramente delimitado: designa justamente la aristocracia del templo e, incluso en ella, puede haber excepciones, como da a entender la alusión a Nicodemo (cf. 7,50ss).
En Marcos, en el contexto de la amnistía pascual (Barrabás o Jesús), el círculo de los acusadores se amplía: aparece el «ochlos», que opta por dejar libre a Barrabás. «Ochlos» significa ante todo simplemente un montón de gente, la «masa». No es raro que la palabra tenga una connotación negativa, en el sentido de «chusma». En cualquier caso, no indica el «pueblo» de los judíos propiamente dicho. En la amnistía de Pascua (que en realidad no conocemos por otras fuentes, pero de la cual no hay razón alguna para dudar), la gente —como es usual en amnistías de este tipo— tiene derecho a presentar una propuesta manifestada por «aclamación»: en este caso, la aclamación del pueblo tiene un carácter jurídico (cf. Pesch, Markus - evangelium, II, p. 466). En cuanto a esta «masa», se trata en realidad de partidarios de Barrabás, movilizados para la amnistía; naturalmente, como rebelde al poder romano podía contar con cierto número de simpatizantes. Por tanto, estaban presentes los secuaces de Barrabás, la «masa», mientras que los seguidores de Jesús permanecían ocultos por miedo; por eso la voz del pueblo con la que contaba el derecho romano se presentaba de modo unilateral. Así, en Marcos, aparecen los «judíos», es decir, los círculos sacerdotales distinguidos, y también el ochlos, el grupo de partidarios de Barrabás, pero no el pueblo judío propiamente dicho.
El ochlos de Marcos se amplía en Mateo con fatales consecuencias, pues habla del «pueblo entero» (27,25), atribuyéndole la petición de que se crucificara a Jesús. Con ello Mateo no expresa seguramente un hecho histórico: ¿cómo podría haber estado presente en ese momento todo el pueblo y pedir la muerte de Jesús? La realidad histórica aparece de manera notoriamente correcta en Juan y Marcos. El verdadero grupo de los acusadores son los círculos del templo de aquellos momentos, a los que, en el contexto de la amnistía pascual, se asocia la «masa» de los partidarios de Barrabás.
Tal vez se puede dar la razón en esto a Joachim Gnilka, según el cual Mateo —yendo más allá de los hechos históricos— ha querido formular una etiología teológica para explicar con ella el terrible destino de Israel en la guerra judeo-romana, en la que se quitó al pueblo el país, la ciudad y el templo (cf. Matthäusevangelium, II, p. 459). En este contexto, Mateo piensa quizás en las palabras de Jesús en las que predice el fin del templo: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Pues bien, vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,37s; cf. en Gnilka, el parágrafo completo «Gerichtsworte», pp. 295-308).
A propósito de estas palabras —como ya se indicó en la reflexión sobre el discurso escatológico de Jesús— es preciso recordar la estrecha analogía entre el mensaje del profeta Jeremías y el de Jesús. Jeremías —contra la ceguera de los círculos dominantes de entonces— anuncia la destrucción del templo y el exilio de Israel. Pero también habla de una «nueva alianza»: el castigo no es la última palabra, sino que sirve para la curación. De manera análoga, Jesús anuncia la «casa vacía» y ofrece ya desde ahora la Nueva Alianza «sellada con su sangre»: en última instancia, se trata de curación, no de destrucción ni repudio.
En caso de que el «pueblo entero» hubiera dicho, según Mateo: «Su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos» (27,25), entonces el cristiano recordará que la sangre de Jesús habla una lengua muy distinta de la de Abel (cf. Hb 12,24); no clama venganza y castigo, sino que es reconciliación. No se derrama contra alguien, sino que es sangre derramada por muchos, por todos. Como dice Pablo: «Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios... Cristo Jesús, a quien [Dios] constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre» (Rm 3,23.25). De la misma manera que, basándose en la fe, se debe leer de modo totalmente nuevo la afirmación de Caifás sobre la necesidad de la muerte de Jesús, también debe hacerse así con las palabras de Mateo sobre la sangre: leídas en la perspectiva de la fe, significan que todos necesitamos del poder purificador del amor, que esta fuerza está en su sangre. No es maldición, sino redención, salvación. Sólo sobre la base de la teología de la Última Cena y de la cruz, que recorre todo el Nuevo Testamento, las palabras de Mateo sobre la sangre adquieren su verdadero sentido.
