Reproducimos a continuación una nota publicada por AICA, referida al incidente (que además fuera resuelto judicialmente constituyendo por tanto cosa juzgada) que hemos dado en llamar "LA CUESTIÓN MARTÍNEZ ZUVIRÍA". Dicha nota consigna la respuesta de Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, fijando su posición sobre el tema.
TORMENTA EN UN VASO DE AGUA
El domingo 10 de noviembre de 2002, concluyó la IV Exposición del Libro Católico en La Plata, a cuya inauguración asistió y habló el intendente de la capital bonaerense. Al promediar la feria los concejales platenses, en una reunión citada de urgencia aprobaron por unanimidad un decreto, al que dieron un inusitado despliegue periodístico, en el que “repudian” la exhibición en dicha Exposición del libro “El Kahal-Oro” de Hugo Wast, editado en 1935. Con tal motivo, el arzobispo de La Plata, monseñor Héctor Aguer, difundió una nota en la que, tras calificar al incidente de “pequeño alboroto municipal” y de “gaffe” a la actuación de los concejales, efectúa unas reflexiones al caso.
Texto completo
El domingo pasado culminó con éxito la IV Exposición del Libro Católico en La Plata. Cerca de veinticinco mil personas visitaron la muestra bibliográfica, contando entre ellas a cuatro mil quinientos escolares que, además de acercarse a la literatura destinada a su edad y condición para ejercitarse gozosamente en su uso, fueron protagonistas de diversas actividades culturales. El beneplácito general acompañó nuevamente a la edición ferial de este año, cuyo mérito no pudo ser amenguado por un pequeño alboroto municipal.
Los medios de comunicación, incluyendo algunos de orden nacional, se hicieron eco del repudio decretado por el Concejo Deliberante platense contra los novelas El Kahal y Oro, de Hugo Wast, expuestas junto a otras del mismo autor. No es la primera vez que la personalidad y la obra de Gustavo Martínez Zuviría –Hugo Wast es un anagrama de su nombre de pila– son objeto de impugnación. Para información de quienes no lo conocen recordemos que fue el más popular y difundido de los novelistas argentinos de su generación, miembro de número de la Academia Argentina de Letras y correspondiente de la Real Academia Española, director durante un cuarto de siglo de la Biblioteca Nacional, cuyo patrimonio logró triplicar, y fundador de su Hemeroteca; apuntemos también un rasgo que puede causar asombro: salió empobrecido de la función publica (O tempora, o mores!). Escribiendo en La Nación sobre la perennidad de Hugo Wast, decía en 1983 Martín Alberto Noel: “Tanto en su labor escrita como en su gestión de hombre de Estado, Martínez Zubiría volcó en favor de sus ideas y convicciones los bríos y la vehemencia de su honda fe religiosa. Algunos le reprocharon los desbordes de su prédica de polemista, las asperezas de su intransigencia. Cabe apuntar, en su defensa, que pertenecía a ese linaje de hombres ensalzados por Léon Bloy, en quienes la autenticidad del arrebato sin cálculos y la generosidad de la entrega a una causa justifican inclusive los circunstanciales errores. Porque, si incurrió en ellos, nunca cayó en cambio en ese pecado de tibieza, en esa ambigüedad e hibridez de conducta de ciertos oportunistas de todos los tiempos y lugares”.
Me permito sospechar que los “vecinos” denunciantes y los ediles que impusieron el sambenito de antisemita a El Kahal – Oro no pasaron del prólogo en su lectura del libro. Porque esta novela en dos tomos debe interpretarse; en realidad, como un elogio del auténtico judaísmo y expresa un conmovedor reconocimiento de la marca sagrada impresa por Dios en el pueblo que él eligió para preparar la aparición del Mesías y la redención de la humanidad. Ésta es la razón por la cual la obra, traducida a muchos idiomas, no pudo ser editada en la Alemania nazi: precisamente porque no profesaba el racismo antisemita. La versión alemana realizada por el Dr. J. Würschmidt debía ser impresa por la Holle & Co. Verlag, de Berlín; las tratativas demoraron varios años a causa de las objeciones interpuestas por las autoridades del Tercer Reich. En 1939 éstas comunicaron su veto inapelable argumentando que la novela ofrecía un enfoque religioso del pueblo judío, lo cual –según la ideología nazi– constituía una falsificación, ya que no contemplaba al judaísmo como una cuestión de raza.
