Por el P. Raúl Hasbún, sacerdote
La ligereza, la precipitación, la improvisación, la negligencia, la infundada intuición o el espontaneismo incontinente pueden arruinar las más nobles intenciones y acciones y originar daños que nunca estuvo en su mente provocar.
El discernimiento ético-jurídico sobre la bondad o malicia de actos humanos se configura como un triángulo que no puede descomponerse ni desequilibrarse. En uno de sus vértices está la intención del sujeto que actúa: hay que indagar quién es él, qué sabía, qué quiso o pretendió hacer. En otro vértice se sitúa la naturaleza del objeto en sí: lo que esa acción significa por su lenguaje intrínseco. Y en el tercer vértice confluyen todas y cada una de las circunstancias en que esa acción se realizó: cuándo, dónde, cómo, por qué medios, con quién o contra quién.
Para que la acción sea moral y jurídicamente buena, deben ser buenas la intención del sujeto, la naturaleza intrínseca del objeto, y cada una de las circunstancias. Si en cualquiera de los vértices aparece la palabra “mala”; la acción entera queda contaminada y viciada.
Por eso es mala la acción de prostituirse, aunque la intención motivante sea la de proveer alimento y educación a los hijos o prestar un servicio a la patria. También es malo hacer limosna, oración y ayuno, cuando la intención es validarse como héroe espectacular en materia de ascética, devoción y beneficencia. Y si algún párroco resolviera recaudar fondos para construir un jardín infantil organizando un bingo, una parrillada o un animado encuentro de baby-fútbol en el interior del templo, la circunstancia del lugar sagrado viciaría la bondad de la intención y del objeto en sí.
A la inversa, actos malos por su objeto pero realizados con intención pura siguen siendo malos, pero pueden merecer, para el sujeto, acogerse a una circunstancia atenuante. Quien es miembro de una banda y cómplice en una operación de secuestro merecerá reproche, tanto en el foro secular como eclesial; pero captará benevolencia si, arrepentido, se aparta de la banda y suministra pistas conducentes a esclarecer los hechos, rescatar indemne a la víctima y aprehender al resto.
El buen juzgador, de los demás y de sí mismo, compulsará prudentemente si aparte de la recta intención (subjetiva) y de la intrínseca concordancia (objetiva) del acto con la ley moral, jurídica o natural están igualmente satisfechas las exigencias de actuar cuándo, dónde, cómo y por los medios y razones que se debe. La ligereza, la precipitación, la improvisación, la negligencia, la infundada intuición o la espontaneidad incontinente pueden arruinar las más nobles intenciones y acciones y originar daños que nunca estuvo en su mente provocar.
Se cuenta que un estudiante alemán, admirador del virtuosismo jurídico de los franceses quiso estampar su sentimiento en una frase esculpida en bronce: ich liebe die Gesetze der Franzosen (amo las leyes de los franceses). En un rapto de precipitación lírica, se descuidó y escribió: ich liebe die Gesässe der Franzosen: me encantan los traseros de los franceses.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Revista Humanitas, www.humanitas.cl y en Infocatólica
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