Texto de la Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata en la Misa Crismal (8 de abril de 2009)
En el penúltimo de los Cantos de peregrinación recogidos en el Salterio se encuentra esta exclamación festiva: ¡Qué bueno es, qué grato, convivir los hermanos unidos! (Sal. 132, 1). Es una especie de congratulación mutua que cantaban los peregrinos al encontrarse en Jerusalén.
La participación común en el culto señalaba un momento de plenitud vital; la liturgia del templo ayudaba a los israelitas piadosos a comprender que era una dicha enorme pertenecer al pueblo de Dios. El salmo citado exalta la unión fraterna como una gracia capaz de transformar una existencia en la cual no faltan amarguras; afirma que el encuentro y la reunión con los hermanos en la alabanza del Señor es fragancia y rocío que recrea la vida, es prenda de una más abundante bendición divina. Esa invocación parece también una súplica para superar las divisiones y desgarramientos que hirieron la unidad del pueblo elegido a lo largo de su accidentada historia.
San Agustín aplica el salmo a la comunidad cristiana, y dice que ese canto es tan dulce cuanto es dulce la caridad, que hace habitar en unión a los hermanos. Los mismos sentimientos se encuentran en una pieza tradicional de la liturgia romana, el Ubi caritas, donde se dice: cuando nos congregamos, guardémonos de estar interiormente divididos; cesen las malignas disensiones, cesen las querellas, y esté Cristo Dios en medio de nosotros.
Me pareció oportuno evocar estas citas para encarecer la significación de esta asamblea litúrgica en la que todos los años celebramos a Cristo y a la Iglesia y ponemos de manifiesto nuestra pertenencia al pueblo de Dios, pueblo real, sacerdotal y profético. Celebramos la comunión eclesial, vivida en la Iglesia particular presidida por el Obispo, y a través de ella vivida en la Iglesia Universal, en la Católica, presidida por el sucesor de Pedro. Esta comunión sella nuestra identidad.
La vivencia de nuestra identidad católica es la expresión y el fruto de una fe sin tacha, iluminada y ardiente, de una serena confianza en el amor del Padre y en el triunfo del Resucitado, de una caridad fraterna desbordante, acogedora, misionera. Identidad que implica convicción fundamentada de la verdad de la Fe sostenida en la doctrina eclesial, experiencia sacramental del misterio de Cristo, participación en la vida de la comunidad cristiana y conciencia de nuestra misión en el mundo. Se sintetiza en la definición del cristiano como discípulo y misionero de Jesucristo.
La vivencia de esta identidad es fuente de satisfacción y de alegría: ¡qué bueno es convivir en la unidad de la Iglesia, ser miembro vivo y activo de esta comunión universal de los hijos de Dios, de los amigos de Jesús! Quiera el Señor que podamos experimentar cada vez con mayor profundidad la dicha de ser católicos.
Desde sus orígenes, la Iglesia ha sufrido y sentido la hostilidad del mundo; con mayor o menor fuerza según las épocas la indiferencia o el encono han servido de acicate a su paciencia y a su impulso evangelizador. Las persecusiones del mundo y los consuelos de Dios han sido, como enseña el Concilio Vaticano II, el marco de la historia eclesial.
En este tiempo de desinformación globalizada, desde los grandes personajes de Estado o de la farándula, hasta el más necio de los periodistas –por no hablar de algunos hijos mal nacidos– se permiten, en el mundo entero, repudiar con sorna la enseñanza de la Iglesia, hablando de lo que ignoran como si supieran, y pontificando desde sus cátedras de intolerancia posmoderna. Hay algo de diabólico en esta unanimidad anticatólica de la propaganda global.