Pasemos de los acusadores al juez, el gobernador romano Poncio Pilato. Aunque Flavio Josefo y especialmente Filón de Alejandría trazan de él un perfil del todo negativo, en otros testimonios aparece como resolutivo, pragmático y realista. A menudo se dice que los Evangelios, siguiendo una tendencia pro romana por motivos políticos, lo habrían presentado cada vez más positivamente, cargando progresivamente la responsabilidad de la muerte de Jesús sobre los judíos. Sin embargo, en la situación histórica de los evangelistas no había razón alguna en favor de esta tendencia: cuando se redactaron los Evangelios, la persecución de Nerón había mostrado ya el perfil cruel del Estado romano y toda la arbitrariedad del poder imperial. Si podemos datar el Apocalipsis más o menos en el periodo en que se compuso el Evangelio de Juan, resulta evidente que el cuarto Evangelio no se ha formado en un contexto que pudiera haber dado motivos para un planteamiento simpatizante con los romanos.
La imagen de Pilato en los Evangelios nos muestra muy realísticamente al prefecto romano como un hombre que sabía intervenir de manera brutal, si eso le parecía oportuno para el orden público. Pero era consciente de que Roma debía su dominio en el mundo también, y no en último
lugar, a su tolerancia ante las divinidades extranjeras y a la fuerza pacificadora del derecho romano. Así se nos presenta a Pilato en el proceso a Jesús.
La acusación de que Jesús se habría declarado rey de los judíos era muy grave. Es cierto que Roma podía reconocer efectivamente reyes regionales, como Herodes, pero debían ser legitimados por Roma y obtener de Roma la circunscripción y delimitación de sus derechos de soberanía. Un rey sin esa legitimación era un rebelde que amenazaba la Pax romana y, por consiguiente, se convertía en reo de muerte.
Pero Pilato sabía que Jesús no había dado lugar a un movimiento revolucionario. Después de todo lo que él había oído, Jesús debe haberle parecido un visionario religioso, que tal vez transgredía el ordenamiento judío sobre el derecho y la fe, pero eso no le interesaba. Era un asunto del que debían juzgar los judíos mismos. Desde el aspecto del ordenamiento romano sobre la jurisdicción y el poder, que entraban dentro de su competencia, no había nada serio contra Jesús.
Llegados a este punto hemos de pasar de las consideraciones sobre la persona de Pilato al proceso en sí mismo. En Juan 18,34s se dice claramente que Pilato, según la información de que disponía, no tenía nada contra Jesús. No había llegado a las autoridades romanas ninguna información sobre algo que pudiera amenazar la paz legal. La acusación provenía de los mismos connacionales de Jesús, de las autoridades del templo. Para Pilato tuvo que ser una sorpresa que los compatriotas de Jesús se presentaran ante él como defensores de Roma, desde el momento que, por lo que conocía personalmente, no tenía la impresión de que fuera necesaria una intervención.
Pero he aquí que, de improviso, surge algo en el interrogatorio que le inquieta: la declaración de Jesús. A la pregunta de Pilato: «Conque ¿tú eres rey?», Él responde: «Tú lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37). Ya antes Jesús había dicho: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (18,36).
Esta «confesión» de Jesús pone a Pilato ante una situación extraña: el acusado reivindica realeza y reino (basileia). Pero hace hincapié en la total diversidad de esta realeza, y esto con una observación concreta que para el juez romano debería ser decisiva: nadie combate por este reinado. Si el poder, y precisamente el poder militar, es característico de la realeza y del reinado, nada de esto se encuentra en Jesús. Por eso tampoco hay una amenaza para el ordenamiento romano. Este reino no es violento. No dispone de una legión.
