Por Claudio
Cháves
El debate historiográfico entre Juan Bautista
Alberdi y Bartolomé Mitre sobre las
causas que originaron la Revolución de Mayo puso luz, no solo sobre los
acontecimientos específicos referidos, sino que hendió una brecha en la historiografía
nacional. Veamos
Alberdi en su libro
Grandes y Pequeños hombres del Plata disiente con Mitre acerca de los sucesos del 25 de mayo, porque la
interpretación que el ex Presidente guardaba de los mismos le parecía pueblerina y
estrecha. De campanario. De modo que el
error está en que: “Mitre cree que la
idea de la revolución, la idea revolucionaria, la idea de independencia, ha
germinado y surgido en Buenos Aires desde mucho antes de su explosión, en 1810,
y que la revolución es hija de esa idea así formada en los porteños. Mitre
explica toda la revolución argentina por los hombres de Buenos Aires y sus
ideas, y no ve que la acción general de las cosas es la autora de ellos.”
Concluyendo
magistralmente:
“La
revolución argentina es un detalle de la revolución de América; como ésta es un
detalle de la España; como esta es un detalle de la revolución francesa y
europea.”
La diferencia entre una
concepción y la otra no es menor, no se
trata de archivística, de memoria o historia, de archivos privados o públicos
sino de algo quizás tan o más importante como es la de abordar los
acontecimientos desde una mirada mundial, si se quiere holística, y no remitida al pago solariego.
Apoyándonos, entonces, en
Alberdi y en su concepción general de los acontecimientos abordaremos el Congreso de 1816 y su proyecto de
Monarquía Inca.
Los congresales reunidos
en Tucumán se encontraban muy solos y desamparados. El Alto Perú, actual
Bolivia, había caído en manos españolas luego de la batalla de Sipe-Sipe, el 29
de noviembre de 1815. Los maturrangos, como gustaba llamar San Martín a los
españoles, amenazaban desde Chile. El
litoral convulsionado por la guerra civil entre el Directorio y Artigas,
restaba fuerzas y ánimos a la independencia, y como si esto fuera poco Fernando VII, restaurado en el trono español,
planificaba retomar por la fuerza sus
colonias americanas. En el resto de hispanoamérica la revolución estaba
derrotada. La única luz encendida era
Tucumán. Y los veintinueve diputados
allí reunidos la esperanza sudamericana.
Estos diputados necesitaban imperiosamente conocer el clima y la
atmósfera que se vivía en Europa. Sabían
las razones por las cuales se había convocado el Congreso
y también que se esperaba de
ellos. Fue entonces cuando solicitaron la presencia del general Manuel Belgrano, recientemente
nombrado al frente del Ejército del Norte y recién llegado de Europa, para que en sesión secreta
describiera la situación y el estado de
ánimo de los gobiernos del viejo continente. Belgrano habló con ellos el 6 de
julio. En apretada síntesis informó:
Que los gobiernos
europeos habían pasado de la valoración de los hechos americanos a
descalificarlos por el desorden y el caos imperante. Que de España no debíamos
temer puesto que se hallaba en una situación desesperante. Que Inglaterra no
nos iba a ayudar pero tampoco a España, que Portugal no nos atacaría y que
dependíamos solo de nuestras fuerzas para vencer y ordenar la guerra
revolucionaria. Que al estar en Europa todo
monarquizado el no veía otra opción de gobierno, frente al compromiso de las naciones del viejo
continente de intervenir en aquellas regiones que se opusieran al nuevo orden
mundial. De modo que propuso una
monarquía temperada a cuyo frente habría un Inca con capital en Cuzco. El tema no era nuevo. Ya lo había
planteado Miranda. Lo cierto fue que tuvo defensores y detractores. ¡Y qué
detractores!
Entre los primeros
estuvieron los diputados del interior y del Alto Perú más el general Martín
Miguel de Güemes y José de San Martín que en carta a Godoy Cruz, diputado de
Cuyo al Congreso le decía:
“Yo
digo a Laprida lo admirable que me parece el plan de un Inca a la cabeza, las
ventajas son geométricas, pero por la patria les suplico no nos metan en una
regencia de personas, en el momento que pase de una todo se paraliza y nos
lleva al diablo.”(24/5/1816) “Me muero cada vez que oigo hablar de federación.