Un ejemplo típico de esta actitud es la persistente campaña contra el Papa Benedicto XVI, incubada desde los comienzos de su ministerio petrino, pero que ha adquirido últimamente mayor intensidad. Odian la gran tradición que el Papa representa, el humanismo propio del pensamiento católico, la herencia cultural del cristianismo que aún pervive en medio de tantas conmociones, desprecian el potencial de esperanza que surge allí donde se renueva la vida eclesial y los fieles recobran la conciencia de su identidad. Este factor extrínseco, lejos de acobardarnos nos estimula, nos conforta, nos compromete. A mi me enardece, y no entiendo que no ocurra lo mismo a quien se precie de ser católico.
La identidad católica no es estática, es dinámica: es vida y expansión de vida. Ese dinamismo vital está expresado hoy simbólicamente por la bendición de los óleos y la consagración del crisma, que representan la fuente sacramental abierta en la Pascua del Señor. Es preciso sostener, alimentar, recrear incesantemente esa identidad.
El Documento de Aparecida señala que tenemos un alto porcentaje de católicos sin conciencia de su misión de ser sal y fermento en el mundo, con una identidad cristiana débil y vulnerable (DA 286). ¿Cuál es el remedio?
En la misma Conferencia de Aparecida se ha acuñado el concepto de conversión pastoral. Este cambio incluye –como allí se dijo– la decisión de abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe, pero esto sería impracticable sin un discernimiento espiritual que sólo puede verificarse en virtud de una conversión personal que haga de las comunidades eclesiales comunidades de discípulos misioneros en torno a Jesucristo, Maestro y Pastor (DA 365 ss.).
Otra afirmación rotunda del mismo documento es ésta: el testimonio de comunión eclesial y la santidad son una urgencia pastoral (368). Es éste un eco de las prioridades pastorales que proponía Juan Pablo II al comienzo del nuevo milenio: la primacía de la gracia y el principio educativo de una espiritualidad de comunión (cf. Novo millennio ineunte, 38, 43).
El dinamismo propio de la identidad católica es el que explica que discipulado y misión son inseparables, que la evangelización, como fuerza continuada, ha de ser un desborde de gratitud y alegría.
De la Conferencia de Aparecida ha surgido la iniciativa de una Misión Continental, que buscará poner a la Iglesia en estado permanente de misión (DA 551). Queda claro en estos términos que ante todo se trata de asimilar un espíritu, que pueda ponerse en acción de modo cada vez más amplio y con un ánimo de sostenido fervor. Los programas concretos serán entonces la manifestación de un estilo misionero que impregne la vida de la comunidad cristiana y sus estructuras pastorales. El propósito, que debe urgirnos desde el fuego del Espíritu Santo que trasforma y arrebata el corazón, es comunicar a Cristo, dar la vida, los dones de Cristo, que nosotros recibimos y de los cuales gozamos; la vida nueva de Jesucristo que toca al ser humano entero y desarrolla en plenitud su existencia en su dimensión personal, familiar, social y cultural (DA 356). La misión debe, con el tiempo, llegar a todos, debe ser permanente y profunda, pero tiene que fijarse una intención especial: salir en búsqueda de los católicos alejados, de los que conocen poco o nada a Jesucristo; que ellos puedan incorporase efectivamente y con alegría a comunidades de auténticos discípulos, que viven sin complejos, vacilaciones ni subterfugios su identidad católica.
En muchas de nuestras parroquias se vienen realizando diversas experiencias de misión. Pero en el segundo semestre de este año queremos realizar un gesto misionero que abarque en lo posible toda la geografía arquidiocesana. No sólo como ensayo y estímulo de la misión permanente, sino para conmemorar el cincuentenario de la consagración de esta Iglesia particular de La Plata a la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Tendrá como signo culminante una gran asamblea eclesial para señalar el aniversario, también quincuagésimo, de la dedicación de la iglesia Catedral al mismo título de la Madre de Dios. Será, por lo tanto, una misión mariana. Tengo siempre presente este principio de aquel gran misionero que fue San Luis Grignion de Montfort: Jesucristo vino al mundo por medio de la Santísima Virgen María, y por ella debe también reinar en el mundo. Confiamos que ella, también esta vez, nos abrirá las puertas.