Con estas palabras Jesús ha creado un concepto absolutamente nuevo de realeza y de reino, y lo expone ante Pilato, representante del poder clásico en la tierra. ¿Qué debe pensar Pilato? ¿Qué debemos pensar nosotros de este concepto de reino y realeza? ¿Es algo irreal, un ensueño del cual podemos prescindir? ¿O tal vez nos afecta de alguna manera?
Junto con la clara delimitación de la idea de reino (nadie lucha, impotencia terrenal), Jesús ha introducido un concepto positivo para hacer comprensible la esencia y el carácter particular del poder de este reinado: la verdad. A lo largo del interrogatorio Pilato introduce otro término proveniente de su mundo y que normalmente está vinculado con el vocablo «reinado»: el poder, la autoridad (exousía). El dominio requiere un poder; más aún, lo define. Jesús, sin embargo, caracteriza la esencia de su reinado como el testimonio de la verdad. Pero la verdad, ¿es acaso una categoría política? O bien, ¿acaso el «reino» de Jesús nada tiene que ver con la política? Entonces, ¿a qué orden pertenece? Si Jesús basa su concepto de reinado y de reino en la verdad como categoría fundamental, resulta muy comprensible que el pragmático Pilato preguntara:
«¿Qué es la verdad?» (18,38).
Es la cuestión que se plantea también en la doctrina moderna del Estado: ¿Puede asumir la política la verdad como categoría para su estructura? ¿O debe dejar la verdad, como dimensión inaccesible, a la subjetividad y tratar más bien de lograr establecer la paz y la justicia con los instrumentos disponibles en el ámbito del poder? Y la política, en vista de la imposibilidad de poder contar con un consenso sobre la
verdad y apoyándose en esto, ¿no se convierte acaso en instrumento de ciertas tradiciones que, en realidad, son sólo formas de conservación del poder?
Pero, por otro lado, ¿qué ocurre si la verdad no cuenta nada? ¿Qué justicia será entonces posible? ¿No debe haber quizás criterios comunes que garanticen verdaderamente la justicia para todos, criterios fuera del alcance de las opiniones cambiantes y de las concentraciones de poder? ¿No es cierto que las grandes dictaduras han vivido a causa de la mentira ideológica y que sólo la verdad ha podido llevar a la liberación?
¿Qué es la verdad? La pregunta del pragmático, hecha superficialmente con cierto escepticismo, es una cuestión muy seria, en la cual se juega efectivamente el destino de la humanidad. Entonces, ¿qué es la verdad? ¿La podemos reconocer? ¿Puede entrar a formar parte como criterio en nuestro pensar y querer, tanto en la vida del individuo como en la de la comunidad?
La definición clásica de la filosofía escolástica dice que la verdad es «adaequatio intellectus et rei, adecuación entre el entendimiento y la realidad» (Tomás de Aquino, S. Theol. I, q. 21, 2 c). Si la razón de una persona refleja una cosa tal como es en sí misma, entonces esa persona ha encontrado la verdad. Pero sólo una pequeña parte de lo que realmente existe, no la verdad en toda su grandeza y plenitud.
Con otra afirmación de santo Tomás ya nos acercamos más a las intenciones de Jesús: «La verdad está en el intelecto de Dios en sentido propio y verdadero, y en primer lugar (primo et proprie); en el intelecto humano, sin embargo, está en sentido propio y derivado (proprie quidem et secundario)» (De verit. q. 1, a. 4 c). Y se llega así finalmente a la fórmula lapidaria: Dios es «ipsa summa et prima veritas, la primera y suma verdad» (S. Theol. I, q. 16, a. 5 c).
Con esta fórmula estamos cerca de lo que Jesús quiere decir cuando habla de la verdad, para cuyo testimonio ha venido al mundo. Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable. La verdad, en toda su grandeza y pureza, no aparece. El mundo es «verdadero» en la medida en que refleja a Dios, el sentido de la creación, la Razón eterna de la cual ha surgido. Y se hace tanto más verdadero cuanto más se acerca a Dios. El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza. Dios es la realidad que da el ser y el sentido.
