Es esta la ocasión de presentar una imagen de hondísimo significado… Ha llegado el momento de discernir entre todos los símbolos de la tradición aquellos que son más a propósito para señalar un “modo” de vida que sea propicio a la Contemplación.
No se trata de insistir con ninguna institución existente y, menos aún, de fundar alguna nueva. Por el contrario, es hora de descubrir en el mismo interior del alma el eco de esas maravillosas estampas de la tradición, que viven, que están vivas, y que pueden muy bien ser recuperadas en una nueva y fecunda dimensión.
La Literatura nos ha ofrecido, a través del tiempo, notables modelos y ejemplos, desde luego rescatados de la vida cotidiana. Es quizá allí donde hallaremos un gran tesoro para diseñar lo que nos proponemos. Cuando evocamos a Don Quijote, por ejemplo, aludimos además a un ideal y también a un estímulo para emprender nuestro camino que siempre es senda abierta al Cielo.
Esta vez, sobre los pasos del eremita, nos encontramos con el caballero y con el hidalgo. Sin duda una “creación” cristiana que invita a la virtud y, desde luego, a la santidad. Porque es en esta “clave” que nosotros lo trataremos aquí.
Pero estos “ideales” no advienen desde fuera, por decirlo así... Se gestan dentro, en el corazón, en el camino mismo de la vida, en el sufrimiento, en la lucha, en el deseo.
Simplemente el hombre rescata de la Historia y de la vida, de los testimonios vivos de quienes lo precedieron, una dimensión en la cual se reconoce, un ámbito, un hogar, un estado –diré- que está más allá de instituciones y compromisos perecederos y se imprime en su alma para acompañarlo en la Eternidad.
Estos “ideales” constituyen un fundamento que no puede ser despreciado o ignorado. Requieren, para su plena formación, un desarrollo de la “atención”, de esa cualidad y virtud que tanto encomiaron los Padres y que es necesaria en la vida espiritual.
Pero, desde luego, hay más. Disertar acerca de un “modelo” de vida, con raíces hondas en la tradición, parecerá no tener fin. Sin embargo hemos de seguir adelante, sobrepasando las dificultades.
Hay más –como digo- mucho más. Es fundamental plantear ahora mismo que el peregrino no descubre su vocación profunda sino cuando la adversidad lo lleva de la mano. Es así. Nos quedaríamos conformes y satisfechos con todo lo aparente, con todo lo perecedero, sin saltar más allá o procurar horizontes mayores, si lo más banal y superfluo nos sonriera y se nos brindaran en bandeja de plata las mil posibilidades que ofrece el mundo.
La contradicción, en cambio, abre un camino, inicialmente muy penoso, que ha de ser recorrido sin temor y aún sin pena. Se trata de una escuela, de una escuela admirable, en todo dispuesta a enseñar esos pasos inalcanzables que nos llevan más directamente a destino.
El caballero no se avergonzará ni se detendrá ante la lucha y mucho menos ante la “lucha sutil”. Este campo requiere toda la atención, pues el discernimiento comporta un empeño notable y la paz interior...
Si el caballero clásico hacía profesión de servir con las armas, hoy, el caballero espiritual ha de empeñarse en otro combate, en cierto sentido más duro y riesgoso, que es lo que llamo “lucha sutil” o “guerra invisible” con las armas de la virtud y de la constancia. Y todo ello con sus raíces en el “abandono”, la “confianza” y el “desinterés”.
Acerca de esto último es necesario subrayar con mayor fuerza lo que constituye más profundamente la condición de un “caballero espiritual”. Se trata, en primer lugar, de la “generosidad” que debe distinguirlo, pero que quedará en él elevada a ese amor puro y desinteresado que no tiene otra compensación que el amor mismo.
El “desasimiento” hace al amor. En efecto, quien ama deja hasta el “abandono”, y está dispuesto a “perder”, de algún modo, el objeto amado, en el empeño de esta lucha. Dicho de otra manera, está llamado a poseer de un modo mucho más alto.
Se ha olvidado, no se considera ya, que la posesión verdadera es el desprendimiento. Que, sin duda, la posesión verdadera no se realiza en el plano de los sentidos exteriores... Este es el lenguaje del corazón.
Pero todo no está en el ámbito de lo contradictorio o adverso. La “prueba” es siempre “para otra cosa”... Quiero decir que el peregrino puede siempre reposar en el misterio y que el misterio (que posee el honor del “vacío”) es, si se entiende bien lo que digo, lo “positivo” por excelencia. Sin duda se fijará nuestra atención en calificar como “apofático” este lenguaje y estas consideraciones que se valen, precisamente, de la negación... Pero ha llegado la hora de ir más allá de toda distinción, más allá de los contrarios, más allá de lo apofático o catafático, o de lo que sea.
No, el peregrino no da con un vacío imaginario. No se trata de eso.
El camino “más allá” es la misma oración escondida. El alma se libera en el silencio y late y aspira donde no sabe. Tiene, sí, una inmediata experiencia de vida. Pero no se hace la mínima idea de qué cosa se trata.
No se da cuenta..., pero SABE. ¿Qué sabe? Lo que no sabe ni puede saber de otra manera. No sabe dónde está, pero ESTÁ.
La vivencia del Misterio es, en verdad, iluminante. Pero no ha de decirse, sencillamente porque no es posible decir nada.
La vivencia del Misterio hace callar al peregrino. Y cuando éste ve que todo está allí, ya no sufre dolor alguno por su silencio.
El camino del corazón es de una densidad inimaginable...
El camino del corazón nos invita, más y más, a la Belleza, a la más alta, que es Dios mismo y, ¡tantas veces, como no podemos imaginar! se revela en la infinita ternura de su Amor y de su Misericordia.
Fray Alberto E. Justo
http://caminohacialaaurora.com.ar/
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