Nos ocupará asimismo en los próximos meses la continuidad de la Misión Social, para difundir la doctrina social de la Iglesia y promover su aplicación a través del estudio de los problemas del país y de la región, en diálogo con las instituciones de la sociedad civil. La vida en Cristo es la renovación del hombre y del mundo, es la esperanza de los pobres, de los desheredados, de los humillados por la prepotencia de los poderosos y las falsas promesas de los caciques; en Cristo Salvador, que nos encamina al Cielo, resuena el anuncio de la verdadera liberación. El mensaje social de la Iglesia no podría ser más oportuno, más actual, más urgente para la Argentina de hoy. Para varios millones de compatriotas nuestros con la democracia se vota, pero todavía no se come, ni se cura, ni se educa. Hacen falta hombres nuevos, para un pueblo que asuma su destino y no se resigne a observar resignadamente cómo marchamos en carreta hacia el infierno, ni deje el campo abierto a la violencia del piquete encapuchado. Si queremos ser efectivamente una nación debemos decidirnos a constituir una sociedad de ciudadanos, que recupere y viva los valores de una auténtica república; y corresponde que los cristianos, los miembros laicos del pueblo de Dios, llamados a ser ciudadanos del cielo, sean los mejores ciudadanos de esta tierra. Es la verdad del Evangelio, es la caridad de Cristo la que nos compromete en la tarea.
Al proponer la meta de una conversión pastoral, el Documento de Aparecida menciona también la necesaria conversión de los pastores (DA 368), es decir, el retorno continuo a su propia identidad y la vigencia siempre actualizada de la misma, como réplicas que son y personeros del pastor ideal, del Buen Pastor. De la conversión de los pastores depende la conversión pastoral; aquí se juega un punto clave de la renovación misionera de la Iglesia. Recientemente ha dicho el Santo Padre que la dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental a Cristo Cabeza, y que supone una adhesión cordial y total a lo que la tradición de la Iglesia ha identificado como la “apostolica vivendi forma”, es decir, aquel nuevo estilo de vida inaugurado por Jesús y hecho propio por los apóstoles. Y continuaba el Papa: la dimensión eclesial, jerárquica y doctrinal y de comunión del presbítero es absolutamente indispensable para toda auténtica misión y por sí misma garantiza su eficacia espiritual… La misión es eclesial porque nadie se anuncia o se lleva a sí mismo, sino que lleva a Otro, lleva a Dios al mundo. Dios es la única riqueza que, en definitiva, desean encontrar los seres humanos en un sacerdote.
Teniendo en cuenta que en el corriente año se conmemora el aniversario 150 de la muerte del Santo Cura de Ars, Benedicto XVI ha decidido que se celebre un Año Sacerdotal, del 19 de junio próximo, Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, al 19 de junio de 2010, bajo el lema Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote. San Juan María Vianney, que siendo todavía beato fue reconocido como patrono de los párrocos de la arquidiócesis de La Plata y luego lo fue universalmente de todos los párrocos, será proclamado por el Papa, en el curso del Año Sacerdotal, patrono de todos los sacerdotes del mundo.
Queridos presbíteros, queridos hermanos todos, asumamos con decisión y alegría estos propósitos y proyectos eclesiales. Hemos sido consagrados, unos por el bautismo y la confirmación, otros también por el orden sagrado, como testigos de la redención en el mundo; pidamos a Dios nuestro Padre que atentos y dóciles a la inspiración y las mociones del Espíritu Santo, nos convirtamos efectivamente en fragancia de Cristo. Como dice el Apóstol, demos gracias a Dios, que siempre nos hace triunfar en Cristo, y por intermedio nuestro propaga en todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque nosotros somos la fragancia de Cristo al servicio de Dios…(2 Cor. 2, 14 s.).
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
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