«Dar testimonio de la verdad» significa dar valor a Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus poderes. Dios es la medida del ser. En este sentido, la verdad es el verdadero «Rey» que da a todas las cosas su luz y su grandeza. Podemos decir también que dar testimonio de la verdad significa hacer legible la creación y accesible su verdad a partir de Dios, de la Razón creadora, para que dicha verdad pueda ser la medida y el criterio de orientación en el mundo del hombre; y que se haga presente también a los grandes y poderosos el poder de la verdad, el derecho común, el derecho de la verdad.
Digámoslo tranquilamente: la irredención del mundo consiste precisamente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el dios de este mundo.
Ahora, como hombres modernos, uno siente la tentación de decir: «Gracias a la ciencia, la creación se nos ha hecho descifrable». De hecho, Francis S. Collins, por ejemplo, que dirigió el Human Genome Project, dice con grata sorpresa: «El lenguaje de Dios ha sido descifrado» (The Language of God, p. 99). Sí, es cierto: en la gran matemática de la creación, que hoy podemos leer en el código genético humano, percibimos el lenguaje de Dios. Pero no el lenguaje entero, por desgracia. La verdad funcional sobre el hombre se ha hecho visible. Pero la verdad acerca de sí mismo —sobre quién es, de dónde viene, cuál el objeto de su existencia, qué es el bien o el mal— no se la puede leer desgraciadamente de esta manera. El aumento del conocimiento de la verdad funcional parece más bien ir acompañado por una progresiva ceguera para la «verdad» misma, para la cuestión sobre lo que realmente somos y lo que de verdad debemos ser.
¿Qué es la verdad? Pilato no ha sido el único que ha dejado al margen esta cuestión como insoluble y, para sus propósitos, impracticable. También hoy se la considera molesta, tanto en la contienda política como en la discusión sobre la formación del derecho. Pero sin la verdad el hombre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes. «Redención», en el pleno sentido de la palabra, sólo puede consistir en que la verdad sea reconocible. Y llega a ser reconocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la verdad en medio de la historia. Externamente, la verdad resulta impotente en el mundo, del mismo modo que Cristo está sin poder según los criterios del mundo: no tiene legiones. Es crucificado. Pero precisamente así, en la falta total de poder, Él es poderoso, y sólo así la verdad se convierte siempre de nuevo en poder.
En el diálogo entre Jesús y Pilato se trata de la realeza de Jesús y, por tanto, del reinado, del «reino» de Dios. Precisamente en este coloquio se ve claramente que no hay ruptura alguna entre el mensaje de Jesús en Galilea —el Reino de Dios— y sus discursos en Jerusalén. El centro del mensaje hasta la cruz —hasta la inscripción en la cruz— es el Reino de Dios, la nueva realeza que Jesús representa. La raíz de esto, sin embargo, es la verdad. La realeza anunciada por Jesús en las parábolas y, finalmente, de manera completamente abierta ante el juez terreno, es precisamente el reinado de la verdad. Lo que importa es el establecimiento de este reinado como verdadera liberación del hombre.
Queda claro al mismo tiempo que no hay contradicción alguna entre el planteamiento pre-pascual centrado en el Reino de Dios y el post-pascual, centrado en la fe en Jesucristo como Hijo de Dios. En Cristo, Dios ha entrado en el mundo, ha entrado la verdad. La cristología es el anuncio del Reino de Dios que se ha hecho concreto.
Después del interrogatorio, Pilato tuvo claro lo que en principio ya sabía antes. Este Jesús no es un revolucionario político, su mensaje y su comportamiento no representa una amenaza para la dominación romana. Si tal vez ha violado la Torá, a él, que es romano, no le interesa.
Pero parece que Pilato sintió también un cierto temor supersticioso ante esta figura extraña. Pilato era ciertamente un escéptico. Pero como hombre de la Antigüedad tampoco excluía que los dioses, o en todo caso seres parecidos, pudieran aparecer bajo el aspecto de seres humanos. Juan dice que los «judíos» acusaron a Jesús de haberse declarado Hijo de Dios, y añade: «Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más» (19,8).
Pienso que se debe tener en cuenta este miedo de Pilato: ¿acaso había realmente algo de divino en este hombre? Al condenarlo, ¿no atentaba tal vez contra un poder divino? ¿Debía esperarse quizás la ira de estos poderes? Pienso que su actitud en este proceso no se explica únicamente en función de un cierto compromiso por la justicia, sino precisamente también por estas cuestiones.
