Esto que están tramando no es
nuevo. La ultraizquierda lo intentó en 1990 en la provincia de Buenos Aires y
lo intentará siempre, porque su objetivo, su gran sueño dorado es terminar con
la Constitución histórica que es el límite jurídico a sus locuras revolucionarias.
Ahora el pretexto es la re-reelección presidencial, pero en esta oportunidad,
como nunca antes, tienen a su favor un contexto ideológico único y un gobierno
sin escrúpulos capaz de hacer cualquier cosa por mantenerse en el poder.
En 1990 Cafiero era gobernador de la provincia de Buenos Aires y no tenía
reelección. Entonces convocó a un plebiscito para que la ciudadanía decidiera
por SÍ o por NO sobre un proyecto de reforma constitucional que contenía,
además de la reelección, nada menos que noventa y ocho enmiendas.
Ahí estaba la trampa. El proyecto
contenía reformas que ponían los pelos de punta. Por ejemplo: un artículo
determinaba que la provincia de Buenos Aires era un “Estado autónomo”, y otro
ordenaba que “Todo habitante está obligado a organizarse en defensa del orden
institucional de la provincia”. Pero curiosamente en el proyecto se conservaban
verdaderas antiguallas, como la que decía que el gobernador es el comandante en
jefe de las fuerzas armadas provinciales, y quedaba facultado para movilizar
milicias y nombrar oficiales hasta el grado de teniente coronel. Si uno
mezclaba lo nuevo con lo obsoleto que inexplicablemente se conservaba, obtenía
un explosivo cóctel con sabor a separación, nacionalismo regional, milicias populares
y hasta el sueño en alguna cabecita loca de una guerra de secesión contra la
República Argentina.
Pero lo más grave era que muchas
enmiendas se habían tomado de la Constitución cubana de 1976. Una establecía
que el trabajo es un derecho, pero al
mismo tiempo un deber social. Se sabe que en Cuba (por lo menos en ese
tiempo, ignoro la situación actual) quien no aceptaba el trabajo que le
asignaba el Estado (por ejemplo, un arquitecto disidente que era enviado a
destapar las cloacas), se lo calificaba de “vago social” y se lo mandaba a la
cárcel para su reeducación. Y aunque cueste creerlo, a esta indignidad el
peronista Cafiero la llamaba “el moderno constitucionalismo social de los
países más avanzados del mundo”.
El nuevo proyecto establecía que
“la propiedad privada es inviolable dentro
del marco de su función social”, lo cual implicaba claramente que fuera de
ese marco, la propiedad era pasible de confiscación.
Recuerdo que en ese tiempo yo
escribía mucho y hablaba con todo el mundo con la intención de inducir el voto
negativo, pero observaba que la gente común se aburría y comenzaba a bostezar.
No entendían el asunto, y en el fondo les importaba un rábano. Hasta que un
día, conversando con un amigo adormilado que ante mis advertencias abstractas
hacía esfuerzos por cambiar de tema, le grite: “¡Te van a quitar la casa, pelotu…!”
Dio un respingo, se le pasó la
modorra, abrió grande los ojos y hasta se puso pálido. “¡Eh, che…! ¿Es para
tanto?”, preguntó repentinamente preocupado.
Yo había logrado que se interesara
por la gravedad del intento de reforma constitucional. Le expliqué que eso ya
se vivió en los países comunistas: una vivienda desocupada o de veraneo era
confiscada y entregada a una familia sin techo; un terreno baldío ofendía la
justa causa de la igualdad social y era entregado a quien lo necesitara; una
casa grande, con muchas habitaciones, debía ser compartida con otras familias
sin hogar, donde la comuna designaba un comisario político que decidía cómo se
distribuían las comodidades y los horarios para el uso de la cocina, los baños,
etc. Basta leer la novela Doctor Zhivago de Boris Pasternak (o ver la película, con
Omar Sharif y Geraldine Chaplin) para estremecerse con la descripción de esas
prácticas iniciales de la revolución soviética.
Lo dejé grogui, realmente
asustado, y desde ese momento fue un obsesivo divulgador del NO. Repetía a todo el mundo: “Estos
tipos nos van a quitar la casa”. Me di cuenta entonces que las personas, sobre
todo las mujeres que se engancharon increíblemente, si poseen el título de
propiedad de aunque sea una miserable choza, cuando advierten el menor peligro
de perderla salen en defensa de su propiedad con uñas y dientes.
La gente, en términos generales,
no asimila conceptos abstractos, no se interesa por la política ni entiende los
galimatías legales y filosóficos, tienen la cabeza en otras preocupaciones
menores. Pero si les tocan el bolsillo o les amenazan el terrenito o la casita
que pudieron escriturar con esfuerzo, ahí sí muestran los dientes como perro al
que le quieren quitar el hueso.
La estratagema de alertar a los
pequeños propietarios se difundió espontánea y exitosamente por toda la
provincia. El 5 de agosto de 1990 la gente le dijo NO a la reforma de Cafiero.
Fue un rechazo abrumador. Muchas cosas sumaron para lograr esa decisión popular
histórica, pero lo que se había metido en la cabeza de la gente era una
fijación extremadamente sencilla: “Nos
quieren quitar la casa”.
Pues bien, los ideólogos que redactaron las frustradas enmiendas de
Cafiero son los mismos que ahora nos quieren cambiar la Constitución Nacional.
Sus propósitos ideológicos revolucionarios son muy claros: van por la
Declaración de Derechos y Garantías, la parte dogmática de nuestra Constitución
histórica, la que le debemos al genio de Alberdi. Quieren, entre muchas otras
cosas, transformar el derecho de propiedad en un derecho relativo, sujeto a una
ambigua función social y pasible de expropiación siempre en nombre del pueblo y
de la justa distribución de la riqueza (ajena).
Ya lograron, sin necesidad de
reformar nada, intervenir y confiscar empresas privadas, cerrar el mercado de
cambio, limitar gravemente la libertad de prensa y de expresión de los
ciudadanos y prohibirnos en la práctica comprar y vender inmuebles en dólares.
Y ni siquiera podríamos irnos del país, porque hoy nadie es dueño de llevarse
su patrimonio al exterior.
El peligro es esta vez mucho más
grave que en la provincia de Buenos Aires de 1990, pero hoy igual que entonces,
observo que la gente no se interesa por nada, está distraída con otros asuntos,
con el torneo Evita Capitana, con el bailando de Tinelli, a ver si puedo cambiar el auto, las próximas vacaciones,
etc. Igual que antes, veo que mis interlocutores no pueden mantener la atención
cuando les hablo del peligro que amenaza a nuestras libertades ciudadanas.
El mismo aburrimiento, la misma
somnolencia, idéntica despreocupación por las cuestiones para ellos abstractas
e incomprensibles. Otra vez entonces tenemos que meterles en la cabeza el
concepto sencillo y demoledor, el único que entienden. Empecemos desde ahora,
evitemos los laberintos filosóficos y las abstracciones soporíferas. Digamos
solamente lo que el pequeño propietario puede asimilar y grabar indeleblemente
en su cabeza: “¡Te van a quitar la casa,
pelotu…!”
Enrique Arenz
*NOTA: La palabra en cuestión ha sido editada.
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