Por Antonio Caponnetto
El 1º de abril de 1520, en el actual Puerto San Julián, provincia de Santa Cruz, se celebró por vez primera la Santa Misa en lo que es hoy nuestro territorio nacional. Era entonces ese día la festividad del Domingo de Ramos. La orden fue impartida por Hernando de Magallanes, y el celebrante fue el sacerdote español, nacido en Écija, Pedro de Valderrama.
Si creemos que la historia es Cristocéntrica, si afirmamos que Jesucristo es el eje de la Historia y que los siglos giran a su alrededor, éste es el día en que nació la patria argentina, sin mengua de recordar siempre el 12 de octubre de 1492, cuando se inauguró la gran nación hispanoamericana. Al cumplirse los 450 años de este trascendental suceso, Paulo VI remitió una Carta, fechada el 19 de marzo de 1970, pidiendo que "la Eucaristía, perpetuación de la Ultima Cena y del Sacrificio del Gólgota, sea siempre y efectivamente, en la trayectoria de la comunidad católica nacional y en la vida de cada uno de sus miembros, un sacramento de piedad que los mantenga fuertes y fieles".
En este año 2010 se cumplen 490 años de esta primera misa, y mucho nos tememos que la fecha pase casi inadvertida, en medio de un sinfín de festejos mendaces sobre el Bicentenario. Entre esas mendacidades, precisamente, es la mayor sostener que el 25 de Mayo de 1810 nació la patria, segregando esta fecha y su sentido de toda raíz hispánica y católica. Tal la postura oficial del ideologismo liberal y marxista.
La patria argentina, hablando con propiedad, tiene esta olvidada y traicionada fecha de origen: 1º de abril de 1520. El día en que por primera vez –en un sitio patagónico al que todavía rememora un austero monumento- Cristo Jesús se quedó con nosotros perpetuamente en el Sacramento Eucarístico.
A 490 años, la Divina Providencia ha querido que la efemérides coincida con el Jueves Santo, solemnidad en la que celebramos justamente la institución de la Eucaristía. Inmejorable ocasión para agregarle al festejo sacro el recuerdo de la carta fundacional de La Argentina.
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Todo es sur en la tierra, en el mar o en el aire,
sureñas las jarillas recamadas de abril.
Meridional el molle, las retamas, los cactus,
inaugurando verdes, alineando un pretil.
Todo es sur sobre el agua, la garza fugitiva,
fundando con sus alas los senderos costeños,
mediodía el paisaje soleado de gramíneas,
son australes los talas, sufridos y abajeños.
Loberías insomnes ven llegar cinco naves,
las mira el horizonte de San Julián al este.
Las ven los cormoranes con milenios de asombros,
y el patagón bravío que impacienta su hueste.
La Nao Capitana lleva anclada en su casco,
Trinidad, la palabra que le marca un destino.
El mesana flamea la bandera de España,
pero el mástil de proa roza un cielo argentino.
Bajan aquellos hombres como bajan los héroes,
marcialmente callados, superando pesares,
la cicatriz por yelmo cuando hasta al alma hiere,
la dura peripecia clavada en los ijares.
Magallanes, quien sabe, si cayó de rodillas,
si añoró de Sanlúcar sus pueblerinos tramos,
junto a un mapa sin bordes, su antañón calendario
le marcaba la fiesta del Domingo de Ramos.
Como aquel que bendice los soplos de los vientos
su mano trazó el sitio del mayor abordaje:
el altar con la cruz, el sagrario, los cirios,
un retablo de océano hecho espuma y celaje.
Imagino los brazos que acarrearon las piedras,
mojados de salitre, heridos del casquijo,
para dar forma al ara de gólgota y de mesa
erigiendo en la cima, austero, el Crucifijo.
Pedro de Valderrama se reviste despacio,
se recuerda muy joven en su hogar ecijano,
el cíngulo lo aferra, la casulla lo inviste,
se inclina con un beso sobre el misal romano.
Contritos, genuflexos, marinos o soldados,
veteranos de hazañas contra el moro tenaz,
contemplan la hostia blanca, la contempla el nativo,
forman arcos de olivo sobre esa patria agraz.
Algo que ahora llamamos lágrimas de alegría
y que entonces fue estío mojando las acacias,
retumbó en el desierto ante el primer Pan Vivo,
al Ite missa est decían: Deo gratias.
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