Obviamente, los acusadores se percatan muy bien de ello y, a un temor, oponen ahora otro temor. Contra el miedo supersticioso por una posible presencia divina, ponen ante sus ojos la amenaza muy concreta de perder el favor del emperador, de perder su puesto y caer así en una situación delicada. La advertencia: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César» (Jn 19,12), es una intimidación. Al final, la preocupación por su carrera es más fuerte que el miedo por los poderes divinos.
Pero antes de la decisión final hay todavía un intermedio dramático y doloroso en tres actos, que al menos brevemente hemos de considerar.
El primer acto consiste en que Pilato presenta a Jesús como candidato a la amnistía pascual, tratando así de liberarlo. Sin embargo, con ello se
expone a una situación fatal. Quien es propuesto como candidato para una amnistía ya está condenado de por sí. Sólo en este caso tiene sentido la amnistía. Si corresponde a la gente el derecho a decidir por aclamación, después de ésta quien no ha sido elegido ha de considerarse condenado. En este sentido la propuesta para la liberación mediante la amnistía incluye ya implícitamente una condena.
Sobre la contraposición entre Jesús y Barrabás, así como sobre el significado teológico de esta alternativa, he escrito detalladamente en la primera parte de esta obra (cf. pp. 65s). Por tanto, baste recordar aquí brevemente lo esencial. Juan denomina a Barrabás, según nuestras traducciones, simplemente como «bandido» (18,40). Pero, en el contexto político de entonces, la palabra griega que usa había adquirido también el significado de «terrorista» o «combatiente de la resistencia». Que éste era el significado que se quería dar resulta claro en la narración de Marcos: «Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta» (15,7).
Barrabás («hijo del padre») es una especie de figura mesiánica; en la propuesta de amnistía pascual están frente a frente dos interpretaciones de la esperanza mesiánica. Se trata de dos delincuentes acusados según la ley romana de un delito idéntico: sublevación contra la Pax romana. Está claro que Pilato prefiere el «exaltado» no violento, que para él era Jesús. Pero las categorías de la multitud y también de las autoridades del templo son diferentes. La aristocracia del templo llega a decir como mucho: «No tenemos más rey que al César» (Jn 19,15); pero esto es sólo en apariencia una renuncia a la esperanza mesiánica de Israel: a este rey no le queremos. Ellos quieren otro tipo de solución al problema. La humanidad se encontrará siempre frente a esta alternativa: decir «sí» a ese Dios que actúa sólo con el poder de la verdad y el amor o contar con algo concreto, algo que esté al alcance de la mano, con la violencia.
Los seguidores de Jesús no están en el lugar del proceso. Están ausentes por miedo. Pero faltan también porque no se presentan como masa. Su voz se hará oír en Pentecostés, en el sermón de Pedro, que entonces «traspasará el corazón» de aquellos hombres que anteriormente habían preferido a Barrabás. Cuando éstos preguntan: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?», se les responde: «Convertíos»; renovad y transformad vuestra forma de pensar, vuestro ser (cf. Hch 2,37s). Éste es el grito que, ante la escena de Barrabás, como en todas sus representaciones sucesivas, debe desgarrarnos el corazón y llevarnos al cambio de vida.
El segundo acto está sintetizado lacónicamente en la frase de Juan: «Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar» (19,1). La flagelación era el castigo que, según el derecho romano, se infligía como pena concomitante a la condena a muerte (cf. Hengel Schwemer, p. 609). En Juan aparece sin embargo como algo que tiene lugar en el contexto del interrogatorio, una medida que el prefecto estaba autorizado a tomar en virtud de su poder policial. Era un castigo extremadamente bárbaro; el condenado «era golpeado por varios guardias hasta que se cansaban
y la carne del delincuente colgaba en jirones sanguinolentos» (Blinzler, p. 321). Rudolf Pesch comenta: «El hecho de que Simón de Cirene tuviera que llevar a Jesús el travesaño de la cruz y que Jesús muriera tan rápidamente tal vez tiene que ver, razonablemente, con la tortura de la flagelación, durante la cual otros delincuentes ya perdían la vida» (Markusevangelium, II, p. 467).