Se podría pensar, entonces, con todo respeto, que en el reciente episodio platense se ha cometido una gaffe. Pero lo inquietante es imaginar hasta dónde puede llegar nuestro Concejo en el ejercicio de su celo de desaprobación. Se me ocurre, ante todo, esbozar una duda. ¿Qué pasaría si un “vecino” recorriera las librerías de la ciudad anotando cuidadosamente los títulos en los que se blasfema de Dios, se hace mofa de los dogmas católicos, se calumnia y ataca a la Iglesia, y reclamara luego una declaración de repudio? Hablo de libros solamente, por no mencionar el desfogue de resentimiento, de odio y hasta de injurias obscenas con que se afrenta hoy al sacerdocio y al catolicismo argentino en tantos programas de televisión. ¿Estaría dispuesto el Concejo a socorrernos, siquiera con un gesto de compasiva simpatía, ante la discriminación que padecemos?
Si se trata de mirar de reojo algunos libros, puede provocar el “profundo desagrado” del cuerpo municipal la difusión y venta de nuestras Biblias, ya que en varias páginas del Nuevo Testamento se recogen expresiones tremendas de Jesús y de San Pablo contra los judíos de entonces, que alguien puede estimar como ofensivas. Para citar sólo otros pocos ejemplos, y en un orden y nivel muy diverso del señalado por el Libro de los libros, habría que expurgar las Obras Completas de nuestro gran Sarmiento, para arrancar las páginas en las que se ataca ferozmente y desprecia a gauchos e indios, y Borges debiera ser cubierto con el baldón eterno de discriminador, porque no se cansaba de afirmar que el peor error de los Estados Unidos ha sido educar a los negros.
El repudio expresado por los ediles platenses, aunque no pretenda “empañar –así lo dicen– un evento tan significativo “como Exposición del Libro Católico, constituye, según mi parecer, un peligroso desliz. Utilizo este último sustantivo con parsimonia, en su acepción de desacierto, de indiscreción involuntaria.
Pero el peligro existe. Hace unos años, en 1996, la Policía Federal, en ejecución de una orden judicial, secuestró en una librería porteña varias novelas de Hugo Wast. El diario La Nación reaccionó condignamente ante aquel atropello, y en su página editorial razonaba así: “Prohibir la circulación de una obra literaria –aun cuando se invoquen, como en este caso, disposiciones legales dictadas en nombre de la convivencia democrática y social– significa resucitar una de las prácticas preferidas de los sistemas totalitarios y es consagrar la intolerancia cultural en una de sus peores y más oscuras manifestaciones. El secuestro fue ordenado como consecuencia de una denuncia por violación a la ley que prohíbe la discriminación racial. Asombra que la autoridad judicial haya podido incurrir en una equivocación tan grave. Lo que la ley prohíbe es la discriminación que se traduce en actos, no la que pueda surgir de la propuesta ideológica o doctrinaria formulada en una publicación escrita. De lo contrario, se trataría de una ley inaceptable y decididamente inconstitucional, pues ningún legislador puede dictar leyes que vulneren las libertades de pensamiento y de expresión, sin las cuales no es concebible una república respetuosa del pluralismo político y de los derechos individuales”. El diario La Prensa, por su parte, calificaba aquel hecho penoso como “una muestra de inmadurez de quienes propiciaron la medida [...] y del magistrado que la decretó [...] y [manifestación] de la vigente inmadurez de la sociedad argentina para vivir en una democracia superior”.
Para no dramatizar excesivamente esta cuartilla, la concluyo con una anécdota. Un amigo judío, con quien me une una antigua y afectuosa relación, enterado del pequeño traspié sufrido por la Exposición –ampliado en desmesura por algunos “medios”–, me llamó para divertirse a mis expensas con oportunas chanzas sobre el caso. Y, finalmente, poniéndose serio me dijo, comprensivo: “No te preocupes, han desencadenado una tormenta en un vaso de agua”. Sus palabras de cordura me sugirieron el título para esta nota.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
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