¿No sería más conveniente trasplantar la capital a otro punto, cortando por
este medio las quejas de las provincias?. ¡Pero federación! ¿Y puede
verificarse? Si en un gobierno constituido y en un país ilustrado, poblado,
artista, agricultor y comerciante se han tocado en la última guerra contra los
ingleses- hablo de los americanos del norte- las dificultades de una
federación. ¿Qué será de nosotros que carecemos de aquellas ventajas? Amigo
mío, si con todas las provincias y sus recursos somos débiles ¿Qué nos sucederá
aislada cada una de ellas? (24/2/1816)
Por un lado la situación
mundial y por el otro nuestras propias dificultades hacían pensar a los
generales de la independencia –todos ellos demócratas convencidos- que lo mejor
en ese momento era una Monarquía temperada capaz de mantener asociadas a las Provincias Unidas en América del Sud tal
cual afirmaba la declaración de la Independencia. Alberdi ve el asunto con
absoluta normalidad frente a la atmósfera europea de beligerancia
anti-republicana. Mitre por el contrario consideraba que:
“El
Congreso había perdido la noción de la realidad y vivía en una región puramente
fantasmagórica. El pueblo de Buenos Aires siempre dispuesto a reír como el de
Atenas, hizo la caricatura del plan con chistes gráficos. Es la monarquía en
ojotas, decía el doctor Agrelo. Dorrego, con su estilo llano al alcance del
pueblo, agregaba: este es un rey de patas sucias. El coronel Nicolás de Vedia decía: "yo seré el primero que salga a recibir al rey, mi amo… con un fusil en la mano"” (Bartolomé
Mitre, Historia de Belgrano)
Repare el lector que es
el mismo Dorrego que la escuela revisionista reivindica como nacional y popular,
al punto que el kirchnerismo creó un Instituto Histórico con su nombre con el fin de ponderar a esta corriente.
Tomás de Anchorena,
diputado al Congreso de Tucumán, genuina expresión del federalismo porteño,
mano derecha del caudillo nacional y popular, don Juan Manuel de Rosas en carta
a su amigo, muchos años después afirmaba del Inca: “Un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si
existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos
de alguna chichería.” Con estos candiles
más vale andar a oscuras.
Por su lado
Rivadavia no se quedaba atrás: “No puedo
dejar de confesar que sabido con sorpresa y dolor que ahí se fomenta la idea de
proclamar a un descendiente de los Incas. Como he llegado a comprender que uno
de los que habían abrazado con ardor esta opinión es Manuel Belgrano, le he
escrito largamente sobre este particular, exponiéndole las principales razones
que, en mi concepto, deben condenar tan desgraciado pensamiento a un absoluto
olvido”. Pertinente coincidencia ideológica de federales y unitarios
porteños especialmente si se trataba de ofender a provincianos del color del
chocolate.
BOLIVAR Y
BELGRANO
En su carta
de Jamaica de 1815, que Belgrano jamás leyó, Simón Bolívar desesperaba por
hallar un punto en América capaz de unificar por su cultura, su imperio, su
arte, al conjunto hispanoamericano, que en su lucha por la Independencia generó
el estallido de una región que antes unía España.
En la misma carta se
preguntaba si México podría suplir a la
vieja metrópoli y se contesta que, en
principio, sí “por su poder intrínseco,
sin el cual no hay metrópolis” sin embargo era un poder excéntrico, se hallaba
en los bordes. Pensaba entonces en el istmo de Panamá pero para eso faltaba
mucho. No halló el lugar.
Entiendo que Belgrano, San Martín y Güemes se hicieron la misma pregunta y creyeron que
el Cuzco por su tradición cultural de gran imperio centralista sostenido por
generales tendría la fuerza centrípeta suficiente para mantener unidas a las
provincias Unidas en América del Sur.
No pudo ser. Finalmente vinieron las
Repúblicas y naturalmente la balcanización.
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