El tercer acto es la coronación de espinas. Los soldados juegan cruelmente con Jesús. Saben que dice ser rey. Pero ahora está en sus manos, y disfrutan humillándolo, demostrando su fuerza en Él, tal vez descargando de manera sustitutiva su propia rabia contra los grandes. Lo revisten —a un hombre golpeado y herido por todo el cuerpo— con signos caricaturescos de la majestad imperial: el manto de color púrpura, la corona tejida de espinas y el cetro de caña. Le rinden honores: «¡Salve, rey de los judíos!»; su homenaje consiste en bofetadas con las que manifiestan una vez más todo su desprecio por él (cf. Mt 27,28ss; Mc 15,17ss; Jn 19,2s).
La historia de las religiones conoce la figura del rey-pantomima, similar al fenómeno del «chivo expiatorio». Sobre él se carga todo lo que aflige a los hombres: se pretende así alejar del mundo todo eso. Sin saberlo, los soldados hacen lo que no conseguían aquellos ritos y costumbres: «Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53,5). Jesús es llevado con este aspecto caricaturesco a Pilato, y Pilato lo presenta al gentío, a la humanidad: Ecce homo, «¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19,5). Probablemente el juez
romano está conmocionado por la figura llena de burlas y heridas de este acusado misterioso. Y cuenta con la compasión de quienes lo ven.
«Ecce homo»: esta palabra adquiere espontáneamente una profundidad que va más allá de aquel momento. En Jesús aparece lo que es propiamente el hombre. En Él se manifiesta la miseria de todos los golpeados y abatidos. En su miseria se refleja la inhumanidad del poder humano, que aplasta de esta manera al impotente. En Él se refleja lo que llamamos «pecado»: en lo que se convierte el hombre cuando da la espalda a Dios y toma en sus manos por cuenta propia el gobierno del mundo.
Pero también es cierto el otro aspecto: a Jesús no se le puede quitar su íntima dignidad. En Él sigue presente el Dios oculto. También el hombre maltratado y humillado continúa siendo imagen de Dios. Desde que Jesús se ha dejado azotar, los golpeados y heridos son precisamente imagen del Dios que ha querido sufrir por nosotros. Así, en medio de su pasión, Jesús es imagen de esperanza: Dios está del lado de los que sufren.
Al final, Pilato vuelve a su puesto de juez. Dice una vez más: «Aquí tenéis a vuestro Rey» (Jn 19,14). Después pronuncia la sentencia de muerte.
Ciertamente, la gran verdad de la que había hablado Jesús le había quedado inaccesible, pero la verdad concreta de este caso Pilato la conocía bien. Sabía que este Jesús no era un delincuente político y que la realeza que pretendía no constituía peligro político alguno. Sabía, pues, que debería ser absuelto.
Como prefecto representaba el derecho romano sobre el que se fundaba la Pax romana, la paz del imperio que abarcaba el mundo. Por un lado, esta paz estaba asegurada por el poder militar de Roma. Pero con el poder militar por sí solo no se puede establecer ninguna paz. La paz se funda en la justicia. La fuerza de Roma era su sistema jurídico, un orden jurídico con el que los hombres podían contar. Pilato —repetimos— conocía la verdad de la que se trataba en este caso y sabía lo que la justicia exigía de él.
Pero al final ganó en él la interpretación pragmática del derecho: la fuerza pacificadora del derecho es más importante que la verdad del caso; esto fue tal vez lo que pensó y así se justificó ante sí mismo. Una absolución del inocente podía perjudicarle personalmente —el miedo a eso fue ciertamente un motivo determinante de lo que hizo—, pero, además, podía provocar también otros trastornos y desórdenes que, precisamente en los días de Pascua, había que evitar.
La paz fue para él en esta ocasión más importante que la justicia. Debía dejar de lado no sólo la grande e inaccesible verdad, sino también la del caso concreto: creía cumplir de este modo con el verdadero significado del derecho, su función pacificadora. Así calmó tal vez su conciencia. Por el momento, todo parecía ir bien. Jerusalén permaneció tranquila. Pero que, en último término, la paz no se puede establecer contra la verdad es algo que se manifestaría más tarde.
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El misterio del traidor
La perícopa del lavatorio de los pies nos pone ante dos formas diferentes de reaccionar a este don por parte del hombre: Judas y Pedro. Inmediatamente después de haberse referido al ejemplo que da a los suyos, Jesús comienza a hablar del caso de Judas. Juan nos dice a este respecto que Jesús, profundamente conmovido, declaró: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar» (13,21).
Juan habla tres veces de la «turbación» o «conmoción » de Jesús: junto al sepulcro de Lázaro (cf. 11,33.38); el «Domingo de Ramos», después
de las palabras sobre el grano de trigo que muere, en una escena que remite muy de cerca a la hora en el Monte de los Olivos (cf. 12,24-27) y, por último, aquí. Son momentos en los que Jesús se encuentra con la majestad de la muerte y es tocado por el poder de las tinieblas, un poder que Él tiene la misión de combatir y vencer. Volveremos sobre esta «conmoción» del alma de Jesús cuando reflexionemos sobre la noche en el Monte de los Olivos.
Volvamos a nuestro texto. El anuncio de la traición suscita comprensiblemente al mismo tiempo agitación y curiosidad entre los discípulos. «Uno de ellos, al que Jesús tanto amaba, estaba en la mesa a su derecha. Simón Pedro le hizo señas para que averiguase por quién lo decía. Entonces él, apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: “Señor, ¿quién es?”. Jesús le contestó: “Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado”» (13,23ss).
Para comprender este texto hay que tener en cuenta primero que en la cena pascual estaba prescrito cómo acomodarse a la mesa. Charles K. Barrett explica el versículo que acabamos de citar de la siguiente manera: «Los participantes en una cena estaban recostados sobre su izquierda; el brazo izquierdo servía para sujetar el cuerpo; el derecho quedaba libre para poderlo usar. Por tanto, el discípulo que estaba a la derecha de Jesús tenía su cabeza inmediatamente delante de Jesús y, consiguientemente, se podía decir que estaba acomodado frente a su pecho. Como es obvio, podía hablar confidencialmente con Jesús, pero el suyo no era el puesto de honor; éste estaba a la izquierda del anfitrión. No obstante, el puesto ocupado por el discípulo amado era el de un íntimo amigo»; Barrett hace notar en este contexto que existe una
descripción paralela en Plinio (p. 437).
Tal como está aquí, la respuesta de Jesús es totalmente clara. Pero el evangelista nos hace saber que, a pesar de ello, los discípulos no entendieron a quién se refería. Podemos suponer por tanto que Juan, repensando lo acontecido, haya dado a la respuesta una claridad que no tenía para los presentes en aquel momento. En 13,18 nos pone sobre la buena pista. En él Jesús dice: «Tiene que cumplirse la Escritura: “El que compartía mi pan me ha traicionado” » (Sal 41,10; cf. Sal 55,14). Éste es el modo de hablar característico de Jesús: con palabras de la Escritura, Él alude a su destino, insertándolo al mismo tiempo en la lógica de Dios, en la lógica de la historia de la salvación.
Estas palabras se hacen totalmente transparentes después; queda claro que la Escritura describe verdaderamente su camino, aunque, por el momento, permanece el enigma. Inicialmente se alcanza a entender únicamente que quien traicionará a Jesús es uno de los comensales; pero posteriormente se va clarificando que el Señor tiene que padecer hasta el final y seguir hasta en los más mínimos detalles el destino de sufrimiento del justo, un destino que aparece de muchas maneras sobre todo en los Salmos. Jesús debe experimentar la incomprensión, la infidelidad incluso dentro del círculo más íntimo de los amigos y, de este modo, «cumplir la Escritura». Él se revela como el verdadero sujeto de los Salmos, como el «David» del que provienen, y a través del cual adquieren sentido.
En lugar de la expresión usada por la Biblia griega para decir «comer», Juan utiliza el término trōgein —con el cual Jesús indica en su gran sermón sobre el pan el «comer» su cuerpo y su sangre, es decir, recibir el Sacramento eucarístico (cf. Jn 6,54-58)— y, de este modo, añade una nueva dimensión a la palabra del Salmo retomada por Jesús como profecía sobre su propio camino. Así, la palabra del Salmo proyecta anticipadamente su sombra sobre la Iglesia que celebra la Eucaristía, tanto en el tiempo del evangelista como en todos los tiempos: con la traición de Judas, el sufrimiento por la deslealtad no se ha terminado. «Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, el que compartía mi pan, me ha traicionado» (Sal 41,10). La ruptura de la amistad llega hasta la fraternidad de comunión de la Iglesia, donde una y otra vez se encuentran personas que toman «su pan» y lo traicionan.
El sufrimiento de Jesús, su agonía, perdura hasta el fin del mundo, ha escrito Pascal basándose en estas consideraciones (cf. Pensées, VII, 553). Podemos expresarlo también desde el punto de vista opuesto: en aquella hora, Jesús ha tomado sobre sus hombros la traición de todos los tiempos, el sufrimiento de todas las épocas por el ser traicionado, soportando así hasta el fondo las miserias de la historia.
Juan no da ninguna interpretación psicológica del comportamiento de Judas; el único punto de referencia que nos ofrece es la alusión al hecho de que, como tesorero del grupo de los discípulos, Judas les habría sustraído su dinero (cf. 12,6). Por lo que se refiere al contexto que nos interesa, el evangelista dice sólo lacónicamente: «Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás» (13,27).
Lo que sucedió con Judas, para Juan, ya no es explicable psicológicamente. Ha caído bajo el dominio de otro: quien rompe la amistad con Jesús, quien se sacude de encima su «yugo ligero», no alcanza la libertad, no se hace libre, sino que, por el contrario, se convierte en esclavo de otros poderes; o más bien: el hecho de que traicione esta amistad proviene ya de la intervención de otro poder, al que ha abierto sus puertas.
Y, sin embargo, la luz que se había proyectado desde Jesús en el alma de Judas no se oscureció completamente. Hay un primer paso hacia la conversión: «He pecado», dice a sus mandantes. Trata de salvar a Jesús y devuelve el dinero (cf. Mt 27,3ss). Todo lo puro y grande que había recibido de Jesús seguía grabado en su alma, no podía olvidarlo.
Su segunda tragedia, después de la traición, es que ya no logra creer en el perdón. Su arrepentimiento se convierte en desesperación. Ya no ve más que a sí mismo y sus tinieblas, ya no ve la luz de Jesús, esa luz que puede iluminar y superar incluso las tinieblas. De este modo, nos hace ver el modo equivocado del arrepentimiento: un arrepentimiento que ya no es capaz de esperar, sino que ve únicamente la propia oscuridad, es destructivo y no es un verdadero arrepentimiento. La certeza de la esperanza forma parte del verdadero arrepentimiento, una certeza que nace de la fe en que la Luz tiene mayor poder y se ha hecho carne en Jesús.
Juan concluye el pasaje sobre Judas de una manera dramática con las palabras: «En cuanto Judas tomó el bocado, salió. Era de noche» (13,30). Judas sale fuera, y en un sentido más profundo: sale para entrar en la noche, se marcha de la luz hacia la oscuridad; el «poder de las tinieblas» se ha apoderado de él (cf. Jn 3,19; Lc 22,53).
Dos coloquios con Pedro
En Judas encontramos el peligro que atraviesa todos los tiempos, es decir, el peligro de que también los que «fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron partícipes del Espíritu Santo» (Hb 6,4), a través de múltiples formas de infidelidad en apariencia intrascendentes, decaigan anímicamente y así, al final, saliendo de la luz, entren en la noche y ya no sean capaces de conversión. En Pedro vemos otro tipo de amenaza, de caída más bien, pero que no se convierte en deserción y, por tanto, puede ser rescatada mediante la conversión.
Juan 13 nos relata dos coloquios entre Jesús y Pedro en los que aparecen ambos aspectos de este peligro. En el primer coloquio, Pedro, el Apóstol, no quiere al principio dejarse lavar los pies por Jesús.
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